El recurso a la venta de activos o al endeudamiento sistemático tiene, como es lógico, unos límites marcados por la existencia de bienes que puedan venderse y por la estimación que hagan los acreedores de la capacidad de atender el servicio de la deuda por los prestatarios; de manera que nuestra economía vive ahora bajo la vigilancia permanente de unos poseedores de activos que pueden modificar sus posiciones rápidamente y obligarnos, con sus decisiones, a afrontar los problemas que por un tiempo hemos ignorado
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Este era el cuadro final de una situación creada como consecuencia de perseverar en un modelo de política económica claramente equivocado pero que se mantuvo por ser el propio de la «inteligencia ortodoxa» que formaba la parte sustancial del Sistema. Se han perdido muchas oportunidades y se han consumido muchas energías en la defensa de un modelo que, insisto, era equivocado. Lo cierto es que la política económica defendida por la «inteligencia ortodoxa» no era «la única posible», como machaconamente se insistía desde el Sistema. Era exactamente al revés: dicha política era la única imposible. Los hechos están ahí: los tipos de interés en España se sitúan, en 1994, en los niveles más bajos de su historia. Un dólar vale ciento cuarenta pesetas. Existen algunos indicios de recuperación. ¿Qué habría ocurrido en nuestro país si no nos hubiéramos obstinado en un modelo equivocado?
Esto es lo importante. Por supuesto que, más tarde o más temprano, la crisis económica cederá y volverán buenos tiempos para la economía española. Es algo inevitable. Estoy seguro de que alguien tratará de «venderla» a la sociedad española como un «logro» del modelo de política económica seguida en estos últimos años. Si es así, no es correcto. La gran cuestión es que con el modelo de política económica diseñado por la «inteligencia ortodoxa» hemos intensificado los efectos de todo ciclo económico bajista, hemos agravado la crisis económica, hemos causado más daño del necesario a nuestra economía, hemos elevado los niveles de paro, hemos destruido tejido empresarial, hemos perdido oportunidades de que la recuperación fuera mucho más intensa y positiva para nuestro país. En definitiva, hemos retrasado, con elevados costes, la cimentación de un auténtico crecimiento económico a largo plazo. Esta es la verdad. Ahora lo importante reside en que no volvamos a equivocarnos y que en el nuevo ciclo abandonemos un modelo cuyos resultados, desgraciadamente, todos conocemos.
Otro de los aspectos básicos del modelo «interior» que preconizaba la «inteligencia ortodoxa» para conseguir esa convergencia nominal con Europa era la marginación de lo industrial. No parecía existir una verdadera preocupación por el desarrollo de una industria competitiva de base nacional. Solo muy tardíamente, cuando las consecuencias de esa política se traducían en ventas de empresas, en cierres de fábricas, en un panorama de devastación industrial de España, comenzó a hablarse desde instancias oficiales de la necesidad de prestar atención a la industria nacional. Detrás de este problema se encontraba el dogma oficial sobre las relaciones entre la banca y la industria.
El pensamiento oficial del Banco de España había llegado a la conclusión de que el modelo ideal a imitar, en cuanto a las funciones y estructura de balance de las entidades financieras, era el anglosajón, que propugna un completo alejamiento de la banca con respecto a toda actividad industrial. Lo primero que llamaba la atención en esta tesis era cómo esa idea, envuelta de nuevo en el ropaje del dogma, había penetrado en la mente de muchos de los especialistas españoles sin someterla a un análisis profundo con el objetivo de conocer sus ventajas e inconvenientes. Creo que el único debate de cierta profundidad que tuvo lugar al respecto fue el que organizamos en el verano de 1990 en la Escuela Asturiana de Estudios Hispánicos y que fue patrocinado por Banesto. A pesar de la calidad de las ponencias, el eco que el seminario tuvo fue escaso y no se llegó a generar el debate deseado.
Resultaba curioso comprobar la rotundidad de dicha toma de posición oficial, porque, frente al modelo anglosajón, Alemania disponía de grandes bancos con importantísimas participaciones industriales. La realidad alemana demostraba que alguno de los argumentos teóricos utilizados por el «dogma oficial» carecían de consistencia. A lo largo de los años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial los bancos alemanes se habían desarrollado, habían crecido, habían incrementado sus negocios, poder e influencia en el mundo. Las empresas participadas por esos bancos también habían seguido el mismo camino, sin que en ningún momento la participación accionarial bancaria hubiera producido efectos perversos ni para el banco ni para las empresas industriales. Sin embargo, nada de eso se tomaba en consideración.
Para nuestro país la discusión teórica no era baladí. Dar una solución adecuada a esa cuestión era de gran importancia para el tejido industrial español. La razón es bien sencilla: en España no existían suficientes capitales al margen de los bancos para soportar un proceso de transformación tendente a crear un tejido industrial competitivo y de base accionarial española. Por ello, en lugar de penalizar a los bancos que asumían participaciones en empresas industriales, hubiera sido políticamente más lógico crear un mecanismo de estímulo hacia la colaboración de las entidades financieras en el proceso de reestructuración de la industria española.
Al margen de lo que cada uno quiera pensar sobre el proceso de construcción europea, muchas veces me he preguntado cuál sería nuestro papel en el mismo, qué es lo que realmente aportábamos al conjunto, sobre qué postulados íbamos a construir nuestra participación en él. No había respuestas a estos interrogantes, sencillamente porque no existía debate. Un país con casi cuarenta millones de habitantes, con una posición geopolítica de gran importancia —como, entre otras cosas, puso de manifiesto la crisis del Golfo—, que era muro de contención para los graves problemas que cada día se adivinaban con mayor intensidad en el Magreb, con unas relaciones teóricamente privilegiadas con América Latina —que un día u otro tendría que comenzar a despegar de nuevo—, que había salido de la dictadura de una forma ejemplar y que había concentrado ilusiones en un proyecto colectivo sin saber apenas cuáles eran los rasgos mínimos de ese proyecto; todo eso no podía encerrarse sin más en un puro nominalismo de convergencia formal con Europa, puesto que se trataba de un edificio lo suficientemente endeble como para que no resistiera las dificultades que sin duda se avecinaban.
Una de las escasas palancas de que disponíamos era la financiera y por ello mismo parecía lógico que la pusiéramos al servicio de «construir país», de buscar un lugar por derecho propio en el concierto europeo. Y en lo que se refiere al asunto que acabo de mencionar —relaciones banca-industria—, la decisión de que los bancos se abstuvieran de participar en el sector industrial tiene su lógica desde el punto de vista del Banco de España. Si se trata de evitar que las entidades financieras asuman riesgos, parece sensato sostener que se abstengan de invertir capital en empresas industriales, puesto que eso significa siempre asumir riesgos adicionales. Podría seguirse con el razonamiento y pedir a dichas entidades financieras que se abstuvieran de financiar a las industrias a largo plazo y que se concentraran en préstamos a corto plazo.
Ese razonamiento tiene, como digo, lógica desde la perspectiva de un funcionario supervisor del banco central español. Pero, y aquí está lo importante, ese punto de vista no tiene por qué ser compartido por los responsables políticos del país. Entre una y otra visión existe una diferencia cualitativa muy notable: los primeros son responsables del mayor o menor nivel de riesgo que existe en los balances de los bancos —lo cual, obviamente, es una misión importante pero ciertamente limitada—, mientras que los segundos asumen la responsabilidad de definir un proyecto colectivo que sepa conjugar intereses que no siempre son coincidentes; un modelo de país que quiere formar parte de Europa en un proceso de integración.
Lo trascendente, a efectos de este análisis, no reside en saber que las dos visiones son distintas, sino en comprobar cómo la particular y propia del Banco de España se convertía en postulado político de primer nivel al ser asumida como tal por los responsables del Gobierno español. Aquí está la clave del problema y una demostración más de cómo los postulados «técnicos», arropados con el atributo de la «ortodoxia», se convertían en principios políticos con los que dirigir un país.
Es aquí en donde reside el auténtico poder real de un conjunto de personas que son capaces de conseguir que sus afirmaciones dogmáticas se transformen en modelos políticos de actuación.
Si hubiera existido ese debate siempre nos hubiéramos enfrentado a un problema de medida. Es evidente que hubiera resultado claramente perjudicial para el país en su conjunto que el sistema financiero hubiera asumido riesgos más allá de lo razonable en el proceso de transformación del tejido industrial español. Pero ese no ha sido nunca el tema objeto de discusión. Todo lo que sea excesivo resulta por definición perjudicial. De lo que se trataba era de admitir lo siguiente: España es un país sin capitales suficientes para reconducir el proceso de industrialización y, al mismo tiempo, no puede quedar convertida en una pura sociedad de servicios. Esto supuesto, es necesario contar con la banca para que de manera apropiada y sensata participe en el proyecto, salvo, claro está, que se hubiera llegado a la conclusión de que el proceso de desertización industrial era ya inevitable.
A partir de aquí el problema era técnico, puesto que la definición política ya había sido efectuada: el Estado dispone de mecanismos tributarios para orientar una estrategia empresarial en una dirección determinada. La experiencia vivida estos años demuestra que los bancos españoles se veían penalizados por el mero hecho de disponer de participaciones industriales. Es evidente que resultaba mucho más fácil vender esas participaciones industriales y colocar el dinero en el interbancario. Se produciría el efecto de aumentar a corto plazo la rentabilidad del banco, disminuir riesgos y evitar las penalizaciones que la esotérica legislación bancaria imponía.
Claro que el problema era a quién vender las empresas. Nuestra experiencia demostró lo que pensábamos: resultaba imposible conseguir capitales nacionales dispuestos a arriesgarse con las empresas españolas. Posiblemente no existieran, pero en todo caso, si existían, no estaban dispuestos a asumir el riesgo. El ejemplo del grupo cementero es suficientemente ilustrativo. Como sector, la industria cementera se enfrentaba a un inexorable proceso de concentración. Por ello resultaba imprescindible disponer de unidades mínimas con una cuota de mercado suficiente. Una visión del corto plazo por parte de algunos accionistas familiares del grupo cementero Banesto llevó a la disgregación. El resultado, independientemente de los beneficios que se obtuvieron en esas operaciones, fue muy claro: unidades más pequeñas incapaces de competir a largo plazo. Por tanto, no existía más que una vía; más tarde o más temprano se venderían. Así sucedió, aunque fue un grupo mexicano el que se hizo con el control de una parte sustancial del mercado cementero español.
El ejemplo de Acerinox es igualmente ilustrativo porque se trataba de una empresa bien gestionada, con dimensión suficiente, con una tecnología propia adecuada, capaz de producir beneficios cuando las competidoras europeas estaban registrando cifras importantes de pérdidas. El proceso de venta, al que inexorablemente nos veíamos abocados por las disposiciones legales, demostró que no había capitales españoles dispuestos a adquirir la empresa, ni siquiera a sugerencia de las autoridades económicas. Por tanto, el mismo final anunciado: la venta al exterior como única salida posible a la realidad de nuestro mercado de capitales. Por cierto que cuando la prensa recogió nuestra intención de vender Acerinox, recibí una llamada del ministro de Industria, señor Aranzadi. Me expresó su preocupación por el hecho de que una empresa tan «puntera» pasara a manos extranjeras. Yo le contesté que compartía sus ideas, pero que la presión del Banco de España era constante y que si encontraba empresarios españoles dispuestos a comprar, por nuestra parte estaríamos muy satisfechos con ello, aunque —le dije— creo que va a ser muy difícil. Al final de la conversación le quise dejar constancia de mi posición: yo no soy el ministro de Industria, ni el responsable de la economía de este país. Cuando se pase revista a lo sucedido dentro de algunos años, cada uno tendrá que asumir la responsabilidad de sus propios actos.
Durante estos años la mayor obsesión de los responsables del Banco de España en relación con Banesto era la venta de las empresas industriales. Este era el tema central: conseguir que Banesto se desprendiera de sus empresas industriales. La presión recibida por los gestores del banco en esta dirección era constante y casi diaria. Incluso más: se trataba por parte del Banco de España de conseguir compromisos formales de la gestión de Banesto en el sentido de proceder a la venta de sus empresas no financieras. Posteriormente, en el capítulo referente al acto de intervención de Banesto, aportaré constancia documental de estas afirmaciones que ahora realizo. Al mismo tiempo, desde otras áreas gubernamentales, cada vez que vendíamos una empresa se transmitía la imagen de que estábamos liquidando el «patrimonio histórico» del banco. Con ello se producía el doble juego de exigirnos vender y asumir la imagen inducida de un banco que vende sus principales activos...
Por tanto, como puede comprender el lector, el dogma oficial sobre las relaciones entre la banca y la industria ha tenido sus consecuencias para el futuro industrial de nuestro país. Incluso más: el caso Banesto puede convertirse en el entierro definitivo de un modo de entender el proceso de colaboración de la banca con el desarrollo industrial de un país. Como luego explicaré, Banesto ha sido adjudicado al Banco de Santander. Una de las primeras manifestaciones de los nuevos propietarios ha sido la de proceder a la venta de las empresas que conforman la Corporación Industrial. Poco importa, a estos efectos, que se diga que dicha venta va a llevarse a cabo de «forma ordenada». Lo importante es que con ello se cerrará un capítulo conceptual que intentamos abrir nosotros. Es posible que disminuyan los riesgos en el balance de las entidades financieras. La gran cuestión es el coste que ello puede tener a nivel de país. En todo caso, me queda una esperanza: los ciclos históricos se agotan y es posible que algún día se enfoque el papel de la banca como coadyuvante al proceso de crecimiento económico de una nación.