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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (12 page)

BOOK: El socio
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Arrojó un billete sobre el mesón y salió a la calle, rápido, siguiendo a las cucarachas que parecían escabullirse entre las sombras.

—¡Psh! ¡Psh! Un auto… A la calle del Rosal. ¡Infames! ¡Me las pagarán…!

Descendió frente a la puerta de la
garçonniére
. A pesar de la oscuridad, tras el vidrio de la ventana se destacaban los cuadros blancos de los figurines y del anuncio de Madame Duprés.

—¡Me las pagarán…! ¡Canallas!

De un bastonazo quebró el cristal, arrancó los papeles, los arrojó al suelo, y durante mucho rato los pateó con verdadero frenesí.

Madame Duprés, Modes
, quedaba sumergida en el fango.

¡Estaba vengado!

XIX

Los ojos enrojecidos, la lengua amarga, los nervios agotados por la noche de insomnio: frío en el cuerpo y frío en el alma… Impresión de fracaso; y, luego el porvenir, sombrío, adusto, como el pasillo oscuro que bordeaba la sala de la Bolsa…

Y, sin embargo, había que resignarse a andar por él, a desafiar la mirada solapadamente inquisidora de los especuladores, a fingir una sonrisa de satisfacción.

Todo eso era ineludible. Se trataba de un día decisivo.

Con ese aire de arrogancia exagerada que suelen adoptar los condenados al patíbulo, Julián entró a la Bolsa, azotándose la pierna con los guantes. La seguridad de su actitud contrastaba con la expresión de máscara de su rostro, en el que blanqueaba una sonrisa congelada de momia cordillerana.

Un grupo de corredores discutía acaloradamente en el pasillo. Al pasar él se callaron.

Más allá, frente a otro grupo que hablaba casi en secreto, creyó oír el nombre de Davis…

El timbre eléctrico, estridente, monótono como un dolor de oídos, anunciaba el comienzo de "la rueda".

Empujó con violencia la mampara, y, abriéndose paso entre la multitud, se aferró con desesperación a la baranda que circundaba el recinto de los corredores.

A un paso de distancia veía la desgreñada cabeza de Gutiérrez, repartiendo su extraordinaria actividad entre el teléfono, la libreta de órdenes y el papel de telegramas. Apuntaba, escribía, conversaba…

Algunas filas más adelante, casi al centro del redondel, se destacaba la calva apergaminada de Urioste.

Frente al pupitre del director de turno, un muchacho gordo, moreno, vestido de negro, iba anotando en una enorme pizarra las operaciones. Cuando escribía, el traje, el pizarrón y la cabeza se confundían, y sólo se divisaba el puño blanco. Parecía que escribiera con el puño.

El martillero, con voz de tenor, gritaba sin detenerse un instante:

—¡A veintinueve próxima se venden cien
Llallaguas
! ¡A veinte se compran! A veinticinco mala se venden doscientas, trescientas y mil… Mil quinientas
Llallaguas
se venden a cinco mala. ¡Conforme!

López a Ugarte, cien
Llallaguas
a cuatro y medio mala. Mil cuatrocientas se venden.

La pizarra se iba llenando poco a poco de cotizaciones.

Las
Auríferas
no se nombraban. Julián no oía ni pensaba. En su cabeza, poblada de ecos y tinieblas como un calabozo, sentía un zumbido constante. Algo como un moscardón se le había alojado en el cerebro y reboloteaba desesperadamente, azotándose en las paredes del cráneo y dando cabezadas y aletazos, cual si quisiera escapar por las ventanas de sus ojos atónitos. Julián sentía el choque del insecto en el fondo de las órbitas y apretaba los párpados con desesperación para cerrarle la salida.

Entonces experimentaba una especie de vértigo. Le parecía que estaba al borde de un mar agitado y resonante… A impulsos de oleaje las acciones subían y bajaban como ingenuos buquecitos de papel de diario… Veía sus nombres escritos en toscos caracteres de imprenta:
Llallagua, La Fortuna, Tuca-Tuca, El Delirio…
Una ola inmensa se formaba; era verde y arrebatadora como la esperanza; subía, subía mucho, más alto que la baranda, más que el pupitre del director de turno; llegaba hasta la pizarra y su cresta de espuma dejaba como un rastro de tiza las cotizaciones. Luego se oía un ruido sordo; la ola caía con estrépito… Sólo dos o tres buquecitos de papel se mantenían aún a flote…

—¡A diecisiete próxima vendo cien
Auríferas
!

Julián abrió los ojos como saliendo de una pesadilla. Era la voz de Urioste.

—¡A diecisiete próxima se venden cien
Auríferas
! repitió como un eco el martillero.

Un silencio de muerte. La calma precursora de la tempestad.

Luego, otra vez, la cascada voz de Urioste:

—¡A dieciséis y medio próxima vendo cien
Auríferas
!

Nadie contestaba.

—¡A dieciséis próxima vendo cien
Auríferas
!

Silencio.

—¡A quince próxima vendo cien
Auríferas
!

La voz de Gutiérrez resonó ligeramente insegura:

—A catorce las compro…

—¡Conforme! ¡Mil vendo!

Al lado opuesto del seme círculo, detrás de Urioste, Pardo vio el rostro abotagado y plácido de Goldenberg. Se reía.

Julián clavaba las uñas en la barandilla: ¡Canalla! ¡Miserable!

Esta oferta de mil acciones le hacía el efecto de una crueldad inútil.

Urioste, dueño sin contrapeso del mercado, seguía haciendo ostentación de su dominio.

—¡Mil, dos mil, tres mil, hasta cinco mil vendo a catorce!

Julián no pudo resistir. Desesperado, sin saber ya lo que hacía, se inclinó sobre la baranda, y, alargando el brazo, tocó a Gutiérrez en la espalda:

—¡Compre! ¡Compre!

—¿Cuántas?

—¡Todas…! ¡Las que ofrezcan…!

Varios corredores se volvieron —la orden había sido dada casi en voz alta— y el grupo que rodeaba a Julián se hizo más compacto.

Pardo, con medio cuerpo afuera de la barra, seguía repitiendo:

"¡Compre! ¡Compre!".

—¡Conforme! —gritó Gutiérrez—. Conforme por las cinco mil… ¡Mil más compro…!

Urioste vaciló y dirigió una mirada interrogadora a Goldenberg.

Sabía que con esa última venta su cliente estaba en descubierto. Goldenberg hizo un gesto afirmativo.

—¡Conforme!

—¡Mil más compro! —volvió a repetir Gutiérrez.

Hubo un nuevo momento de vacilación. Goldenberg, con gesto de perro de presa, aseguraba el habano entre los dientes, mientras en un pequeño block de telegramas impartía órdenes a los corredores.

—¡Qué diablos! Hay que dominar el movimiento… Gutiérrez está insaciable…, pero tengo a Bastías de reserva…

Las quince mil acciones de Bastías eran para Goldenberg una especie de seguro para cualquier error bursátil. Contaba con ellas de antemano como si fueran cosa propia.

Los mensajeros corrían de un lado a otro repartiendo las órdenes de venta.

Con las nuevas municiones se intensificó el ataque. Gutiérrez era impotente para resistir aquel fuego graneado de ofertas. El papel fluctuaba con oscilaciones violentas. Julián no distinguía las voces y las palabras que se fundían en un solo barullo; pero miraba las cotizaciones, y le parecía que la sala entera se columpiaba, oscilaba a compás de las
Auríferas
… Subían, y las columnas se alargaban, los muros retrocedían y el
plafond
se hacía más alto y más ancho hasta confundirse con el cielo… Bajaban, y las columnas se retorcían, las murallas se acercaban y la cúpula, como una chata cripta funeraria, le oprimía la cabeza hasta estrecharlo con el pavimento…

Pero una cosa percibía claramente: ya no era Gutiérrez sólo el comprador. Poseído de un verdadero frenesí, seguía repitiendo:

"¡Compre! ¡Compre!"

Un rumor tenue, como una ligera brisa había comenzado a circular de oído en oído, entre los especuladores.

—Davis comprando… Ese joven flaco es el socio de Davis… ¡Es Davis el que compra…!

La brisa formaba apenas un ligero cabrilleo. Aquí y allá se alzaban manos que cazaban en el aire las ofertas.

—¡Davis comprando! ¡Es Davis el que compra…!

En un instante la brisa se convirtió en huracán.

—¡Davis comprando!

Veinte voces estallaron al unísono.

—¡Doscientas compro!

—¡Mil compro!

—¡Quinientas compro!

Y dominando el tumulto, Gutiérrez, de pie, con la mano extendida en un saludo fascista, con un gesto de Cicerón en el Senado romano:

—¡Hasta veinte mil compro a quince próxima… a dieciséis… a diecisiete…!

Julián sintió que dos brazos cortos adiposos le estrechaban con vehemencia.

—¡Felicite al señor Davis! ¡Qué gran hombre!

Era Bastías. Su voz temblaba de emoción.

—¡No he vendido ni una sola, don Julián! El señor Goldenberg casi me ha vuelto loco: pero yo ¡como un peral! mientras el señor Davis no me diga "Venda"… En fin, usted don Julián me avisará…

De los brazos de Bastías, cayó Julián en los del coronel Carranza.

—¡Muy bien, su socio, don Julián! Nos ha salvado a todos. A usted, a mí, y hasta este cínico de Urioste… ¡Miserable! Ya le tenía listos los padrinos con instrucciones terminantes: si bajan a trece y medio las acciones, me lo llevan vivo o muerto al campo del honor… ¡por badulaque! Las logró hacer bajar hasta catorce… ¡Por medio punto se ha escapado de una bala…!

El edificio de la Bolsa se estremecía como una caja de cartón con el vocerío de los compradores. La ola inmensa iba creciendo más y más, con la augusta majestad de la marea. Apenas se distinguían las manos amarillentas y crispadas de Urioste —manos de ahogado— que por momentos se asomaban y desaparecían…

Al terminar la rueda, las
Auríferas
habían subido doce puntos.

Entre las manifestaciones de entusiasmo, los abrazos, los parabienes a Davis, Julián oyó una voz risueña.

—¡Goldenberg está arruinado!

Julián se acordó de Anita, y toda su felicidad se derrumbó…

XX

Walter Davis, que cuando enviaba flores a Leonor sabía adivinar también su gusto, no tenía el mismo acierto para elegir joyas…

Tal vez por mantenerse fiel a su carácter de millonario excéntrico, las alhajas que le enviaba eran siempre de un estilo rebuscado.

Además tenía una predilección loca por las perlas —en este punto parecía estar de acuerdo con Julián —y a Leonor las perlas no le entusiasmaban. No había artista ni
cocotte,
ni dependienta que dejara de tenerlas… falsificadas ciertamente, pero ¿quién distingue ya las perlas falsas de las verdaderas?

¡De sobra tenía con aquellos aros, regalo de su suegra, ascendidos por Julián a la categoría de reliquias! ¡Oh! En cambio las esmeraldas la sugestionaban…

Y aquel día Leonor tuvo una tentación de millonaria.

La obsesión la asaltó súbitamente al detenerse, acompañada de Graciela, frente a la vitrina de una joyería.

Sin duda alguna, la serpiente que tentó la sencillez aldeana de Eva, con el obsequio harto modesto de una manzana gorda y rubicunda como sus mejillas, no renunció a su espíritu de empresa en el Paraíso Terrenal. Arrojada por el Ángel, se arrastró largo tiempo por la tierra y cuando se convenció de que la manzana era un regalo
démodé
que no tentaba a las Evas de este siglo, abandonó su alojamiento entre la yerba y se instaló cómodamente en el escaparate de un joyero. Allí extiende los mil anillos de su cuerpo esmaltado de raras pedrerías, se enrolla como un
sautoir,
saca la lengua de rubí, o fija sus ojos de esmeralda como diciendo a las mujeres que la miran:

—¡Atención! ¡Esto vale un poco más que una manzana…!

Leonor la vio y se detuvo:

—¡Mira, Graciela…! ¡Mira! ¡Qué esmeraldas más preciosas!

—¡Lindas! ¿Por qué no te las compras?

Con los ojos fijos, como hipnotizados por la sortija de esmeraldas, Leonor apretaba nerviosamente el brazo de su amiga.

—¡Debe ser muy cara!

—¡Bah! ¡Qué importa! Ahora tu marido está muy rico…

Sí, ciertamente, Julián había ganado bastante… pero ella no se resolvía a gastar tanto dinero en una cosa inútil.

—¿Y por qué no los cambias por alguna alhaja? ¿Esos aros de perla, por ejemplo?… ¿Para qué tienes ese vejestorio?

A ella la había acudido la misma idea; pero… Julián no se lo perdonaría. Creía que las perlas y el recuerdo de su madre eran una sola cosa. En ese caso, cambiar los dos anillos y el prendedor que le dio Davis…

—¡Cómo se te ocurre! Esas alhajas son modernas… en cambio los aros son una antigualla. Lo único que vale en ellos son las perlas… y si…

Graciela meditó un instante…

—Óyeme una gran idea: cedes las perlas y te las reemplazan por otras imitadas. ¡Nadie las conoce! Los aros quedan iguales y te quedas además con el anillo de esmeraldas.

Leonor la abrazó llena de alegría.

—¡Eres muy inteligente! Pero… —y sus ojos se tornaron tristes— ¿cómo le explico a Julián este negocio? Jamás me atrevería a confesarle… ¿Y si me pregunta quién me dio este anillo?

—¡Lo compraste con tus economías!

—¡No… Yo le digo siempre lo que gasto.

—¡Ah! Pero… Davis… Le puedes decir que Davis te lo ha enviado… para el día de tu santo, por ejemplo. ¿Qué tendría eso de particular?

Leonor la abrazó de nuevo y entraron juntas a las joyerías.

—¡Yo me encargo del negocio!

Leonor entregó los aros a su amiga y el canje no ofreció dificultad. Graciela era una comerciante consumada.

—¡Cómo se ve que es la señora de un gerente! —exclamó con una sonrisa maliciosa el joyero.

—Muy bien —advirtió Graciela— pero no vaya a olvidarse: los aros se los manda a la señora tan pronto como estén listos; pero el anillo, por ningún motivo antes del cinco de junio. Es un obsequio que quiero hacerle para su cumpleaños.

Y las dos amigas salieron riendo a carcajadas.

—¡Pobre Davis! ¡Lo que menos se sospecha es que vaya a hacerte ese regalo!

—¡A este paso va a quebrar el infeliz…! —exclamaba Leonor entusiasmada.

En realidad, nunca Davis había estado más rangoso que esa vez que no supo lo que hacía.

XXI

Una de aquellas tardes de otoño, Anita, que había estado largo rato con un libro cerrado entre los dedos, gozando ensimismada del sol que caía a torrentes en el patio, sintió como un golpe seco en el escritorio que a esas horas debía hallarse sólo. Se levantó del pequeño banco de piedra y fue hacia allá sin dar mayor importancia aquel estruendo.

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