Curiosamente, el reflejo que aquel encuentro tuvo en algunos sectores de la opinión española no fue el de iniciar una reflexión sobre un problema tan capital. Lo que interesó a algunos era una cuestión mucho más accidental: si eso significaba o no un intento de penetrar en política. Se dijo que había almorzado a solas con el Papa. Se escribió que ese encuentro y la cita personal efectuada por Juan Pablo II significaban un reconocimiento del Vaticano a mi intención de penetrar en política... La tradición autoritaria española y la falta de una auténtica sociedad civil seguían provocando el efecto de que cualquier persona que desde la sociedad inicia un debate serio sobre problemas que nos afectan a todos merece el juicio social de querer dedicarse a la política. Obviamente, no era esa la intención en aquellos momentos, pero el tratamiento del encuentro en clave de intenciones políticas personales fue, para algunos, lo más importante de lo sucedido.
En las páginas anteriores he pretendido demostrar que un conjunto de personas consiguieron de la sociedad española el monopolio de la «inteligencia», sobre todo en la formulación de doctrinas económicas. En un estadio ulterior, a esa atribución se le añadió el principio de la «ortodoxia». Con ambos —«inteligencia» y «ortodoxia»—, sus postulados político-económicos comenzaron a hacerse inatacables y ello trajo la consecuencia de que determinados principios técnicos pasaban a convertirse en postulados políticos de primer nivel al ser aceptados como tales por las áreas políticas responsables del Gobierno de España.
Además de poseer el monopolio de la inteligencia y el privilegio de la ortodoxia, ese conjunto de personas tenían un dominio efectivo sobre las áreas claves del poder político-económico. Es decir, no solo eran capaces de producir ideas a las que se les daba los anteriores atributos, sino que podían transformar esas ideas en normas y en actos administrativos. El dominio del aparato del Estado, en cuanto capacidad de imponer algo obligatoriamente, unido al atributo de lo «ortodoxo», creaba un poder de indiscutible fuerza.
Por ello, la existencia de un poder económico privado en España tenía una enorme importancia. Ante todo, porque ese poder, de haber adquirido suficiente entidad, hubiera podido intentar la creación de centros de inteligencia paralelos que permitieran la discusión de los modelos económicos. Pero, sobre todo, razonando en términos de poder, un poder efectivo del sector privado español hubiera funcionado como una especie de contrapeso al que desarrollaban los detentadores del dogma.
Ciertamente, el poder político dispone de mecanismos coercitivos, pero no cabe duda de que, incluso dentro de nuestro modelo español, la existencia de un verdadero poder económico privado hubiera creado dificultades importantes a un proceso de excesivo dominio sobre el conjunto de la sociedad.
En un momento de recuperación del valor social de la iniciativa privada, básicamente como consecuencia del ostentoso fracaso de los modelos «estatalistas», los empresarios disponían de una nueva legitimación social que, al menos en nuestro país, era desconocida en la historia reciente. Ello les hubiera permitido disponer de una fuerza distinta a la que históricamente se les había atribuido, y el haberla utilizado para compensar la influencia social del sector público dominado por la «inteligencia ortodoxa» hubiera sido un servicio positivo a nuestro país. Sin duda, también para la propia clase empresarial, pero, desde luego, para España.
Pero mi experiencia de estos años me demuestra inequívocamente una cosa: ese poder económico privado sencillamente no existe. Las empresas privadas, financieras o no, que teóricamente responden a la filosofía del sector privado, se encuentran imbricadas en el Sistema, de forma que su capacidad de maniobra para actuar conforme a los principios del sector privado es realmente escasa. Obviamente me estoy refiriendo a
las grandes unidades empresariales privadas
y no al tejido creado por las
pequeñas y medianas empresas,
que, afortunadamente, sigue respondiendo a los esquemas de empresas privadas en sentido estricto, aunque hay que reconocer que su poder real es limitado. Por ello, al hablar de
poder económico privado en España
me refiero, insisto, a las grandes unidades empresariales, y en ellas se centra la idea de que el llamado poder económico privado no existe como poder independiente en nuestro país. Esta es la tesis que voy a desarrollar en las páginas que siguen. La importancia de la misma es, a mi juicio, muy elevada, porque demuestra que el Sistema disponía de la inteligencia, la ortodoxia, el aparato del Estado y el dominio efectivo de las piezas fundamentales del poder económico privado. Un modelo de esta naturaleza reclamaba, sin duda, una reafirmación de la sociedad civil frente al Estado y ello debía comenzar por el punto más sensible y efectivo: la capacidad de utilizar el poder económico privado al servicio de esta idea básica.
Una de las experiencias que me han impactado en estos años es el hecho de que en nuestro país se haya instalado una especie de fascinación por todo lo referente al mundo financiero, en contraposición con el industrial. El mundo de la banca ejercía esa fascinación sobre los empresarios del sector real, que se autoatribuían un papel de segundo orden dentro de la escala de valores de la actividad económica. Parecía como si la actividad económica privada estuviera jerarquizada de forma que todo lo referente al sector financiero tuviera preferencia sobre el mundo industrial.
En mi etapa en el sector industrial, fundamentalmente centrada en la industria farmacéutica, tuve la ocasión de comprobar personalmente la veracidad de este principio. Curiosamente, por referirme a mi caso concreto, el triunfo en la gestión de una empresa industrial de tamaño medio —como era el caso de Antibióticos, S. A.— desembocaría en la toma de participación en alguno de los grandes bancos españoles, con el propósito de alcanzar algún puesto en los consejos de administración de la banca privada. Esto sucedía en el año 1984, por lo que se trata de una idea vieja, ajena, desde luego, a lo que posteriormente llamaré proceso de renovación económica.
El haber diseñado una estrategia empresarial adecuada, el haber sido capaz de multiplicar los beneficios y conseguir una expansión internacional significativa —dentro de los límites que permite el tamaño de las empresas españolas—, el haber hecho posible un prestigio internacional que llevó a otros grupos más potentes a interesarse por la empresa, todo ello no se medía en sí mismo, sino en función de que aquella gestión exitosa ofrecía a sus autores la oportunidad de alcanzar un puesto en el Consejo de Administración de uno de los grandes bancos privados españoles.
No parece lógico que fuera así. El mundo industrial debe tener sus propios parámetros para medir el éxito o el fracaso. Lo curioso es que esos parámetros demostraban que el éxito en el mundo industrial se alcanzaba cuando los resultados positivos obtenidos en él se invertían para alcanzar una posición en el ámbito financiero. Ello no podía ser más que el resultado de ese mecanismo de fascinación que, a su vez, era el efecto derivado de una atribución de mayor jerarquía subjetiva que los empresarios del sector real concedían al sector financiero.
Esta caracterización era bastante peculiar y privativa de España. Mi experiencia en Italia me demostraba que la situación en ese país era radicalmente distinta. La banca italiana, en cuanto proyecto empresarial, no provocaba fascinación en los industriales italianos. Es muy posible que ello fuera debido a que la gran mayoría de los bancos eran de titularidad pública y en muchas ocasiones sus máximos representantes eran personas provenientes del mundo de la política.
En Italia, la notoriedad y la admiración la recibían aquellos que dedicaban sus esfuerzos al mundo industrial, y posiblemente por ello ese país fue capaz de producir unos nombres que alcanzaron dimensión internacional en el mundo de la economía real. Recuerdo mis conversaciones con Raul Gardini al respecto: él no entendía demasiado bien que en España se acogiera con tanto entusiasmo la figura de los banqueros y se restara importancia a los empresarios reales. Él mismo produjo en el seno de sus negocios una transformación radical: quiso transitar desde la posición de comercializador de materias primas a la de productor, a la de empresario del sector químico, con un proyecto ciertamente ambicioso que determinadas circunstancias hicieron fracasar de forma ostensible.
En algunas ocasiones ha venido a mi mente la siguiente reflexión: Raul Gardini trató de crear, con el Estado, un gran conglomerado industrial en el sector químico. El proyecto fracasó, según me contó el propio Gardini, por la influencia de los políticos. Raul Gardini se suicidó o al menos esa fue la versión oficial de los hechos. Poco tiempo después de ese gran fracaso, el Sistema italiano entraba en descomposición...
En suma, la lucha por el poder económico en Italia se desarrollaba dentro del sector industrial. Se trataba de conseguir el mayor y más potente conjunto de empresas industriales, porque existía el convencimiento de que eso era lo realmente importante para un país. La banca cumplía una misión puramente instrumental: proporcionar los recursos necesarios para financiar las actividades productivas. La potencia de una nación se mide, en la opinión de aquellas personas, en la realidad de su tejido industrial.
Ciertamente, la dimensión, la potencia, la notoriedad, el grado de internacionalización de la industria italiana nada tenían que ver con los nuestros. En todo caso, la consideración popular se dirigía hacia los grandes «patronos» industriales y no hacia los banqueros. Es posible que una de las razones del escaso grado de desarrollo de nuestro tejido industrial se encuentre, precisamente, en la fascinación que tenemos en nuestro país, sin duda de forma exagerada, hacia la actividad financiera.
Cuando hablo de «fascinación» por lo financiero no me estoy refiriendo a popularidad de los banqueros. Todas las encuestas demuestran el escaso conocimiento que la gran mayoría de los españoles tenía respecto de las personas que ocupaban los puestos directivos en la gran banca española, al menos hasta que los medios de comunicación social se ocuparon de la famosa opa del Banco de Bilbao sobre Banesto. En este sentido, la fascinación por lo financiero es una característica de la sociedad española dedicada al mundo de los negocios.
Dicho de otra manera: son los propios empresarios los que atribuyen a los banqueros una mayor jerarquía en la graduación de la importancia de las actividades económicas del sector privado. Por el contrario, como antes razonaba, en Italia la situación es exactamente la inversa. El resultado es obvio: Italia dispone de líderes industriales con grupos internacionalizados, y en España lo único importante, medido en términos de país, son los grandes bancos «privados».
Porque hay un hecho evidente: en nuestro país no existen grandes grupos industriales. Es difícil saber si esta carencia se debe a la fascinación por lo financiero o esto último es el resultado de la inexistencia de aquellos. Pero, en todo caso, el hecho permanece: la pobreza de nuestro tejido industrial es evidente. En un trabajo titulado
Los grandes grupos industriales europeos
, Rafael Myro y María José Yagüe realizan un inventario de los grandes grupos industriales en Europa. Pues bien, del total de 130 grupos europeos, los españoles que aparecen en la lista son los siguientes: Campsa, Tabacalera, Empresa Nacional Bazán, Construcciones y Auxiliar de Ferrocarriles y Alcudia.
El hecho de que nuestros representantes en esos grandes grupos industriales europeos sean dos monopolios, dos empresas públicas y una de construcción de materiales ferroviarios, no solo constata la veracidad del aserto, sino que nos debía haber llevado a una reflexión muy profunda sobre nuestro modelo de país. Era evidente —y me parece que sigue siéndolo— que si queríamos jugar algún papel de importancia en el concierto europeo teníamos que trabajar por la creación de grupos industriales competitivos capaces de dar la réplica en Europa. Pero en el capítulo anterior describía la posición de la «inteligencia ortodoxa» a este respecto. Si a ello sumamos el efecto de fascinación por lo financiero perceptible en la clase empresarial española, el resultado de devastación industrial de España no podía resultar extraño a nadie. Precisamente por ello, razoné en páginas anteriores acerca de la necesidad de utilizar adecuadamente la palanca financiera para el impulso industrial.
Es difícil identificar las causas de nuestra situación, conocer por qué nuestro desarrollo industrial ha sido más tardío, más débil y mucho menos autónomo e internacionalizado que el de otros países occidentales. Un historiador americano, James Gregor, en un estudio denominado
Fascismo y desarrollo progresivo de las dictaduras,
ha expuesto una tesis que quizá pudiera arrojar alguna luz sobre nuestro pasado reciente.
Sostiene Gregor que las dictaduras en el siglo
XX
han surgido frecuentemente como un intento de desarrollar a las sociedades desde el poder, basándose en que la sociedad en general, y más concretamente su clase empresarial, ha fracasado en el intento de crear riqueza sin la intervención del Estado. De hecho, la dictadura del general Primo de Rivera tenía un carácter marcadamente desarrollista, y la propia dictadura de Franco estuvo construida sobre una posición del dictador en la que siempre se manifestaba una retórica en contra de la incompetencia del empresariado español.
Conviene retener esta idea porque tiene indudable importancia: es la inexistencia de una clase empresarial fuerte, capaz de poner en marcha proyectos empresariales rentables en un entorno competitivo, la que lleva al impulso del Estado, a la intervención del Estado como motor de la economía, y esta idea puede justificar la aparición de las dictaduras, puesto que, medida en términos de eficiencia, en un plano estrictamente tecnocrático, un modelo dictatorial puede resultar más «eficiente» para impulsar el desarrollo de un país, para estimular a sus empresarios, dado que se asume como punto de partida que estos son incapaces de hacerlo por sí mismos.