—¡Qué tontos son los hombres! —murmuró. E involuntariamente pensó en su marido, obeso y calvo, entre un fárrago de papeles, absorto por completo en sus cálculos, en sus números, en sus proyectos.
Allá, en el escritorio, estaba efectivamente Goldenberg, imponiéndose de la correspondencia.
Al leer la carta de Julián Pardo. "Muy señor mío: He consultado con mi socio…", no pudo reprimir un gesto de disgusto.
—¿Sigue con el socio?
Claro es que seguía. El socio no aceptaba en modo alguno que Pardo entrara en la negociación, y hasta se permitía hacer reparos al negocio mismo. Los yacimientos estaban demasiado cerca. Una pertenencia situada al lado mismo de Santiago, a la vista de todos, sin el factor de dudas y misterios que aporta la distancia, no se prestaba para la especulación. La sociedad anónima no tendría por lo tanto base alguna.
"Mi socio se permite, además, hacer presente a usted que el río tiene dos márgenes, y que a cincuenta metros de distancia —en el caso problemático que la sociedad se organizara— el riberano opuesto podría ofrecer también arena aurífera por la mitad de su valor abatiendo súbitamente las acciones".
Este tono protector que comenzaba ya a sacar de tino a Goldenberg, se acentuaba en los párrafos finales.
"Además, dice mi socio, que aun prescindiendo del oro para basar el cálculo de entradas en la simple venta de la arena, el negocio le resulta igualmente problemático. A este respecto se permite hacer notar que el riberano opuesto es senador, y podrá el día que quiera conseguir que el Estado construya ahí un puente que le permita abastecer ampliamente de arena a la ciudad".
Goldenberg arrojó la carta al cesto.
—¡Qué tontería! ¡Esto pasa por seguir la opinión de las mujeres!
¡Un iluso! ¡Y Anita que lo pintaba como un hombre de talento!.
Y comenzó a pasearse por la habitación.
De pronto se detuvo lleno de perplejidad.
—Sí… cierto… Podía ser… pero…
Cambió súbitamente de expresión.
Casi corriendo se dirigió al canasto de papeles y, resoplando, sacó la carta de Julián. Estaba como alelado.
—¡Vamos! ¡El estúpido soy yo! —dijo por fin.
Volvió a pasearse, lleno de alegría.
—¡Esta carta es un tesoro! Desde luego… cinco mil acciones menos a Bastías, en vista de los riesgos que ella anuncia. ¡Qué gran hombre es este Pardo! Con su habitual ingenuidad me ha descubierto ya todo su juego. A estas horas se habrá ido a hablar con el riberano opuesto, como el dice, para echarme por tierra las acciones. Pues que lo haga. ¡Miel sobre hojuelas! Los negocios son lo mismo para arriba o para abajo… Tengo veinte mil acciones; vendo el doble; ellos ofrecen su terreno a huevo y provocan la caída del papel; yo recupero a vil precio lo vendido y quedo dueño del negocio. Este Pardo es infalible. ¡No hay que perder el contacto con este hombre!
La voz cristalina y arrulladora de su mujer vino a cortar sus reflexiones:
—¿Se puede?
—Entra, hija… Entra…
Corrió hacia él y le estrechó en un abrazo exageradamente amable. Luego, arrugando el ceño con un mohín entre celoso y coqueto, le revolvió todas las cartas.
—¡Cuidado! No vaya a haber alguna de mujer.
—A ver… ¿Y esa que tienes en la mano?
—Es de Julián.
—¿Te resultó el negocio?
—No.
—¡Qué lástima! Pero él, ¿qué te pareció?
¿El? ¡Julián Pardo es un gran hombre! Le invitaré a comer esta semana.
Ella cambió inmediatamente de actitud.
—¿Sabes? Creo que no va a interesarme… y cuando un hombre no me cae en gracia…
—¡Cuidado! Debes ser amable. Julián es un muchacho insustituible.
Nada más natural, para un hombre serio, como debe serlo un corredor en propiedades, que despertar en su casa en su cama.
Sin embargo, esa mañana al despertar en la suya, Julián abrió los ojos con espanto.
Era su alcoba; sí, no cabía duda, ¿pero cómo podía estar allí?
Realmente era inexplicable. A juzgar por el rayo de sol que, filtrándose a través de los postigos, iba como un florete a herir en pleno pecho el retrato de su padre, debían ser las diez de la mañana.
Luego, no hacía seis horas que él se hallaba… Bueno… ¿pero dónde se hallaba?
¿Dónde? ¿Dónde? El mismo no lo sabía. Se recordaba de un parrón, de unas mujeres gordas y pintadas, de una ponchera, de una pila… De la pila se recordaba bien. Luis Alvear le sujetaba la cabeza, balanceándose él mismo como un péndulo:
—¡Es e…e…el estoma…e…el estómago… ¡Esto te aliviará…!
¡Qué horribles náuseas! Con razón le dolía, ahora, tanto la cabeza. Pero ni Lucho, ni don Fortunato, ni ese barbilampiño que "se incorporó al movimiento a última hora", ni el matón que provocó en el patio a Alvear, podían haberle trasladado allí. Estaban todos más borrachos que él… ¿Quién lo había llevado a su casa? ¿Cómo había llegado? ¿A gatas? ¿Cómo?
Se acordaba vagamente de que, abrazado a uno de los almohadones del sofá, mientras una vieja flaca le amarraba una toalla a la cabeza, él pensaba y se lo decía bajito, casi llorando, al cojín de seda verde forrado en punto de bolillo.
—Yo estoy muy borracho… ¿me entiendes?… muy borracho…
No…podré llegar… a mi casa… No sé… el número… ¿me entiendes?… Voy a dormir… aquí… No llegaré a mi casa… ¡Chit! Estoy de viaje… ¿entiendes?… ¡No vayas a decir nada a mi mujer!… Estoy de viaje…
¡Y ahora en su propia cama!… Al recuerdo de su mujer, se incorporó lleno de espanto. ¡En qué estado había llegado! ¿Estaría ella durmiendo? ¿Le habría visto?
¿Qué iría a decirle ahora? Sin embargo, su ropa estaba en orden; no sólo en orden: arreglada meticulosamente en una silla…¿y los zapatos?
¡Qué horror! Sintió que la sangre se le helaba. Las botas de cabritillas estaban allí, al lado del lecho, llenas de polvo, ciertamente, pero…¡totalmente abrochadas!
¿Se las había quitado sin desabotonarlas? ¡Imposible! ¿Las había abrochado después? Pero…¡era absurdo!
Se dejó caer en la cama, anonadado.
En ese momento entraba su mujer…Julián, fingiéndose dormido, la observaba con un ojo entreabierto.
Serena, dulce, en sus grandes ojos negros no revelaba la mas leve inquietud. ¿Ignoraba el estado en que llegara?
Abrió la cómoda, sacó un paquete de ropa, dio algunas vueltas por la habitación.
¿Le hablaría? Julián se decidió:
—¿No me das los buenos días?
—Creí que estabas durmiendo.
—Amodorrado solamente, anoche llegué muy tarde…
—¿Sí?
No manifestaba disgusto ni extrañeza. En su boca de labios finos y bien dibujados, parecía vagar una sonrisa.
¡Diablo! era un tormento verla allí. Cuando salió, Julián respiró a sus anchas.
De nuevo los recuerdos le asediaron. Por primera vez, en su existencia había un vacío de tres horas; más de cinco horas por lo menos…La última vez que vio el reloj eran las tres de la mañana.
Estaban bailando en un salón larguísimo, con espejos de un gusto detestable y unas oleografías horrorosas…" Romeo y Julieta" y un retrato de Balmaceda hecho al carbón, con la banda a tres colores.
El estaba junto al piano, con la mirada fija en el ojo tuerto de la tocadora. Parecía un ópalo… Por mirar ese ojo, no atendía a las parejas, ni a las mujeres enfiladas en el viejo sofá… ni siquiera a don Fortunato que, de rodillas en el suelo, como un inmenso sapo, tamboreaba furiosamente en la guitarra.
No tienen en Circacia, ni la menor
idea de todos los encantos de tu divino ser…
Menos mal que siquiera ahora don Fortunato no le hablaba de negocios.
Horas antes, en el bar, estaba realmente pesado con su incesante preguntar sobre el "señor socio de usted que se resiste a tomar parte del negocio".
Desde que, para desventura de Julián, Lucho Alvear se lo presentara donde Gage, con un conciso preámbulo: "don Fortunato Bastías, que está loco por conocerte", no había cesado de pedir copas y copas, hablándole de Goldenberg, de la sociedad aurífera, del daño inmenso que "el señor socio de usted" iba a hacerle con su carta.
—Háblele usted, don Julián. Dígale que el negocio es bueno, que va a ganar plata a montones…
—Lo haré, señor, pero es inútil.
—Mozo, ¡tráiganos más whisky! y para mi repita el pisco…¿Es un hombre muy porfiado?
—Porfiado, no; pero tiene sus ideas…
—Original, como buen gringo…
¿De dónde había sacado don Fortunato que el supuesto socio era inglés? Julián no lo sabía. En su carta a Goldenberg, de la cual Bastías tanto le hablaba, él se había contentado con llamarlo "mi socio", simplemente. Y he aquí que el socio, a impulsos de unos cuantos vasos, se había vuelto inglés y hasta con ideas propias.
¡Y qué asedio el de Bastías! Julián no se atrevía ya a contradecirlo y, lanzado en el torrente de whisky y de preguntas indiscretas, hablaba del supuesto socio como si fuera realmente una persona.
—Es un hombre un poco excéntrico. Detesta los negocios auríferos…Prefiere los de carbón…¡Tiene un criterio práctico!
—Preséntemelo, don Julián. Tenga seguridad: yo lo convenzo.
—No está aquí, se fue a Bolivia —decía Julián, acorralado, queriendo terminar la discusión.
—¡Mozo! Estas copas están tomando gusto a vidrio…¿Está en Bolivia? No importa. Deme la dirección para escribirle.
—No la tengo todavía… Hasta que no llegue a La Paz.
—En La Paz se conoce todo el mundo…
Y con una libreta de apuntes en la mano y el lápiz listo para anotar, agregaba:
—Dígame el nombre de su señor socio.
Julián se recordaba de esa pregunta que lo sumergió en las más graves inquietudes:
"Dígame el nombre de su señor socio".
¡Qué pregunta más absurda! En su vida se le había pasado por la mente poner un nombre a un socio semejante, a un socio que se da como disculpa, a una invención, a un "mito", según la expresión de Goldenberg…
¡Y ahora, de buenas a primeras, se veía en la precisión de bautizarlo!
¿Qué nombre? ¿Como se llamaba? Sí; Julián estaba cierto de haberle inventado alguno…pero ¿cuál?
Se horrorizó de pensar que ese mismo día tal vez Goldenberg volvería a su oficina y le preguntaría cualquier cosa referente al socio. Y él no podría ni aun saber su nombre. Lo iban a descubrir en la mentira. ¡Iba a quedar en ridículo!
Se apretaba la cabeza entre las manos. ¿Cómo se llamaba este maldito socio?
De pronto un rayo de luz se abrió paso en su cerebro:
—¡Eureka! ¡El nombre lo he apuntado anoche! Estoy seguro.
Ahora lo recordaba bien nítidamente. En una salida de don Fortunato, él había tomado una servilleta de papel y había escrito muchas veces el famoso nombre para que no se le olvidara.
Se levantó de un salto de la cama y buscó nerviosamente en los bolsillos de su ropa.
—¡Oh! felicidad. ¡En uno de ellos estaba la servilleta de papel!
Walter Davis… Walter Davis… Walter Davis… Walter R. Davis…
El nombre estaba escrito en todas direcciones. Algunas veces con trazos imprecisos; otras, las últimas, de corrido…hasta con rúbrica…
—¡Una verdadera firma!
¡Walter Davis! Julián inclinó la cabeza en las almohadas, respirando, hondo y tranquilo, como si despertara de una pesadilla. ¡Ah!, por primera vez era él como todos los demás…; podía decir "tengo socio", y nadie lo contradecía. No sólo eso: había quien creyera en su existencia… Y el socio tenía un nombre y era inglés, original y de sentido práctico…y viajaba en esos momentos a Bolivia.
La voz de su mujer vino a turbar su legítima alegría.
—Julián… ¿y estos pantalones?
—¿Qué?
—Tus pantalones… ¡Mira! ¿Sabes dónde los he hallado? En el cajón del medidor de gas… ¡Lindo ropero! ¿No es una vergüenza?
Julián la miró lleno de estupor.
¿Disculparse? ¿Decir de plano la verdad? Pero era estúpida una borrachera por causa de Bastías, un palurdo, capaz de dar los peores tintes a una trasnochada. Mil veces preferible era echar por tabla a Davis: el negocio en perspectiva, la esperanza de un cambio de fortuna…
Y en él dejó caer la culpa.
—Comí anoche con Davis. ¿No te he hablado antes de Davis?
Un caballero inglés muy distinguido. Me ofreció entrar en sociedad con él. Celebramos la instalación de la nueva oficina. Dos botellas de champagne… una de whisky… ¡qué se yo!… No me atreví a venirme en ese estado.
Ella se alzó de hombros, como si nada le importara y con sus ojos muy negros y muy tristes, miró los pantalones y los dejó junto a la cama.
Sólo a los postres, Julián vino a sentirse bien en esa atmósfera de lujo exagerado.
Todo, desde la enorme lámpara Luis XV que parecía retorcerse con mimos de jamona, hasta Goldenberg con sus botones de camisa y sus gemelos de brillantes, rechoncho y coloradote, como los mozos apostados detrás de cada comensal, exudaba rastacuerismo en esa casa.
Sólo Anita Velasco, con su melena a la
garconne
, y sus ojos misteriosos y alargados que parecían hacer juego con la marquesa de esmeralda de su anillo, vestía sobriamente un traje blanco con reminiscencias griegas.
Los demás invitados —¡oh! aquello era un arca de Noé— formaban un conjunto pintoresco.
No es que faltaran hombres importantes: ese viejo de facciones cetrinas y alargadas como trazadas por el Greco, era sin duda un ministro de Corte, un consejero de Estado, o algo parecido. Ese petimetre de largo cuello y que miraba con ojos de carnero a la señora exuberante y rubia que hablaba como un Baedecker sobre su último viaje por Europa, debía ser un bailarín empedernido. El señor de barbas negras y tinte aceitunado debía ser un diplomático.
Debía ser, porque Julián así lo creía simplemente. En realidad no conocía a nadie, sino a Urioste, un corredor, amigo íntimo de Goldenberg, que era el terror de la Bolsa de Comercio.
La presentación no había servido para nada.
—El señor… un amigo… la señora del señor…
En tratándose de presentaciones, Goldenberg olvidaba nombres y apellidos, así se trataba de su propio padre, y no salía de "el señor", "el amigo", "la señora del amigo", "el amigo de la señora"…
Menos mal que su vecina parecía conocer a Julián íntimamente.
—Lucho me habla de usted con gran cariño. El es un bohemio
¿verdad?; pero ¡qué simpático! Me encanta esa manera alegre de mirar la vida. Usted es más serio ¿no es cierto? Y a propósito, ¿qué fue de ese amor romántico con aquella diplomática italiana…?