El sindicato de policía Yiddish (2 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—A mí me lo cuenta —dice Landsman.

Y llama para despertar a su compañero, Berko Shemets.

—Detective Shemets —dice Landsman por su teléfono móvil, un
shoyfer
AT del departamento—. Soy su compañero.

—Te supliqué que no volvieras a hacer esto, Meyer —dice Berko. No hace falta decir que a él también le faltan ocho horas para su siguiente turno.

—Tienes derecho a estar enfadado —dice Landsman—. Simplemente he pensado que podía ser que todavía estuvieras despierto.


Estaba
despierto.

A diferencia de Landsman, Berko Shemets no se ha cargado por completo su matrimonio ni su vida personal. Todas las noches duerme en los brazos de su excelente esposa, cuyo amor por él es merecido, correspondido y apreciado por su marido, un hombre inquebrantable que nunca le ha dado ninguna razón para la tristeza o la alarma.

—Mal rayo te parta, Meyer —dice Berko, y luego, en americano—: Maldita sea.

—Tengo lo que parece un homicidio aquí en mi hotel —dice Landsman—. Un residente. Un solo disparo en la nuca. Silenciado con una almohada. Muy limpio.

—Un asesinato por encargo.

—Esa es la única razón por la que te estoy molestando. La naturaleza inusual de la muerte.

Sitka, con una población de tres coma dos millones de personas por toda la franja alargada y desigual de su área metropolitana, tiene una media de setenta y cinco homicidios por año. Unos cuantos están relacionados con las bandas:
shtarkers
rusos que se ejecutan entre ellos en estilo libre. El resto de los homicidios de Sitka son lo que se llama crímenes pasionales, que es una forma concisa de expresar el producto matemático del alcohol y las armas de fuego. Las ejecuciones a sangre fría son tan escasas como difíciles de borrar de la enorme pizarra de la sala de la brigada, que es donde se lleva la cuenta de los casos abiertos.

—Estás fuera de servicio, Meyer. Da el aviso. Pásaselo a Tabatchnik y a Karpas.

Tabatchnik y Karpas, los otros dos detectives que componen la Brigada B de la sección de Homicidios de la policía del distrito, comisaría de Sitka, son quienes hacen el turno de noche este mes. Landsman tiene que reconocer que no le desagrada la idea de dejar que esta paloma se cague en los sombreros de ellos.

—Bueno, lo haría —dice Landsman—, pero es que es el sitio donde yo vivo.

—¿Lo conocías? —dice Berko suavizando el tono.

—No —dice Landsman—. No conocía al
yid
.

Aparta la mirada de la extensión pálida y pecosa del muerto que está tumbado en la cama abatible. A veces no puede evitar sentir lástima por ellos, pero es mejor no coger la costumbre.

—Mira —dice Landsman—, tú vuélvete a la cama. Hablaremos de ello mañana. Siento haberte molestado. Buenas noches. Dile a Ester-Malke que lo siento.

—Pareces un poco raro, Meyer —dice Berko—. ¿Estás bien?

En los últimos meses Landsman ha hecho una serie de llamadas a su compañero a horas intempestivas, despotricando y divagando en un dialecto alcohólico de profunda pena. Hace dos años que abandonó su matrimonio, y en abril pasado su hermana pequeña estrelló su avioneta Piper Super Cub en la ladera del monte Dunkelblum, arriba en los bosques. Pero ahora Landsman no está pensando en la muerte de Naomi, ni tampoco en la vergüenza de su divorcio. Lo que lo ha dejado hecho polvo es una visión en la que está sentado en la sala de estar mugrienta del hotel Zamenhof, en un sofá que alguna vez fue blanco, jugando al ajedrez con Emanuel Lasker, o como sea que se llamara en realidad. Despojándose del poco resplandor que les queda en compañía del otro y escuchando el dulce tintineo de los cristales rotos de su interior. El hecho de que Landsman aborrezca el ajedrez no hace que la imagen resulte menos conmovedora.

—El tipo jugaba al ajedrez, Berko. Yo no lo sabía. Eso es todo.

—Por favor —dice Berko—. Por favor, Meyer, te lo suplico, no te pongas a lloriquear.

—Estoy bien —dice Landsman—. Buenas noches.

Landsman llama a la centralita para asignarse a sí mismo como detective principal en el caso Lasker. Otro homicidio de mierda no va a hacerle ningún daño especial a su tasa de éxitos como detective jefe. Y tampoco es que importe. El primero de febrero, la soberanía sobre todo el distrito federal de Sitka, un paréntesis torcido de costa rocosa que discurre por las riberas occidentales de las islas de Baranof y Chichagof, será devuelta al estado de Alaska. La policía del distrito, a la que Landsman ha dedicado su pellejo, cabeza y alma durante veinte años, será disuelta. No está nada claro que ni Landsman ni Berko Shemets ni nadie más vayan a conservar sus trabajos. No hay nada claro sobre la inminente Revocación, y es por eso que corren tiempos extraños para ser judío.

2

Mientras espera a que aparezca el
latke
de guardia, Landsman se dedica a llamar a puertas. Esta noche la mayoría de los ocupantes del Zamenhof están fuera, en cuerpo o en mente, y a juzgar por lo que les saca al resto, es como si estuviera llamando a puertas en la escuela Hirshkovits para sordos. Son una pandilla de
yids
nerviosos, medio atontados, malolientes y malhumorados, los residentes del hotel Zamenhof, pero esta noche ninguno de ellos parece más trastornado de lo normal. Y ninguno de ellos le parece a Landsman la clase de persona que le pone una pistola de calibre grande contra la base del cráneo a un hombre y lo mata a sangre fría.

—Estoy perdiendo el tiempo con estos fuleros —le dice Landsman a Tenenboym—. ¿Y está seguro de que no ha visto nada ni a nadie fuera de lo común?

—Lo siento, detective.

—Usted también es un fulero, Tenenboym.

—No discuto la acusación.

—¿La puerta de servicio?

—La estaban usando traficantes —dice Tenenboym—. Le tuvimos que poner una alarma. Yo la habría oído.

Landsman hace que Tenenboym telefonee al encargado de día y al tipo de los fines de semana, que están repantingados en sus camas. Ambos caballeros se muestran de acuerdo con Tenenboym en que, por lo que ellos saben, nadie ha llamado al muerto ni ha preguntado por él. Nunca. Ni una sola vez durante su estancia en el Zamenhof. Ni visitas, ni amigos, ni siquiera el chaval que hace el reparto a domicilio de Pearl of Manila. Así pues, piensa Landsman, hay una diferencia entre Lasker y él: Landsman recibe visitas ocasionales de Romel, que le trae una bolsa de papel marrón de
lumpia
.

—Voy a comprobar el tejado —dice Landsman—. No deje salir a nadie y llámeme cuando el
latke
decida aparecer.

Landsman va en
elevatoro
hasta el octavo piso y sube pisando fuerte un tramo de escaleras de cemento con reborde de acero que llevan al tejado del Zamenhof. Recorre el perímetro, mirando el tejado del Blackpool que está al otro lado de la calle Max Nordau. Observa las estructuras vecinas seis o siete pisos más bajas que hay más allá de las cornisas norte, este y sur. La noche es una mancha de color naranja por encima de Sitka, un compuesto de niebla y de la luz de las farolas de vapor de sodio. Igual de traslúcida que las cebollas cocinadas en grasa de pollo. Las lámparas de los judíos se extienden desde la ladera del monte Edgecumbe al oeste, por las setenta y dos islas artificiales del estrecho, a través del Shvartsn-Yam, el cabo de Halibut, South Sitka y del Nachtasyl, a través del Harkavy y del Untershtat, antes de ser apagadas al este por la cordillera de Baranof. En la isla de Oysshtelung, la baliza que hay en la punta del Imperdible —el único superviviente de la Exposición Universal— emite su advertencia intermitente a los aviones o a los
yids
. Landsman puede oler los despojos de pescado de las plantas de enlatado, la grasa de las freidoras del Pearl of Manila, la humareda de los taxis y un aroma embriagador de sombreros recién hechos procedente de la Fábrica de Fieltro Grinspoon que hay a dos manzanas.

—Se está bien allí arriba —dice Landsman cuando vuelve a bajar al vestíbulo, con su encanto de ceniceros, sus sofás amarillentos, las sillas llenas de cicatrices y las mesas en las que a veces se ve a un par de residentes del hotel matando una hora con una partida de pinocle—. Tendría que subir más a menudo.

—¿Qué hay del sótano? —dice Tenenboym—. ¿Va a echar un vistazo allí abajo?

—El sótano —dice Landsman, y el corazón le traza un repentino movimiento de caballo de ajedrez en el pecho—. Supongo que debería.

Landsman es un tipo duro, a su manera, con tendencia a hacer apuestas arriesgadas. Lo han llamado tipo duro e insensato, lo han llamado
momzer
y chiflado hijo de puta. Se ha enfrentado a
shtarkers
y a psicópatas, le han disparado, le han dado palizas, lo han congelado y lo han quemado. Ha perseguido a sospechosos entre murallas centelleantes de tiroteos urbanos y en las profundidades de bosques infestados de osos. Alturas, multitudes, serpientes, casas en llamas, perros entrenados para odiar el olor de los policías, todo se lo ha quitado de encima sin esfuerzo o bien ha actuado pese a ello. Pero cuando se encuentra a sí mismo en espacios sin luz o cerrados, algo en el alma animal de Meyer Landsman se retuerce. Solo lo sabe su ex mujer, pero el detective Meyer Landsman le tiene miedo a la oscuridad.

—¿Quiere que vaya con usted? —dice Tenenboym en tono brusco, aunque nunca se sabe con una vieja verdulera sensible como Tenenboym.

Landsman finge que se burla de la oferta.

—Limítese a darme una maldita linterna —dice.

El sótano exhala su aliento de alcanfor, aceite de calefacción y polvo frío. Landsman tira de un cordel que enciende una bombilla desnuda, contiene la respiración y baja.

Al pie de las escaleras, pasa por la sala de artículos perdidos, revestida de tableros de madera y amueblada con estanterías y chiribitiles que albergan los millares de objetos abandonados u olvidados en el hotel. Zapatos desparejados, gorros de piel, una trompeta, un zepelín a cuerda. Una colección de cilindros de cera para gramófono que contienen toda la producción grabada de la Orquesta Orfeón de Estambul. Un hacha de leñador, dos bicicletas, un puente dental dentro de un vaso de hotel. Pelucas, bastones, un ojo de cristal, manos de muestra dejadas allí por un vendedor de maniquíes. Libros de oraciones, chales para rezar dentro de sus bolsas de terciopelo con cremallera, un ídolo extravagante con cuerpo de bebé gordezuelo y cabeza de elefante. Hay un cajón de refrescos de madera lleno de llaves, otro con todos los utensilios de peluquería habidos y por haber, desde planchas hasta rizadores de pestañas. Fotografías enmarcadas de familias en tiempos mejores. Un críptico artefacto de goma retorcida que podría ser un juguete sexual, un artilugio anticonceptivo o el secreto patentado de una prenda íntima. Algún
yid
incluso se dejó en el hotel una marta disecada, estilizada y sonriente, con unos ojos de cristal que son como goterones endurecidos de tinta.

Landsman hurga en el cajón de las llaves con un lápiz. Mira dentro de todos los sombreros y manosea el espacio de las estanterías que queda detrás de los libros en edición de bolsillo. Oye su propio corazón y huele su propio aliento de aldehído, y al cabo de unos minutos de silencio, el sonido de la sangre en sus oídos empieza a recordarle a alguien que habla. Mira detrás de las cisternas de agua caliente, que están sujetas entre sí con correas de acero como camaradas en una aventura condenada al fracaso.

Después le llega el turno a la lavandería. Cuando tira del cordel de la luz, no pasa nada. La oscuridad allí dentro es diez grados más profunda, y a la vista no hay nada más que paredes vacías, cables de conexión cortados y agujeros para desaguar en el suelo. Hace años que el Zamenhof no lava su ropa. Landsman mira los agujeros de desaguar y la oscuridad que ve dentro de ellos es densa y aceitosa. Después nota un revoloteo, un gusano, en el vientre. Flexiona los dedos y hace crujir los huesos del cuello. En la otra punta de la lavandería, una puerta compuesta de tres tablones sujetos por un cuarto tablón clavado en diagonal sella una trampilla baja. La puerta de madera tiene un trozo de cuerda en lugar de pestillo y un gancho donde enlazarlo.

Un compartimento secreto. La idea misma basta para llenar a Landsman de temor.

Calcula cuántas posibilidades hay de que dentro de ese agujero pueda haber escondido cierto estilo de asesino, no uno profesional ni tampoco un verdadero aficionado, ni siquiera un maníaco normal y corriente. La posibilidad existe, pero al tipejo le habría costado bastante enlazar la cuerda en el gancho desde dentro. Esa mera lógica ya casi basta para convencerlo de que no pierda tiempo con la trampilla. Al final Landsman enciende la linterna y se la pone entre los dientes. Se sube las perneras de los pantalones y se pone de rodillas. Solamente para mortificarse a sí mismo, ya que mortificarse a sí mismo, mortificar a los demás y mortificar al mundo es el pasatiempo y único patrimonio de Landsman y de su gente. Con una mano desenfunda su pequeña gran Smith & Wesson y con la otra toquetea el trozo de cuerda. Por fin abre de golpe la trampilla.

—Sal —dice con los labios resecos, la voz ronca como de vejestorio asustado.

La euforia que sentía en el tejado ya se ha enfriado como un filamento fundido. Sus noches son un desperdicio, su vida y su carrera son una serie de equivocaciones, su ciudad misma es una bombilla que está a punto de apagarse.

Introduce el torso en el agujero. El aire está frío y trae un olor amargo a mierda de ratón. El haz de la linterna de bolsillo babea sobre todo, sombreando en la misma medida que revela. Paredes de bloques de hormigón, un suelo de tierra, un techo que es un enredo repugnante de cables y espuma aislante. En medio del suelo de tierra, al fondo, hay un disco de contrachapado sin pulir insertado en un marco metálico circular, a ras de suelo. Landsman contiene la respiración y bucea por su pánico en dirección al agujero en el suelo, decidido a aguantar el aire durante todo el tiempo que pueda. La tierra que hay alrededor del marco no está removida. Una capa uniforme de polvo cubre la madera y el metal por igual, sin marcas y sin rastros. No hay razón para pensar que nadie ha estado mangoneando con aquello. Landsman encaja las uñas entre el contrachapado y el marco y levanta la tosca trampilla. La linterna revela un tubo estriado de aluminio enroscado en la tierra y provisto de una escalerilla de plafones de acero. El marco resulta ser el borde del mismo tubo. Lo bastante ancho como para que pase por él un psicópata adulto. O un policía judío con menos fobias que Landsman. Se agarra al
sholem
como si fuera un asidero y combate una necesidad descabellada de pegar un tiro por la garganta de la oscuridad. Deja caer de nuevo la tapa de contrachapado sobre su marco con un repiqueteo. Imposible que baje por ahí.

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