El silencio de los claustros (38 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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Marcos me cogió una mano y me miró intensamente con sus bonitos ojos.

—Petra, nunca me atrevo a decirte esto porque temo que lo tomes a mal; pero quiero que sepas que si en algún momento te cansas de tu trabajo, que si por alguna razón decidieras dejarlo... bueno, yo te apoyo sin ninguna duda. En realidad no necesitamos tanto dinero para vivir, y yo siempre estaré a tu lado en cualquier decisión que tomes.

Bebí un sorbo de café, le di unas palmaditas en el hombro.

—Te lo agradezco de verdad. Es bueno saber que en cualquier momento puedes permitirte el lujo de enviarlo todo al cuerno, momias medievales incluidas.

Me dio un beso en los labios y se marchó a toda velocidad. Me quedé sola en la cocina cómoda, tibia, agradable. El olorcillo del café empezó a reconfortarme. ¿Sería positivo para mí dejar la policía? Todo aquel discurso de Garzón sobre la pertenencia absoluta de nuestras almas al Cuerpo Nacional no dejaba de ser una mixtificación. Nadie ha nacido para desarrollar una función de modo exclusivo y absoluto. Las circunstancias de la vida y, sobre todo tu propia personalidad, son lo que te lleva a enfrascarte en algo con vehemencia mayor o menor. En realidad, aquel que hace de su ocupación profesional algo tan trascendente como para copar buena parte de su vida, es porque tiene carencias en otros campos de ésta. ¿O no? Teorías, teorías, como diría Garzón. ¿De qué sirven las teorías si después de elaboradas, uno es incapaz de obrar según las mismas? ¿Quería dejar de ser policía? ¿Qué haría durante el resto de mi existencia? Se me ocurrían muchas cosas apreciables: leer más horas diarias, visitar a los amigos, estar en compañía de Marcos, tomar el sol, comprarme varios perros a los que sacaría a pasear, disfrutar de mis hijastros cuando vinieran a vernos... claro que había que contar con que los demás tienen sus propias vidas, sus quehaceres, su orden de prioridades... Por ejemplo, en una mañana como aquella... en una mañana como aquella podía salir, ir de compras, comer con una amiga y esperar, esperar a que Marcos llegara, a que alguien me llamara... esperar. Me levanté y me preparé una tostada, la unté con mantequilla. Esperar no era una de las actividades que se me daba bien. Incluso podía decir que era algo que detestaba. De hecho, me molestaba incluso esperar mi turno en una tienda o la llegada de un autobús. No, no me apetecía nada ocupar el hueco que las personas amadas hicieran para mí. Quería ser protagonista de mi propia vida, y eso pasaba por hacer lo único que sabía: investigar. Me levanté y volví al dormitorio. Me miré en el espejo y vi a una mujer de mediana edad que, vestida con una bata de rayitas azules, se preguntaba qué hacer durante el resto de la jornada. Entré en la ducha con gesto decidido y a medida que iba poniendo jabón sobre mi cuerpo desnudo y frotándolo después, notaba cómo una energía casi demoníaca me invadía por completo. ¡Podía prepararse aquel maldito asesino destripador de momias! Lo atraparíamos, así se llamara Caldaña o Luis Candelas. Ahora sí que iba a ir a por él aunque me costara la salud mental, el matrimonio, la hacienda, la paz.

Apenas me hube vestido, sonó el teléfono de nuevo, y de nuevo era Garzón.

—Inspectora, ¿dónde está?

—A punto de llegar a comisaría. ¿Ha pasado algo?

—Sí. Pero la verdad es que me da hasta corte decírselo.

—No le entiendo.

—Inspectora, ahora fray Ambrosio es manco también. Ha aparecido una mano en el club de tenis de Horta. Y no hace falta ni que lo piense, es uno de los lugares donde había una iglesia convento románicos quemados durante la Semana Trágica. Ya he consultado con los expertos. Se trata de la iglesia de San Juan, erigida en el primer cuarto del siglo XX y perteneciente a la Noble Casa de Cortada. Ya ve que hasta me lo he aprendido de memoria. La quemaron durante la semanita de marras y en 1912 pasó a manos de dicho club.

—¿Dónde está usted?

—Iba a dirigirme al lugar del hallazgo, en la calle Campoamor, pero...

—Pero ¿qué?

—¡Dios mío, inspectora, la comisaría está en estos momentos como una olla de grillos! Coronas se ha puesto histérico, el psiquiatra ha sido informado y dice que nuestro asesino está dando señales de alarma antes de a lo mejor volver a matar. Villamagna está intentando contener a los periodistas que andan prácticamente amotinados. Yo casi le aconsejaría que se diera media vuelta y nos viéramos en Horta.

—Déme la dirección exacta. Y avise a los de la Científica, un poco más de animación no nos vendrá mal.

La mano del beato estaba metida en una bolsa de papel de estraza y la había encontrado el primer vecino que salía por la mañana a trabajar, cruzando frente a la puerta del club de tenis, cerrado aún. Ni siquiera la miré. Los compañeros de la Científica habían llegado antes que yo y se encontraban buscando algún indicio que pudiera reseñarse, si bien con escasas esperanzas. Todo parecía haber seguido el mismo sistema que en las ocasiones anteriores, y en éstas la asepsia absoluta había sido la característica principal. Los habitantes de las cercanías aseguraban que aquella calle no estaba transitada por las noches. Eso significaba que probablemente la mano siniestra debía llevar tiempo allí, o quizá algunos vecinos habían entrado y salido de sus casas sin haberla advertido.

Me acerqué al inspector científico y lo interrogué con la mirada. Se encogió de hombros con aire de impotencia.

—Estamos recogiendo pelos y un par de colillas, pero en un lugar donde pasa tanta gente... no tiene mucho sentido, la verdad. Cuando llevemos la mano al laboratorio te diré algo, pero ni siquiera han terminado los análisis del último pie. De momento, por lo que he visto, el proceso es el mismo: tajo limpio con un instrumento muy afilado y muy grande. Así que ya ves el panorama.

—Ya lo veo, ya.

—Quizá cuando le corte la cabeza al santo tengamos más superficie para explorar.

Aprecié su tétrico sentido del humor, tan del país. Pero a aquellas alturas mi teléfono móvil se había convertido en una atracción de feria que no dejaba de emitir pitidos y mensajes posteriores.

—¿No piensa contestar? —me preguntó el subinspector.

—No, que sigan grabando aullidos y denuestos, que es lo que deben de estar haciendo. Déjeme su teléfono, voy a llamar desde él. Así les dejo margen a mis acosadores para que continúen con su labor.

Marqué el número del hermano Magí, que me contestó enseguida con su voz tranquila de intelectual conectado con la divinidad.

—Hermano, ¿cómo lo llevan?

—Hemos avanzado, inspectora, no crea que no, pero la cosa requiere cierta morosidad. Ya tenemos varios documentos en los que figura el tal Caldaña, pero claro, lo que necesitamos es una pista que nos lleve a la familia en sí: domicilio, procedencia, cuál era su profesión... y para eso hace falta revisar todavía muchos archivos; suponiendo que esos datos estén consignados en alguna parte, naturalmente.

—Sigan, y si es necesario dediquen más tiempo, por favor. Acaban de encontrar una mano cortada del beato.

Quería ver cómo reacciona alguien que no puede soltar tacos ni renegar cuando recibe una noticia muy impactante. Me decepcioné un tanto, porque el monje hizo lo que hacemos todos en muchas ocasiones: recurrió a Dios.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo y se preguntó—: ¿Cuándo acabará esta pesadilla?

Pero yo estaba convencida de que la auténtica pesadilla ya había acabado. No creía en absoluto que el asesino se propusiera matar de nuevo. No, todo aquello era un juego que, teóricamente, debía llevarnos hasta él. Además, según la línea de investigación que sustentaba nuestros movimientos, el móvil de toda la historia no había sido otro que robar la momia y llamar la atención. No iba a dejarme presionar en ese sentido, si teníamos prisa era por la dimensión pública que el caso había adquirido, no porque existiera riesgo de nuevas muertes.

Así se lo dije al comisario Coronas; pero la firmeza con que lo hice no me libró en absoluto de su desabrida reprimenda.

—Petra, esto no puede seguir así, aunque no haya otros crímenes, con dos ya tenemos más que suficiente para que se haya organizado un circo en toda regla. Y encima usted sabe que pasamos sobre arenas movedizas: la Iglesia, un apellido conocido en la sociedad barcelonesa...

—Señor, estamos haciendo lo humanamente posible.

—Pues no es ésa la sensación que se tiene. ¿Ha leído los periódicos? Por culpa del juez ahora estamos en el punto de mira con mucha más virulencia. Tanto es así, que he pedido al juzgado que levante el secreto del sumario y la prohibición de informar a ese periodista en beneficio de la investigación. Pero a mí todo esto me importa un cuerno, ¿comprende?, un cuerno; lo que de verdad está haciendo daño es la imagen policial que estamos dando. Esto dura demasiado ya. ¡Por lo menos al principio me pedía operativos especiales! ¿Qué pasa ahora, a qué viene semejante parón?

—Señor, usted ha seguido los informes día a día y sabe en qué punto exacto estamos.

—Sí, lo sé, y me parece un punto muerto.

—Pero no lo es. ¿Cómo decirlo? Estamos en un caso con contexto histórico y hemos recurrido a procedimientos de investigación histórica para resolverlo; pero eso lleva tiempo, claro está. La historia es cuestión de siglos; lógico es pues deducir que nuestra metodología se desarrolle con cierta lentitud. En realidad hemos escogido un sistema idóneo para el caso.

—¿Eso significa que si estuviéramos investigando el asesinato de un corredor de fórmula 1 iríamos a toda leche?

—No, señor, hablo en serio; piense en las largas misiones de los arqueólogos, en todos los años que se invirtieron en descifrar la piedra Rosetta.

—¡Cielos, Petra!, ¿quiere que esto se convierta en «el eterno caso del 2008» y que sea dentro de tres generaciones cuando encuentren al culpable? No me imagino a quién podrá entonces inculpar el juez.

Que hiciera chistes sobre la situación me tranquilizó bastante. Y no me equivoqué, después de masajearse varias veces los ojos en un gesto muy suyo, dijo por fin:

—¿Sabe qué le digo? Quizá no sería mala idea que le contara todo eso a Villamagna y que él se lo soltara a los periodistas. Por lo menos tiene cierto argumento de novela; seguro que les gusta y nos dejan un rato tranquilos.

—¿Y el juez?

—¡Me la sopla el puto juez! Ya nos ha creado bastantes problemas. Voy a ir a verlo ahora mismo. Usted haga lo que le digo.

Había salido con bien del encontronazo; lo cual demuestra que el viejo adagio «Se saca más lamiendo que mordiendo», encerraba sabiduría y razón.

A Villamagna aquella historia de los métodos arqueológicos le pareció una especie de copla pasada de moda.

—¡Joder, Petra. Le estáis echando un morro a la cosa...! Te aseguro que yo soy un plumilla y se me planta delante el portavoz de la poli con ese cuento de la piedra Rosetta y lo mando a...

—¡No me digas dónde lo mandas, ahórramelo! Al fin y al cabo son órdenes del jefe; de modo que tú verás.

—¡Hostias! Primero el rollo psiquiátrico, ahora el histórico. Me veo diciendo a los colegas de la prensa que informen sobre oceanografía o sobre setas venenosas.

—Bueno, tío, pues así van haciendo cultura las masas, ¿o el que lee la crónica de sucesos siempre tiene que estar instalado en lo cutre?

Se fue muy poco convencido, pero asegurando que por él no iba a quedar. Yo suspiré profundamente. Bien, sorteados los escollos internos durante un tiempo, llamé a Garzón.

—Vaya usted a la Biblioteca Balmesiana y supervise un poco lo que están haciendo los dos eclesiásticos. No me gustaría nada que estuvieran perdiendo tiempo en cosas no demasiado fundamentales.

—¿Y usted?

—Yo iré a echar una mano a Sonia y Yolanda. Quiero ver cómo llevan el asunto de los Caldañas.

—¿Y no podríamos hacerlo al revés? Usted se maneja mejor en asuntos culturales y yo la supero en el pateo callejero.

—Es posible; pero con lo nerviosa que me ha puesto el comisario, no sería capaz de encerrarme ahora en una biblioteca.

—Usted manda.

Las chicas estaban en el barrio del Carmelo. Según me contaron, había allí una familia Caldaña cuyo patriarca era albañil. Quedé con ellas en la Teixonera y las invité a entrar en un bar.

—¿Cómo vais?

—¿No ha leído los informes?

—Muy por encima.

—Llevamos un montón de Caldañas sin que haya nada que reseñar.

Yolanda cargaba con un ordenador extraplano en el bolso y lo colocó sobre la mesa, junto a su vaso de coca-cola. A su vez, Sonia sacó una libreta bastante usada y le espetó:

—No hace falta que enchufes eso, mujer; que yo ya lo llevo todo apuntado. Son ganas de gastar batería.

Por primera vez estuve de acuerdo con su criterio. Empezó a pasar páginas llenas de anotaciones. Miré con detenimiento a las dos jóvenes policías. Debían haberse levantado muy temprano, porque tenían aspecto descuidado y no se habían pintado los ojos como era su costumbre. En el fondo me hicieron gracia, tan jóvenes, tan lindas, las dos con los problemas personales propios de su edad, su vida privada y sin embargo, preocupándose por una maldita momia, por inquinas y venganzas provenientes de una época de la que no debían ni tener noticia. Yolanda sacó conclusiones frente a mí.

—Si no hace falta ni mirar nada, inspectora, que yo ya me acuerdo. Sospechoso lo que se dice sospechoso, nada nos lo ha parecido. Eso sí, hay tres familias de Caldañas que tienen hijos jóvenes. Están aquí consignadas las direcciones por si usted quiere volver e interrogarlos. Y de todos los Caldaña de la lista nos faltan cuatro por visitar. Así que usted nos dice cómo quiere que lo organicemos.

—Perfecto. Sonia y yo nos vamos a ver qué pasa con esos jóvenes. Tú sigues visitando a los que faltan de la lista.

—A sus órdenes, inspectora —exclamó Yolanda muy imbuida de su papel.

De repente se me ocurrió preguntarles:

—Estáis un poco cansadas, ¿verdad?

Me miraron con curiosidad y se miraron luego entre ellas. Les parecía sorprendente que el monstruo que habitaba en mí se hubiera retirado cuatro pasos dejando entrever un rostro humano. Aun así tomaron sus precauciones. Pude distinguir el gesto que Yolanda le hacía a su compañera como diciendo: «Tú mejor quédate callada».

—Es que todo esto, inspectora, resulta un poco duro de pelar. Estamos trabajando sin saber muy bien hacia dónde vamos. Otras veces, aunque hagas la parte pelmaza de la investigación, tienes unos datos en la cabeza que te ayudan a comprender para qué sirve lo que estás persiguiendo, pero aquí... no sé, todo este rollo de la momia, que si la parten en dos trozos, que si la parten en tres, que si el asesino en serie, que si la venganza familiar... No sé, inspectora, lo cierto es que no entendemos un carajo. Ya sé que nosotras no tenemos por qué controlar todas las partes del caso, pero de verdad le digo que no hay dios que se aclare con esta historia.

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