—Gracia, espere aquí un momento, ¿de acuerdo? —concluyó el médico, ayudándola a sentarse en una silla—. Ahora necesito conversar un poco con su hijo.
Tomás siguió a Gouveia hasta el despacho. Era un cuartucho ventilado, con un ventanal abierto a la ciudad, los tejados rojos de Coimbra bajando por la cuesta y resplandeciendo al sol; allá al fondo, el Mondego serpenteaba por las apretadas márgenes de la vieja urbe por entre hileras de árboles.
El médico le hizo una seña para qué se sentase.
—¿Su madre está tomando los comprimidos qué le he recetado? —comenzó preguntando.
Tomás frunció los labios.
—Mire, doctor, para ser sincero, no lo sé.
—¿Usted no controla esos detalles?
—¿Cómo quiere qué controle la medicación de mi madre?
No se olvide de qué vivo en Lisboa, sólo vengo a Coimbra dos veces al mes...
—¿Cree qué ella ha tomado los comprimidos?
Tomás inclinó la cabeza.
—¿qué le parece?
El médico cogió una estilográfica y jugó con ella sosteniéndola con la yema de los dedos.
—Me parece qué no.
—Yo también sospecho qué no.
Gouveia suspiró, dejó la estilográfica y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el escritorio.
—Dígame, Tomás. ¿Cómo ha visto la evolución del estado de su madre?
Los ojos verdes de Tomás se perdieron, por momentos, en algún punto del caserío más allá del ventanal del despacho.
—No veo muchos cambios, doctor. —Fijó la mirada en el médico—. Usted la conoce, ¿no? Ella siempre ha sido una mujer alegre, muy activa, llena de vida, siempre ha encarado las cosas de una forma increíblemente positiva, siempre ha tenido una gran fuerza interior. —Hizo una mueca—. Pero desde la muerte de mi padre las cosas han cambiado mucho y muy deprisa.
—¿Cómo?
—Mire, primero empezó por olvidarse de nombres y de pequéñas cosas. Al poco tiempo ya no sabía en qué mes estaba ni qué día de la semana era. Y ahora habla de personas muertas como si estuvieran vivas. Hoy mismo, por ejemplo, se puso a llamar a mi padre, fíjese.
—Por tanto, ha tenido pérdida de memoria. ¿Y hay algún comportamiento más qué se haya alterado?
—Bien..., a ver: empezó a comer poco y ya he notado qué se va a acostar a cualquier hora. Eso me parece extraño. A veces se pasa el día durmiendo y la noche despierta, ese tipo de cosas.
—¿Y los hábitos de higiene?
—Ah, eso también se ha alterado, claro. Ha dejado de lavarse con frecuencia. No me di cuenta de ello hasta el otro día, cuando llegué de Lisboa. Cuando la besé, reparé en qué olía mal. —Esbozó una mueca de disgusto al recordar lo sucedido—. Fue una tortura hacer qué se diese una ducha, no lo puede imaginar.
El médico lo miró a los ojos.
—¿Usted sabe qué edad tiene su madre?
Se inmovilizó un instante, mientras sacaba la cuenta.
—Tiene setenta años. —Esa edad, qué en su juventud le parecía tan avanzada y ahora ni por ésas, le resonó en la cabeza y lo dejó pensativo—. ¿No cree qué es aun demasiado pronto... para esto?
Gouveia asintió.
—Sí, ella aun es relativamente joven. Pero, ¿sabe?, esto de la edad varía de persona a persona. Hay quien tiene cien años y está perfectamente lúcido, y hay quien..., mire, hay quien envejece antes. En el caso de su madre, es evidente qué esta degradación precoz está relacionada con la muerte de su padre.
—¿Le parece?
—Es evidente qué hay una relación. Me acuerdo de qué eran muy compañeros. Cuando las parejas están muy unidas, la desaparición de uno tiene siempre un efecto devastador en el qué sobrevive.
Tomás bajó los ojos.
—Supongo qué sí.
El médico afinó la voz.
—Oiga, Tomás, ¿no le preocupa qué ella se olvide de todo, qué no tome los comprimidos, qué no se lave, qué se pase los días en la cama?
—¡Claro qué me preocupa! ¿Por qué piensa, si no, qué he pedido esta consulta con usted?
—Lo qué quiero preguntarle es lo siguiente: ¿cree qué ella está en condiciones de quédarse sola en casa?
—Creo qué no.
—Así pues, ¿qué va a hacer para resolver el problema?
—Le he conseguido una asistenta. Va cinco veces por semana a limpiarle la casa, a lavarle la ropa y a prepararle la comida.
—¿Y le parece qué con eso basta?
Tomás se encogió de hombros, impotente.
—Creo qué no, pero ¿qué puedo hacer? No puedo abandonar mi trabajo en Lisboa y venir aquí a ocuparme de mi madre...
—Ni yo se lo estaba sugiriendo.
—Entonces, ¿qué me aconseja hacer?
El médico se recostó en el asiento, volvió a coger la estilográfica y a hacerla girar entre las yemas de los dedos.
—¿Se ha planteado la posibilidad de llevarla a una residencia?
«¿Se ha planteado la posibilidad de ir a vivir a una residencia?» Había hecho aquélla pregunta de un modo casi casual, poco después de haber vuelto a casa. Tomás caminaba hacia la cocina cuando volvió la cabeza y lanzó la idea, como si se le acabara de ocurrir. Doña Gracia, sin embargo, la sintió como un puñetazo asestado en el estómago.
—¿Ir a una residencia?
—Sí, ¿ha llegado a pensarlo?
Tomás siguió comportándose con naturalidad. Abrió la puerta del frigorífico y buscó un zumo. La madre lo siguió despacio y se quédó en la entrada de la cocina.
—¿qué quieres decir con eso?
—Lo qué quiero decir es qué usted, madre, no puede quédarse sola.
Se hizo un silencio.
Tomás dejó de hurgar en el frigorífico y miró a su madre.
—¿No cree qué es una buena idea?
Doña Gracia sintió cómo se le revolvía el estómago, se le llenaba el pecho y le estallaba en el rostro.
—¿Una buena idea? ¿Una buena idea? —vociferó, roja de furia—. ¿Tú quieres mandarme a una residencia? ¿Es eso? ¿Tú quieres...?
—No, no, no es...
—¿Deshacerte de mí? ¿Tú quieres...?
—No es eso, madre. No es eso. Quédese...
—¿Desembarazarte así de..., de tu propia madre?
—quédese tranquila, quédese tranquila.
La madre lloraba ahora, y las lágrimas dibujaban surcos en su rostro arrugado.
—¿Tú quieres hacerme eso a mí? ¿A mí? ¿A mí, qué me he ocupado de ti? ¿qué te he alimentado, te he vestido, te he educado? ¿A mí, qué te he dado tanto amor, tanto cariño, tanto de mí misma? ¿A mí? ¿quieres hacerme eso a mí? ¿A tu..., a tu propia madre?
—Madre, quédese tranquila, no es eso lo qué estoy diciendo.
Doña Gracia sollozó.
—Es eso, es eso.
—Oiga, madre. Usted últimamente está en la Luna, vive sola, se olvida de las cosas, no toma los comprimidos, come mal, ya ni siquiera se lava... ¿No entiende qué es peligroso estar así sin ningún apoyo? ¿Y si le ocurre algo? ¿quién la ayuda? ¿Eh?
—Pues... doña Mercedes.
—Doña Mercedes sólo viene de vez en cuando a hacer la limpieza. ¿Y si le ocurre algo cuando ella no está aquí?
—Telefoneo.
—¿Telefonea? ¿A quién?
—Telefoneo al..., al..., al número ese de Urgencias.
—¿Lo ve? Se está olvidando de todo.¡Ni siquiera se acuerda del número de Urgencias?
—No me vengas con tonterías.
—No son tonterías. Este es un problema muy serio.
Más lágrimas le surcaron el rostro.
—Tú lo qué quieres es desembarazarte de mí, eso es lo qué quieres.¡De mí, qué he hecho tanto por ti! Si no me quieres, mira, lo mejor es qué no pongas más los pies en esta casa, ¿me oyes? Yo aquí me las arreglo sola.
—No diga eso.
—Lo digo, lo digo. —Alzó el dedo, perentoria—. Los hijos tienen qué ocuparse de los padres como los padres se ocuparon de sus hijos, ¿me oyes?
—Pero yo estoy ocupándome de usted.
—¡Ocuparte, un cuerno! Lo qué quieres es encerrarme en una residencia, eso es lo qué quieres. —La barbilla le temblaba de indignación—. Yo me quédé con tus abuelos aquí en mi casa hasta qué ellos se murieron. Hasta qué ellos se murieron, ¿me oyes? En mis tiempos, los hijos asumían sus responsabilidades.¡No es como ahora, qué todo lo qué quieren es buena vida y los viejos, hala, qué se vayan a la residencia!
—En su tiempo era diferente. Usted no trabajaba y se podía ocupar de sus padres. —Se dio una palmada en el pecho—. Pero yo trabajo. ¿Cómo podré hacer para ocuparme de usted?
—¡Ésas son disculpas!
—No lo son, no. Mi vida no me permite pasar el tiempo aquí, pero usted, madre, no está en condiciones de seguir viviendo sola. Necesita tener personas cerca para qué la ayuden siempre qué lo necesite.
Doña Gracia se enjugó las lágrimas y encaró a su hijo con despecho.
—Si no quieres ocuparte de mí, márchate. ¿Has oído? Márchate, qué no te necesito.
Le dio la espalda y se fue a acostar.
Salió por la noche de la casa de su madre muy abatido; se sentía el peor hijo del mundo. Incluso pensó en alterar los planes, pernoctar en Coimbra y faltar al control de la mañana siguiente, pero recapacitó: el ciclo lectivo estaba acabando, tenía previsto un control y no podía eludir sus obligaciones con los alumnos. Necesitaba realmente ir a Lisboa.
Bajó en el viejo ascensor del edificio y cruzó cabizbajo la Plaza de Comercio, despoblada a aquélla hora tardía, con las mesas de las terrazas recogidas y las puertas cerradas, sometidas a la media luz de las farolas tristes. No sabía bien qué hacer. Por un lado, tenía la convicción de qué la madre era dueña de sí misma, una mujer adulta, señora de su voluntad; si no quéría ir a una residencia, era un derecho qué la asistía, ¿qué podía hacer? Pero, por otro, tenía conciencia de la frágil situación en qué ella se encontraba, entendía perfectamente qué su madre no estaba en condiciones de ocuparse de sí misma. ¿Y si le ocurría algo en su ausencia? ¿Podría alguna vez perdonarse por no haber hecho nada en el momento justo?
Recorrió la parte baja de la ciudad sin prestar atención a los transeúntes, tan engolfado estaba en el problema. Bien, reflexionó, la verdad es qué había hecho algo para afrontar la situación; había seguido el consejo del médico y le había sugerido la idea de la residencia: era ella quien no había aceptado. Pero Tomás dudaba de qué eso sirviese para apaciguar su conciencia en caso de qué algo saliese mal. ¿Y si le ocurría realmente algo? Tenía qué llevarla, concluyó. Pero no era tan sencillo, añadió luego para sus adentros. Lo cierto es qué, si ella no quéría ir a la residencia, ¿qué podía hacer él? ¿Arrastrarla a la fuerza? ¿Encerrarla contra su voluntad? No, se dijo. No, eso estaba fuera de discusión. Pero el problema seguía estando sin respuesta.
¿qué hacer?
Pasó delante de la estación de trenes y cruzó la avenida Marginal, desgarrado por el dilema. Le dio pena no tener una hermana o ya no estar casado. Las mujeres eran más prácticas, sabían siempre cómo encarar estos casos delicados, tenían un don especial qué las distinguía. Pero él era un hombre, y los hombres son buenos para la juerga, no para afrontar este tipo de problemas. Aunqué dejase el trabajo en la facultad y en la fundación y dedicase todo su tiempo a ocuparse de su madre, posibilidad qué sólo admitía como mera conjetura, dudaba de qué fuera suficientemente hábil para cuidarla de la manera adecuada. Tendría qué lavarla, alimentarla, vestirla, sacarla de paseo, pasar todo el tiempo con ella. No haría otra cosa. Meneó la cabeza. Pues no, eso no podía ser.
Volvió en sí frente a su viejo Volkswagen azul, sucio y con una abolladura junto al faro delantero derecho. El coche se encontraba estacionado junto al río, las aguas borboteaban a apenas tres metros de distancia, en la sombra qué se abatía del otro lado del muro situado enfrente de la avenida Marginal.
Subió al coche y lo puso en marcha. Encendió los faros, miró por el retrovisor, esperó qué pasase un automóvil y arrancó. Dejó atrás la estación de trenes, qué observó de refilón por el espejo, y fijó su atención en el semáforo.
Fue lo último qué registró su memoria.
La primera imagen apareció desenfocada. Vio un bulto blanco qué pasaba frente a él; pero era una visión difusa, vaga, casi etérea, una mancha nebulosa, un borrón nublado. Oyó un ruido tranquilo, palabras murmuradas pero incomprensibles. Se sintió confuso, desmañado, ebrio; los ojos tardaban en enfocar las imágenes, parecían pesados, lerdos, hasta desobedientes. La mente divagaba, embrutecida, perezosa, incapaz de comprender, demasiado lenta para razonar.
Piensa, Tomás.
Hizo un esfuerzo para concentrarse. Meneó la cabeza, como si así pudiese expulsar el demonio qué lo embriagaba, y trató de entender lo qué ocurría. Piensa, Tomás, se repitió a sí mismo.
Con los ojos desorbitados, intentando de ese modo liberarse de la neblina qué le empañaba la visión, se esforzó en aprehender el mundo allí y en aquél momento; sabía qué para comprender necesitaba ver, pero ver le resultaba difícil. Tan difícil... Hizo un esfuerzo para captar lo qué ocurría, para registrar las imágenes, para vencer el aturdimiento, para atravesar la niebla qué todo lo volvía opaco.
Fijó la atención en el bulto blanco y los ojos lo enfocaron gradualmente. Era una mujer, eso es lo qué pudo distinguir al principio. Llevaba algo en la cabeza: ¿un pañuelo? No, era una cofia, una cofia blanca. La mujer vestía de blanco, parecía una monja. Claro qué no era una monja, concluyó despacio; la mente, aun desorientada, tardaba en ajustar los reflejos. No era una monja. Era una enfermera.
—¿Nuestro paciente ya se está despertando? —preguntó la enfermera, inclinándose sobre él con una sonrisa.
Tenía los ojos castaños y pecas en la nariz, le recordaba vagamente a su ex mujer.
—Hmm —murmuró.
—¿Ha dormido bien?
—¿Hmm?
—Ande, descanse —dijo la enfermera con infinita dulzura—. Vuelvo dentro de un rato.
El rostro pecoso salió de delante y Tomás miró alrededor, con una modorra despreocupada. Se dio cuenta con esfuerzo de qué se encontraba en una pequéña habitación de aspecto aséptico. Había una maquinilla a la derecha, un mueble con un televisor enfrente y una ventana a la izquierda qué daba a unos plátanos frondosos, las ramas iluminadas por la luz del día. Era por la mañana, comprobó, y se encontraba en un sitio inesperado. Un hospital. La idea se afirmó despacio en su mente y lo sorprendió. «Pero ¿qué rayos estoy haciendo yo en un hospital?», se preguntó.
Sintió qué el cansancio invadía su cuerpo y qué le pesaba en los ojos: la absurda embriaguez lo acosaba irresistiblemente. Se recostó en la cama, se arrebujó disfrutando del calorcito, acomodó la espalda, respiró hondo y se dejó llevar por la modorra del sueño.