La idea tiene mayor profundidad de lo que aparenta. Al enunciarla me han venido a la memoria mis discusiones de juventud acerca del concepto de belleza. La producción artística, a lo largo de la historia del hombre sobre la tierra, resiste mal la inclusión en códigos dogmáticos definidores de lo bello. Sin embargo, la tendencia a la búsqueda de parámetros firmes que sean inexorables jueces métricos del arte es casi constante.
Un determinado impulso difícil de definir pretende siempre reconducir a patrones objetivos la creatividad individual, porque el disponer de un patrón con el que juzgar al hombre y su libertad de expresión es siempre tranquilizador para todo «Sistema». No sé si se ajustan a ese patrón los dibujos de Goya, pero presiento que en ellos late una manifestación de repulsa ante los acontecimientos políticos —dominación francesa— que estaba sufriendo nuestro país en aquellos momentos. Supongo que muchos creerán que Van Gogh había roto los patrones cromáticos de la naturaleza con sus pinturas del maravilloso escenario del sur de Francia. Braque, Picasso, Juan Gris son sencillamente una expresión del arte decadente, puesto que el cubismo, en sus distintas versiones, es solo eso: decadencia por no ajustarse al patrón. Nuestra pretensión por tratar de encontrar un canon «ortodoxo» para la belleza lleva a decir a Octavio Paz, en su ensayo de restitución
Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe
, las siguientes palabras:
La dificultad no consiste en comprender que el arte griego y su época están ligados a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad está en saber por qué todavía constituyen, para nosotros, una fuente de goce estético y por qué siguen siendo normas y modelos inalcanzables.
Destaco esa referencia a «normas y modelos» que posiblemente coinciden con el concepto de «canon objetivo de belleza» con el que se pretendía definir los patrones clásicos de la producción artística griega. Evolucionar desde la categoría «canon objetivo de belleza» a la de «canon ortodoxo» no reviste excesivas dificultades. Sin embargo, el efecto producido es de gran trascendencia, puesto que se elimina la posibilidad de la percepción individualizada de la belleza para enmarcarse en la objetivización de un pretendido canon.
Por ello ha resultado tan trascendental para nuestro país que la atribución de «inteligencia» se viera cualitativamente complementada con el aditamento de la «ortodoxia». Lo sorprendente es ver con qué facilidad las clases dominantes y los líderes de opinión aceptaron ese esquema.
La admisión de la «ortodoxia» como atributo inseparable de la «inteligencia» que constituye el Sistema es posiblemente una prueba más de las tendencias autoritarias de fondo de la sociedad española que le impiden organizarse como una auténtica sociedad civil. La inteligencia como atributo admite la posibilidad de que frente a ella exista un razonamiento distinto, susceptible de ser comparado con otro en aras de tratar de descubrir la verdad. Pero
la ortodoxia implicaba que, cualquiera que fuese el razonamiento alternativo, no existía necesidad alguna de conocer si era o no cierto, porque, aun cuando lo fuera, iba a ser anatematizado con el adjetivo de «heterodoxo»
.
¿Qué quería decir «heterodoxo»? Posiblemente nada, pero el vacío intelectual de una sociedad se demuestra cuando está dispuesta a admitir como premisas de actuación y comportamiento significantes de los que ignora profundamente su significado. Chesterton dijo lo siguiente: «Un hombre puede combatir una afirmación con un razonamiento, pero una sana intolerancia es el único modo con que un hombre puede combatir una tendencia».
Este es el punto clave: frente al dogma construido sobre bases tan difusas como la ortodoxia solo cabía una sana intolerancia. Pero la sociedad española no parecía dispuesta a ejercerla. Le resultaba mucho más acorde con el modo de pensar colectivo aceptar la verdad oficial del dogma ortodoxo. Ese término se convertía de esa manera en un
atributo casi mítico de la autoridad.
No creo que exista una diferencia conceptual profunda entre lo que García Pelayo había llamado el concepto mítico de la Corona y la apelación a la ortodoxia como fundamento de la verdad oficial. La legitimidad de la Corona derivaba de su imbricación en lo divino. La legitimidad del razonamiento económico estaba respaldada por su incardinación en lo ortodoxo. Transitamos de Dios a la Razón, pero con el componente mítico necesario. Por eso tiene razón Antonio Maura cuando escribe: «La autoridad es una sugestión espiritual que introduce en el ánimo del súbdito la presunción de la rectitud del acto y nos lo trae a la obediencia».
La «ortodoxia» es, además, un instrumento de enorme potencia en la conservación del poder. Los «ortodoxos» consiguieron cerrar la magnífica escuela que Pitágoras tenía en Samos con el pretexto de que sus herejías atentaban contra el Sistema. Los ortodoxos aplaudieron a Newton cuando descubrió la ley de la gravitación universal, pero nunca supieron que ese hombre recorría Europa en busca de la sustancia capaz de convertir todos los metales en oro. Los ortodoxos negaron durante siglos que fuera la Tierra la que girara alrededor del Sol, e incluso enviaron a la cárcel a Galileo por haber manifestado la «herejía» de la redondez del planeta. Los ortodoxos todavía no han destruido algunos de los mejores monumentos románicos porque, afortunadamente, ignoran la información que contiene la disposición de los edificios, el orden de las piedras y los gestos de las imágenes. Los ortodoxos siguen negando que el hombre es producto de la tierra. Por ello, las investigaciones en el campo de la ingeniería genética tropezarán con la ortodoxia; de hecho, ya ha sucedido: en los proyectos sobre el genoma humano ha surgido la ortodoxia incluso en ambientes autocalificados de progresistas. Los ortodoxos nos dejarán que aprendamos muchas cosas pero no están dispuestos a que sepamos responder científicamente a tres preguntas claves: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Prefieren la definición al análisis y pueden hacerlo porque para ello disponen de la «ortodoxia». Pero ignoran que toda «verdad oficial» ha sido siempre en sus comienzos una «herejía».
Durante años hemos podido comprobar cómo a un profundo y progresivo deterioro de la situación económica española se correspondía una especie de resignación pasiva por parte de las clases dominantes, fundamentada exclusivamente en que, cualesquiera que fueran los efectos derivados de esta política, no había otra alternativa puesto que aquella era la ortodoxa. Las hemerotecas están llenas de artículos firmados por prestigiosos comentaristas que avalan cuanto acabo de afirmar. Pero, incluso desde la mayor de las organizaciones empresariales de nuestro país, se aceptó la política económica gubernamental durante un dilatado período de tiempo con el único argumento de su ortodoxia, hasta que el deterioro fue de tal nivel que no hubo otra alternativa que plantearse el problema en términos empíricos: cualquiera que sea el calificativo que se atribuya en el plano doctrinal a esa política económica, lo cierto es que la ortodoxia está resultando perjudicial. Pero transcurrió mucho tiempo, y estoy seguro de que, si ese sofisma intelectual de la pretendida ortodoxia se hubiera despejado antes, las consecuencias para nuestro país hubieran sido mucho menos graves.
Es posible que existiera, además, otro factor: el tándem BoyerSolchaga representaba el ala «liberal» dentro del socialismo español. Creo sinceramente que la política económica practicada estos años no puede calificarse, sin rubor, de «liberal». Pero lo cierto es que el atributo se asignaba por referencia al polo opuesto: el populismo guerrista. De esta manera, la defensa que algunas personas efectuaban del modelo de la «inteligencia ortodoxa» se basaba en que la alternativa era el populismo. No era cierto. Es posible que esa fuera la alternativa dentro del Partido Socialista, pero existía otra política económica distinta y susceptible de ser implementada, aunque la clase dominante española la rechazaba sencillamente por no ser «ortodoxa».
El primer efecto que se deriva de la atribución de la «ortodoxia» es una cierta actitud negativa del cuerpo social hacia la crítica a la «autoridad». Durante siglos, la sociedad española ha mantenido un continuo silencio ante el poder. En esta fase final del siglo
XX
parecería lógico que fueran recibidas con agrado las voces que venían desde la sociedad, que eran capaces de asumir los riesgos —a todas luces evidentes— que implica aportar ideas críticas sobre las actuaciones y diseños del poder. Pero, una vez más, la existencia de una corriente autoritaria de fondo en la sociedad española provocaba un cierto rechazo y no siempre una valoración positiva de esos comportamientos. Podría pensarse que ello deriva del miedo a enfrentarse al poder, o, menos dramáticamente, de la prudencia necesaria en las relaciones con el poder. Sin embargo, además de ello, no puede ocultarse que existe una especie de respeto mítico hacia la autoridad que, sin duda, es fruto de un largo proceso patológico de fermentación en ambientes que en ningún momento sintieron profundamente el ideal democrático.
Tener que justificar una cierta actitud de crítica constructiva es un signo inequívoco del estado de nuestra sociedad. Hace algún tiempo, la Fundación José Canalejas, dentro de un ciclo de conferencias dedicado a «La Libertad como valor esencial», me invitó a pronunciar unas palabras que dediqué a «La Libertad en el sistema financiero». De esa conferencia entresaco unas líneas que fueron leídas a modo de introducción:
Es muy posible que, desde posiciones más o menos críticas formuladas con un criterio constructivo de contribuir al debate, se esté aportando un acervo cultural más positivo que el que proviene, única y exclusivamente, de la alabanza. Y esto me parece particularmente importante en un momento en el que este país, tanto en lo económico como en lo político, parece preferir la técnica de la descalificación a priori, a la de aportar soluciones constructivas.
En ese párrafo se contienen dos de las ideas básicas que estoy tratando de desarrollar: la necesidad de justificar una crítica constructiva hacia la autoridad y la descalificación a priori de cualquier opinión ajena a la ortodoxia del Sistema. La conferencia fue pronunciada el 24 de enero de 1990. Por tanto, estas reflexiones de hoy tienen su origen hace mucho tiempo.
He reflexionado muchas veces acerca de la reacción de la sociedad española sobre mis críticas al modelo económico implantado por la «inteligencia ortodoxa». Creo que está tan arraigado el respeto por la autoridad en nuestro país, que, en muchos círculos, no sentaban bien. Y no porque fueran miembros del Sistema o simpatizantes con el mismo, sino por ese respeto mítico hacia lo establecido que, además, había sabido rodearse tan hábilmente del atributo de la «ortodoxia».
Una vez investidos de los atributos de la «inteligencia ortodoxa», dado que se había producido la ocupación de los centros de poder capitales del Estado en materia económica —Banco de España y Ministerio de Economía—, recaía sobre ese conjunto de personas la responsabilidad de diseñar un modelo económico para España. Pues bien, uno de los términos más utilizados por la «inteligencia ortodoxa» ha sido la palabra «eficiencia», de manera que el principio de eficiencia, de naturaleza estrictamente técnica, llegó a transformarse en estos años en uno de los principios políticos básicos en la dirección del país. En el altar de la «eficiencia», como expresión plástica global de la «inteligencia ortodoxa», se han sacrificado muchas de las posibilidades reales de cimentar en los años pasados un auténtico crecimiento económico a largo plazo.
Mi preocupación por la elevación de esta palabra al nivel de categoría política existe desde hace tiempo. En el seminario que la Universidad Complutense y el Instituto de Cultura y Ciencia Soviética organizaron en Moscú, en los primeros días de julio de 1991, pronuncié estas palabras:
Por ello es necesario situar al término «eficiencia» en el lugar que le corresponde. Aunque sea una obviedad, la dimensión del término es medial y no final. Es un instrumento al servicio de la consecución de unos fines, pero no un fin en sí mismo.
El fracaso del modelo social construido sobre los pilares del marxismo era ya evidente en aquellas fechas. Su caída reflejaba un triunfo de las ideas sobre el poder político de un modelo esclerotizado. La evidencia de su naufragio económico y social no admitía ninguna duda. Ciertamente, producía una sensación extraña comprobar cómo el mundo libre había permitido que ese sistema subsistiera durante decenas de años con todos los costes que en términos humanos suponía. Varias generaciones de hombres y mujeres no han tenido otra alternativa que vivir, en los confines de Europa y en países inequívocamente europeos, dentro de un sistema que asfixiaba al individuo en el altar de un pretendido bien «colectivo» que nunca llegó a existir.
Pero este es otro asunto. Salvo para algunas minorías ideológicas nostálgicas —que podrían dejar de ser minorías si nos empecinamos en el error—, el fracaso del colectivismo trajo consigo el auge del modelo de economía de mercado, construido sobre la propiedad privada, el beneficio y la competencia, puesto que había demostrado ser el mejor para conseguir el progreso técnico y el desarrollo económico. El hecho era incuestionable y su efecto, sobre todo entre los intelectuales de izquierda, devastador.
Por cierto que a raíz de ese seminario en Moscú se inició algo que ha sido una especie de «verdad oficial» en estos años: mi aproximación a Alfonso Guerra. Se trataba de un seminario para explicar en Moscú —que iniciaba la ruptura con el «viejo modelo»— la experiencia de la transición española. Me pareció una buena idea, aunque, como es obvio, yo no tuve ninguna responsabilidad ni en cuanto a su organización y diseño, ni en lo referente a los ponentes. La presencia de Alfonso Guerra desató las iras de algunos y comenzó la tesis oficial: mi enemistad con el felipismo trataba de ser compensada con el acercamiento a Alfonso Guerra. Incluso he llegado a leer, años después, que un almuerzo que sostuve con Alfonso Guerra y Benegas había sido la gota que había colmado el vaso y motivo determinante para la decisión de Felipe González de intervenir Banesto... Anécdotas al margen, es cierto que en estos años he mantenido en varias ocasiones contactos y conversaciones con Alfonso Guerra y, a la vista de lo que está sucediendo, creo que algunos de nuestros análisis no eran desacertados. Hemos hablado de temas muy importantes que yo no estoy autorizado a desvelar. Independientemente de que mantenemos posiciones ideológicas dispares en varios puntos, me parece una persona capaz de cumplir sus compromisos. Recuerdo que en un encuentro casual, poco después del acto de intervención de Banesto, le comentaba a Alfonso Guerra el intento de comprarme mis acciones. Cuando trataba de explicarle por qué no había vendido, me interrumpió para decirme: «No vendiste porque tú no eres de ellos».