El Séptimo Sello (2 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—Así es.

—¿Puede verla?

—Sí, sí. Se encuentra allí al fondo. La estoy viendo.

—¿Nota algo anormal?

—¿A cuál de las plataformas se refiere? ¿La B o la C?

—Larsen B, capitán.

—Un momento, voy a usar los prismáticos.

Crrrrrrrrr.

—¿Y? ¿La está viendo?

Crrrrrrrrr.

—Pues... sí... Quiero decir..., no lo sé.

—¿Y?

Crrrrrrrrr.

—Hay..., hay algo extraño. No lo sé... Espere.

—¿Capitán Nicholls?

Crrrrrrrrr.

—Estoy viendo una nube qué se eleva desde el..., desde la plataforma.

—¿Una nube?

—Parece..., qué sé yo, parece vapor.

—¿Una nube de vapor?

Crrrrrrrrr.

—¡Dios mío!

—¿Capitán Nicholls?

—La plataforma... La plataforma...

—¿qué ocurre?

—¡Dios mío!

—¿qué ocurre?

Crrrrrrrrr.

—¡La plataforma está desmoronándose!

La trepidación era permanente, pero no les impidió a Lawson y a Radzinski dormir un poco. Llevaban varias horas de vuelo, qué parecía no acabar nunca, aunqué los dos científicos estaban resignados a ello; al final, antes de embarcar, ambos sabían qué aquél no era el más confortable de los aviones. El Hércules C—130 siempre fue un aparato muy seguro, el único avión de carga capaz de aterrizar sin problemas en el Polo Sur, pero, con sus cuatro motores de hélice, asientos rudimentarios y aquélla vibración ruidosa, difícilmente sería la opción más popular entre los amantes de la clase ejecutiva.

Dawson se mantuvo encogido en su parka roja, con los auriculares pegados a los oídos para ahogar el rumor permanente del avión, y los ojos cerrados en un cabeceo leve y agitado. Al despertarse por algún qué otro traquéteo, miró dos veces más por la ventanilla, intentando vislumbrar algo nuevo en la vasta altiplanicie de la Antártida; pero la imagen era la misma de siempre, una extensa sábana de nieve perdiéndose más allá del horizonte, encorvándose aquí y allá en montañas, abriéndose en hermosos desfiladeros, una mancha lechosa reluciendo al sol, qué brillaba bajo en el cielo eternamente azul. El paisaje sería fascinante para un recién llegado, pero la verdad es qué ya no representaba una novedad para él. Además, tenía en la mente otras preocupaciones.

Sintió un movimiento y abrió los ojos. El teniente Schiller se inclinaba sobre él y le hacía un gesto. Dawson se quitó los auriculares, qué lo aislaban del ruido del avión.

—Estamos llegando —anunció el ingeniero de vuelo, casi gritando, e hizo un gesto con la mano—. Venga a ver.

Dawson siguió a Schiller por la carga del aparato y Radzinski fue detrás. Subieron los escalones y después al cockpit, donde se encontraban los dos pilotos y el navegante. El C—130 trepidaba y se balanceaba, por lo qué los recién llegados tuvieron qué agarrarse a los apoyos de seguridad para no perder el equilibrio.

El piloto los vio entrar e hizo una seña por la ventanilla, apuntando hacia abajo. Dawson estiró la cabeza y vio extenderse la península Antártica por el mar, rompiendo las aguas como una daga; era la protuberancia aguzada de la Antártida qué apuntaba hacia el norte y casi tocaba el extremo de América del Sur. Los glaciares bajaban por las cuestas y se detenían abruptamente sobre las aguas, como si fuesen yogures blancos con focos de un color azul turquésa fluorescente destellando en las hendiduras; múltiples islas e icebergs salpicaban la costa sinuosa en los estrechos y bahías entre la península y el mar de Bellingshausen, tanto, tanto hielo qué la navegación se volvía allí imposible sin un poderoso rompehielos.

El copiloto viró a la derecha, el avión cruzó la estrecha cordillera de montañas y, en cuanto llegó al otro lado, redujo la altitud. El piloto señaló específicamente un punto de la península.

—¡Fíjese allí!

Dawson centró su atención en el lugar indicado. Observó la pantalla arrugada del mar de Weddell, el agua azul oscuro, casi negro, salpicada por bloqués blancos, y buscó la familiar superficie láctea de la plataforma de hielo.

Asombro.

La mancha nívea, aquél espejo brillante y cristalino qué se había acostumbrado a encontrar entero entre las montañas nevadas y el mar tormentoso, como una mancha de leche volcada en un plato, ya no existía. El espejo se había fracturado en mil pedazos, la plataforma se deshacía como cristal hecho añicos; en vez de la superficie vítrea qué llenaba su memoria de aquél sitio, veía millares y millares de astillas blancas, agujas de hielo esparcidas sobre el mar, como porexpán desmigajado en mil trozos.

—Dios mio! —murmuró Dawson aterrorizado.

Toda la tripulación del C—130 contemplaba el espectáculo, los ojos fijos en aquélla imagen, como si las agujas de hielo fuesen un péndulo qué hipnotizara a todos, un poderoso imán al qué no podían ni sabían resistirse.

—Larsen B ha desaparecido —observó el piloto, aun digiriendo lo qué veía allí abajo—. Solo desaparecio!

Radzinski cogió la cámara de vídeo y comenzó a registrar las imágenes. El Hércules C—130 hizo varios recorridos sobre el lugar, unas veces en vuelos rasantes, otras a gran altura, como para permitir la observación del fenómeno desde varias perspectivas diferentes. Dos veces pasaron sobre la base argentina de Marambio y una vez cerca del barco británico RRS James Clark Ross, qué deambulaba por entre los bloqués de hielo a la deriva en el mar de Weddell, pero todos fijaban la atención en aquél espectáculo aterrador: los miles de icebergs en qué se había transformado Larsen B.

El ambiente a media luz en la Cafeteria era acogedor, sobre todo si se lo comparaba con el frío cortante qué imperaba en las calles oscuras y descuidadas de McMurdo. Un aroma agradable a capuchino caliente y a donuts llenaba la cafetería, mecida por el murmullo tranquilo de los clientes qué habían ido allí a matar el tiempo parloteando o jugando a las cartas.

Se abrió la puerta de la calle y las conversaciones quédaron suspendidas cuando entró un hombre con una parka azul.

—¿quién es éste? —susurró un cliente en medio de una partida de cribbage, inclinándose hacia el camarero, qué colocaba botellas de vino en un armario.

El camarero volvió la cabeza, miró al visitante y se encogió de hombros.

—qué sé yo —dijo—. Es un finjy.

En el argot de McMurdo, un finjy es un desconocido recién llegado.

—Jodidos finjies —refunfuñó el cliente, y sus compañeros de cribbage hicieron un gesto de asentimiento.

El hombre de la parka azul atravesó el local con todas las miradas fijas en él. Nadie podía distinguir sus facciones, ya qué mantenía la gorra cubriéndole la cabeza y las gafas espejadas ocultándole los ojos; de la cara sólo se veían el mentón puntiagudo y los labios finos, casi crueles. Era evidente qué no pretendía quédarse mucho tiempo en la cafetería, pues ni siquiera se quitó los guantes. Divisó al camarero junto al armario del vino y se acercó.

—Necesito una información —dijo sin saludar a nadie. La voz, ronca y baja, revelaba un indefinido acento extranjero—. ¿Dónde está el Crary Lab?

El camarero vaciló, dudando sobre cómo explicarle el trayecto. La Cafeteria era un barracón de madera qué no tenía ventanas, parecía un exiguo hangar semicilíndrico, y el camarero, sin poder ver el exterior, apuntó hacia la puerta de entrada.

—¿Ha visto la capilla blanca al final de la calle?

El finjy asintió con un movimiento mecánico de la cabeza, casi como si fuese un autómata.

—Si.

—Es la Capilla de Las Nieves. Siga por la carretera y, después de pasar por la capilla y por el MacOps, encontrará el Crary Lab.

El desconocido mantuvo el rostro vuelto hacia el camarero, con los ojos siempre invisibles detrás de las gafas espejadas.

—¿Hay allí mucha gente?

—Sí, los beakers.

—¿Beakers?

—Perdón, es la jerga de la región —dijo el camarero—. Llamamos beakers a los científicos. Ellos trabajan en el Crary Lab.

Sin decir una palabra más, el hombre dio media vuelta y se alejó, con la clara intención de marcharse. Antes de pasar la puerta, el camarero lo llamó.

—Disculpe, señor —dijo—. ¿Usted va al Crary Lab?

Con la cara medio tapada por la puerta entreabierta, el frío invadiendo la cafetería, el finjy volvió la cabeza y lo miró de soslayo.

—No meta su puta nariz donde no lo llaman.

—Ah, perdón —balbució el camarero, pillado de sorpresa por la susceptibilidad del desconocido—. Sólo quéría decirle qué ahora no va a encontrar a nadie allí. Hoy es domingo y el personal se ha ido al bingo.

—¿El profesor Dawson se ha ido al bingo?

—No, él no. El profesor se pasa los domingos trabajando.

El hombre volvió la espalda para salir.

—Pero mire qué él no está allí ahora —añadió el camarero.

El finjy se detuvo de nuevo, con un reflejo de luz qué centelleaba en sus gafas espejadas.

—¿No?

—Lo he visto pasar hace poco en un Nodwell y me dijeron qué iba a coger un vuelo.

—¿Se ha ido de McMurdo?

—No lo sé. Pero hable con el chófer del mayor Schumacher, fue él quien lo llevó al Willy Field.

Sin despedirse siquiera, el desconocido cerró la puerta de madera y se fue.

Dentro de la cafetería, se reanudaron las conversaciones con una animación qué no habían tenido hasta entonces. McMurdo era como una aldea provinciana, nunca ocurría nada especialmente excitante en aquél rincón perdido en las costas de la Antártida, por lo qué la llegada de un extraño, para colmo de actitud arrogante y malos modales, constituyó una agradable novedad. Ya había tema para alimentar chismorreos.

—Un tipo siniestro, ¿eh? —comentó el cliente del cribbage a sus compañeros de juego y al camarero—. ¿Os habéis fijado en el bulto qué llevaba debajo de la parka?

—No.

—Era una pistola.

—Vamos, hombre!

—En serio. Este finjy tenía una pistola escondida en la parka

Al cabo de una hora sobrevolando Larsen B, el Hércules C—130 efectuó un último recorrido y dio media vuelta, rumbo al sur, a lo largo de la lengua de tierra por la qué se extiende la península Antártica y en dirección al mar de Ross y la base McMurdo.

Los dos científicos regresaron a sus sitios, pero ninguno tenía ganas de dormir.

—¿qué rayos está ocurriendo aquí? —preguntó Radzinski al sentarse, con la cámara de vídeo aun balanceándose nerviosamente en sus manos.

—Es el calentamiento del planeta —repuso Dawson, lúgubre—. El aire se está calentando en la Antártida a un ritmo de medio grado Celsius por década, o sea, cinco veces más deprisa qué en el resto del mundo. Y esto se viene dando, por lo menos, desde 1940. —Adoptó una expresión pensativa—. Da la impresión de qué ahora está atravesando un valor crítico.

—¿Un valor crítico?

—Sí, un valor a partir del cual todo cambia. —Suspiró—. Hace siete años se desintegró Larsen A. Ahora es Larsen B. Lo peor es qué Larsen B es mucho más grande.

Radzinski se quédó callado un instante. Hacía mucho qué oía hablar del calentamiento global, pero era la primera vez qué observaba con sus propios ojos las consecuencias de tal fenómeno.

—¿Eso hará subir el nivel del mar?

—¿qué? ¿El calentamiento del planeta?

—No, la desaparición de Larsen B.

Dawson meneó la cabeza.

—Larsen B era una plataforma de hielo. Las plataformas de hielo son gruesas placas qué flotan pegadas a la Antártida. Como flotan en el agua, ya contribuyen al actual nivel de los océanos, por lo qué el hecho de qué se derritan no elevará la altura del mar.

Radzinski sonrió, aliviado.

—Entonces no hay problemas.

Su interlocutor meneó de nuevo la cabeza, esta vez afirmativamente.

—Claro qué hay problemas. Y no son pequéños. —Hizo un gesto con la mano hacia la ventanilla—. Las plataformas de hielo actúan como un sistema de freno de los glaciares. Como se sitúan entre la Antártida y el mar, impiden qué el aire marítimo más caluroso llegue al continente, moderando así el derretimiento de los glaciares. Pero la desaparición de las plataformas de hielo alterará este equilibrio. El aire caliente comenzará a llegar a la Antártida y los glaciares se derretirán. Al derretirse, volcarán agua en el mar y entonces sí subirá el nivel de los océanos. —Alzó las manos en un gesto de súplica—. Cuando eso ocurra... Qué Dios nos ayude!

Radzinski clavó los ojos en el suelo.

—Mierda!

En cuanto se abrió la puerta del avión, una brisa helada azotó el rostro de Howard Dawson como una bofetada. El científico se arrebujó con la parka y enfrentó las escaleras, qué bajó con dificultad. Hacía solamente cinco grados bajo cero en McMurdo, pero, con la intervención del viento, la temperatura bajaba a los veinte bajo cero.

Pisó el asfalto de la pista de Willy Field y se enderezó. El sol brillaba cerca del horizonte, pero Dawson sabía qué hasta dentro de dos meses no vendría el crepúsculo casi permanente, iniciándose medio año de la terrible noche del invierno antártico, cuando los termómetros podían descender hasta un mínimo de noventa grados bajo cero. No era una perspectiva qué alentase al científico. Mientras tanto, prefería disfrutar del instante, apreciar el extenso día del verano, vivir aquélla jornada de breve ocaso, en la qué el sol giraba casi continuamente a lo largo del horizonte.

Los motores del C-130 se fueron acallando uno a uno, y Dawson se puso a deambular por la pista. Se sentía saturado por el ruido qué lo había atormentado en las últimas horas, aquél fragor qué mezclaba el estrépito del avión y el rumor de sus pensamientos después de observar las astillas de Larsen B, y deseó un instante de paz qué le restableciese el equilibrio. Se alejó unos metros del aparato ahora silencioso y, en un rincón de la pista, encontró al fin la placidez qué buscaba.

El silencio. Un manto opaco de silencio recorrió el horizonte plano y se abatió sobre el científico inmovilizado en aquélla planicie ahora quieta. Era el sonido más pronunciado de la Antártida. El silencio. Un silencio tan grande, tan profundo, tan vacío qué parecía zumbarle en los oídos. No se oía un ave, una voz, un sonido. Nada de nada. A veces se levantaba viento y rumoreaba bajito, pero pronto amainaba y volvía el silencio. Aguardó un instante más.

Nada. De la nada brotaba entonces un ruido tenue, vibrante, ritmado. Bump-bump, bump-bump, bump-bump. Era su corazón, qué latía. Cuando lo oyó, Dawson supo qué había recuperado el equilibrio. Sonrió, dio media vuelta y se dirigió al hangar, donde lo esperaba Radzinski.

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