El Sistema (8 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

BOOK: El Sistema
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Los países siempre acaban saliendo adelante y la capacidad de hacerles daño es relativa, pero en todo caso, siendo esto así, ejemplos como el de Argentina, que se ha arrastrado durante décadas sin ser capaz de solucionar sus problemas económicos y sin ofrecer al mundo una imagen de credibilidad cuando las potencialidades reales del país le deberían haber situado en una posición muy distinta, parecía obligado tomarlos en cuenta.

La pregunta es inevitable: ¿ha existido realmente un modelo de país en la mente de quienes han dirigido la política económica en estos últimos años? Sinceramente creo que no ha existido otro distinto de nuestra pertenencia puramente formal al proceso de construcción europea. La aproximación a nuestra problemática era de convergencia nominal: se trataba de identificar una serie de índices macroeconómicos que debíamos cumplir para integrarnos en Europa.

B) ESPAÑA: REGIÓN EUROPEA EN EL PENSAMIENTO DE LA «INTELIGENCIA ORTODOXA»
E
L MODELO TÉCNICO

En consecuencia, uno de los argumentos capitales de la inteligencia ortodoxa a lo largo de estos años ha sido el proceso de integración europea, o, mejor dicho, la posición adoptada por nuestro país ante el mismo. En las páginas precedentes he aludido al papel que Europa jugaba entre muchos ciudadanos como «referente de libertad», lo que contribuyó a dotar al proceso de adhesión de un cierto aspecto mítico de consecución concreta de objetivos abstractos perseguidos —al menos en el plano intelectual— durante muchos años.

Es claro que yo participaba en gran medida de esa situación, aunque solo fuera por razones generacionales. Sin embargo, el modo y forma en que se estaba llevando a cabo el proceso me preocupaban profundamente. Mis primeras reflexiones al particular fueron hechas en la clausura de las Jornadas de Estepona correspondientes al año 1989. Posteriormente, en la conferencia pronunciada ante la Fundación Canalejas y en una ulterior que pronuncié en París, dejé constancia documental de mi posición al respecto; sin embargo, debo reconocer que nunca quise llegar a explicitar hasta sus últimas consecuencias mi propio pensamiento, posiblemente porque se trataba de una materia de alto contenido político y, por consiguiente, se podían producir críticas y reacciones adversas por penetrar en un terreno que, teóricamente al menos, no era el mío.

Eran dos los aspectos fundamentales sobre los que giraba mi preocupación: primero, me alarmaba ver cómo de un puro concepto mercantilista —Mercado Único— se estaba transitando hacia una auténtica unión política sin que la inmensa mayoría de los españoles se estuviera percatando de la importancia del proceso, y segundo, las diferencias estructurales entre los distintos países europeos podrían traducirse en consecuencias graves para España si no se combinaban adecuadamente los postulados de eficiencia y solidaridad interregional.

Los dos instrumentos básicos que la Comunidad ideó para avanzar en el proceso de construcción europea eran el Sistema Monetario Europeo y la Unión Monetaria Europea. El primero parecía concebido, según la tesis oficial, como un paso previo para alcanzar el segundo. La entrada de la peseta en el Sistema Monetario Europeo se produce en junio de 1989. Recuerdo que, al día siguiente, iba a celebrarse una Junta General de Accionistas de Banesto. Yo había preparado, con la colaboración de Paulina Beato y Antonio Torrero, unas reflexiones acerca de los problemas que se derivarían de que el Gobierno español tomara tal decisión, tanto por el momento temporal en el que se adoptaba como por el tipo de cambio de la peseta. La decisión nos sorprendió a todos. Una vez adoptada parecería un tanto impertinente que, al día siguiente, se efectuara una crítica profunda. Por eso decidimos eliminar del discurso las páginas que le habíamos dedicado y esperar un poco.

La ocasión se presentó en ese mismo año 1989 con motivo de las Jornadas de Banesto en Estepona. El Sistema había proclamado el acierto de España al decidir la entrada de la peseta en el Sistema Monetario Europeo. Mis reticencias venían derivadas del hecho de que el funcionamiento del SME no era perfecto ni igual de beneficioso para todos sus miembros. Por eso, en el marco antes aludido, pronuncié las siguientes palabras:

Sin embargo, yo creo que es objetivo reconocer que de forma simultánea a todos estos beneficios, la evolución de otras variables de la economía real de los países integrantes del Sistema no ha sido todo lo satisfactoria que hubiera sido deseable, porque el Sistema ha funcionado de una manera asimétrica y escasamente cooperativa, con una estructura en la que Alemania, país con mayor credibilidad antiinflacionista de todos los que lo componen, ha fijado prácticamente de manera unilateral su política monetaria y el resto de los países ha importado esa política a través del mantenimiento del valor de su moneda.

En esta argumentación comenzaba a esbozarse un razonamiento que se iría explicitando con el paso del tiempo. Porque una cosa es conseguir una estabilidad cambiaria y otra muy distinta que eso signifique evolución paralela en los indicadores de la economía real. Y así, cuando me refería al comportamiento no satisfactorio de «otras variables de la economía real» estaba queriendo decir que el valor de la moneda se corresponde con un plano formal, monetario, pero a lo que realmente tenemos que atender es a la evolución real de una economía. Incluso se esbozaba algo ya claro para algunos: que el resto de los países distintos a Alemania estaban soportando las consecuencias de la política de este país mediante el mantenimiento de valores altos de sus monedas. Este punto iba a ser expuesto con toda claridad en 1990 y 1991 en el mismo escenario.

Pero, hasta entonces, nadie dudaba de la bondad del SME, hasta el extremo de que su «correcto» funcionamiento engendró la idea de caminar hacia la Unión Monetaria. No se trataba ya de conseguir un mecanismo que permitiera la estabilidad entre las divisas europeas, sino, además, de crear una única moneda europea con un único Banco Central Europeo. Ello planteaba interrogantes políticos de primera magnitud. Pues si la integración en el Sistema Monetario podía causar serios problemas a las economías más débiles, como era el caso de la española,
la adopción de una moneda única, sin que hubiera existido previamente un acercamiento real entre las economías de los países afectados, nos podía llevar a una posición de marginalidad en Europa con características casi estructurales.

Cuando se firmó en 1985 el Acta Única, el objetivo primordial era la culminación del mercado interior, es decir, la desaparición de todas las restricciones sobre la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales dentro del entorno europeo. Parecía que el Sistema Monetario Europeo funcionaba suficientemente bien para contribuir a esta finalidad. En aquellos momentos, la Unión Monetaria y la moneda única no solo no eran un objetivo inmediato sino que me atrevo a decir que tenían atribuida una importancia secundaria.

Sin embargo, entre 1985 y 1990 esta situación se alteró y comenzó a surgir el apresuramiento por la moneda única. El Informe Delors explicitó con toda claridad que el objetivo último no era el mercado interior sino, además, una sola moneda común para todos los Estados miembros y que esto, a su vez, implicaba la creación de una autoridad monetaria común. Si bien es verdad que el enfoque del informe era gradual, previendo distintas etapas, lo cierto es que se percibía en el ambiente una especie de sensación de urgencia, de prisa, de inmediatez, como si hubiera que transitar por esas etapas con gran velocidad para alcanzar el objetivo final a la máxima urgencia.

En 1988, después del fracaso de la opa del Bilbao, acudí a visitar al presidente del Gobierno, Felipe González, con los miembros del Consejo de Administración que habían sido nombrados el 16 de diciembre de 1987, momento en el que asumí la presidencia de Banesto. Por cierto que siempre se especuló con el hecho de que la designación de Juan Belloso, Paulina Beato y Antonio Torrero era un intento de aproximación al Gobierno, dada su «proximidad ideológica» con el Partido Socialista. Es rotundamente falso. Ni siquiera sabía en qué partido político militaban estas tres personas, ni me hubiera parecido razonable preguntarlo. Pues bien, en aquella reunión hablamos, entre otros temas, del proyecto europeo. Felipe González se manifestó extraordinariamente convencido del modelo de moneda única, e, incluso, llegó a afirmar que tendríamos moneda europea en un plazo de dos años. La realidad, poco a poco, ha ido moderando estas convicciones, pero todavía en 1991 se seguía hablando de 1997 como fecha definitiva para la implantación de la moneda común.

Algunas personas abordaron el problema de la creación de una única moneda europea afirmando que se trataba de una cuestión de «soberanía». Es decir, renunciar a nuestra moneda —la peseta— significaba afectar a un punto esencial de la soberanía nacional de España. En cierta medida es así, y en el apartado siguiente haré referencia a ello. Pero la crítica a la urgencia en la adopción de dicha moneda única venía construida sobre dos factores: primero, porque el sistema de moneda única implica un
compromiso irreversible,
es decir, un modelo del que ya no se puede volver atrás, que no admite modificaciones como las teóricamente viables en el Sistema Monetario. Ciertamente, los más ortodoxos creían que el Sistema Monetario iba a persistir en su estructura original, es decir, que en ningún caso admitieron que podían producirse terremotos como los que se vivieron en 1993. En cambio, a quienes creíamos que la artificialidad siempre acaba surgiendo a la luz y sentíamos preocupación por el futuro del Sistema Monetario Europeo no nos parecía sensato que en aquellas circunstancias se caminara hacia un modelo de mayor irreversibilidad. ¿Qué habría sucedido si, cuando estalla la crisis del Sistema Monetario Europeo, ya se hubiera implantado una moneda única? ¿Cuáles habrían sido las consecuencias para la economía española?

Además, existía otro factor: un sistema con una moneda única no toleraría políticas fiscales muy divergentes entre los distintos Estados. Por ello, los distintos Gobiernos se verían forzados a limitar sus déficits presupuestarios. Aunque parezca difícil de creer, algunos sostuvieron oficialmente, desde el corazón de la inteligencia ortodoxa, es decir, desde el Banco de España, que esta limitación debía ser contemplada positivamente, afirmando que, dado que España se había demostrado incapaz de mantener una política fiscal «ortodoxa», era necesario integrarnos en Europa a toda costa porque de esta forma la decisión sobre nuestros presupuestos se tomaría en Bruselas, en donde sí existían personas capaces de hacer las cosas correctamente. Es algo así como reconocer la incapacidad estructural de un país para gobernarse adecuadamente. Se estaba llegando a afirmar «que nos gobiernen ellos», aunque referido al ámbito de lo monetario y fiscal.

Resulta, sin embargo, evidente que la imposibilidad de un Estado de llevar a cabo una política monetaria y fiscal con una mínima autonomía implica la incapacidad de ese Estado de absorber las perturbaciones internas o externas de su economía nacional. Si en un determinado país se produce, por ejemplo, una explosión de costes provocada por alzas inmoderadas en los salarios, el resultado sería un aumento del paro sin los beneficios adicionales del desempleo. Por ejemplo, si alguien cree que la inversión pública puede ser, manejada prudentemente, un instrumento adecuado para fomentar la productividad, la moneda única podría significar que los Estados que más lo necesitaran no pudieran disponer de este mecanismo. Y, teniendo en cuenta que la economía española era una de las más débiles de Europa, estos argumentos me parecían muy sensibles, por lo que en el caso de nuestro país renunciar a la autonomía fiscal y monetaria sin exigir nada a cambio me parecía una postura poco razonable.

De nuevo surgía el principio de eficiencia. El razonamiento parecía ser del siguiente tenor: integrémonos en Europa, logremos una moneda única, que las empresas se ajusten para alcanzar competitividad y que el mercado discipline el resultado final entre todos los países europeos. Frente a esta postura estaba, a mi juicio, la evidencia de que
el mercado no siempre iba a garantizar la asignación más eficaz de los recursos dentro de la Comunidad o Unión Europea
. Hay dos casos muy sintomáticos que indico a continuación.

El primero de ellos está relacionado con lo que se llaman economías de escala o, si se prefiere, rendimientos crecientes como los que se observan en determinadas industrias (química, hierro y acero, petróleo y productos petrolíferos, entre otros). Hay un principio muy claro: si una determinada industria tiene rendimientos crecientes, en la que los costes unitarios son más reducidos a medida que es más elevada la escala de producción, su tendencia, como es lógico, es a concentrarse en una o pocas instalaciones. También es claro que si esas economías de escala son lo suficientemente grandes, poco importa dónde se localicen esas instalaciones. Por tanto, el mercado no distribuye la producción. Lo único que indica es que esta debe estar lo más concentrada posible. En consecuencia, para economías periféricas la aplicación práctica del principio puede provocar efectos irreversibles:
la concentración de la producción podría efectuarse fuera de ellas, condenándolas a un proceso de desertización industrial muy profundo.
Esta es la razón por la que se observa que algunos Estados y regiones ofrecen incentivos financieros o tributarios para conseguir que determinadas industrias se localicen en sus territorios. Pero si existe uniformidad a nivel de la Unión es muy difícil que esos incentivos subsistan, con lo que el efecto descrito podría producirse plenamente.

El segundo ejemplo afecta a las inversiones en infraestructura, sobre todo en transporte. Es lógico que este tipo de inversiones se financien con fondos públicos, por lo que para emprenderlas tiene que existir «espacio presupuestario», es decir, que el presupuesto del sector público contenga las previsiones necesarias. Si todos los Estados de la Unión Europea tuvieran un tratamiento uniforme, se produciría el efecto de que solo los países más ricos tendrían el presupuesto suficiente para abordar tales inversiones, o, al menos, tendrían más presupuesto que los países más pobres, cuando es evidente que estos últimos tienen menor productividad y también lo es que las inversiones en infraestructuras de transporte afectan de modo directo a la productividad de la economía. Con ello se creaba un círculo vicioso de muy difícil solución. Se llegaría al absurdo de que Alemania tendría capacidad para construir nuevas autopistas cuando ya no le son imprescindibles, y España o Grecia no podrían cuando son estrictamente necesarias.

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