Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
abrazo Encuentro Las manos del campanero Están doblando las calles La
emoción desangra... Lívida, silenciosa, incorpórea ¿Por qué no ofrecerle el brazo?... Va
descolgándose por las telarañas de su tacto hasta el brazo que le falta; sólo tiene la manga
En los alambres del telégrafo... Por mirar los alambres del telégrafo pierde tiempo y de una casucha del Callejón del Judío salen cinco hombres de vidrio opaco a cortarle el paso, todos los cinco con un hilo de sangre en la sien... Desesperadamente lucha por acercarse adonde Camila le espera, olorosa a goma de sellos postales... A lo lejos se ve el Cerrito del Carmen... Cara de Ángel da manotadas en su sueño para abrirse campo... Se ciega... Llora... Intenta romper con los dientes la tela finísima de la sombra que le separa del hormiguero humano que en la pequeña colina se instala bajo toldos de petate a vender juguetes, frutas,
melcochas Saca las uñas Se eriza... Por una alcantarilla logra pasar y corre a reunirse
con Camila, pero los cinco hombres de vidrio poco tornan a cortarle el paso... «¡Vean que se la están repartiendo a pedacitos en el corpus!», les grita... «¡Déjenme pasar antes que la destrocen toda!»... «¡Ella no se puede defender porque está muerta!» «¿No ven?»... «¡Vean!» «¡Vean, cada sombra lleva una fruta y en cada fruta ensartado un pedacito de Camila!» «¡Cómo dar crédito a los ojos; yo la vi enterrar y estaba cierto que no era ella; ella está aquí en el corpus, en este cementerio oloroso a membrillo, a mango, a pera y melocotón y de su cuerpo han hecho palomitas blancas, docenas, cientos, palomitas de algodón ahorcadas en listones de colores con adornos de frases primorosas: "Recuerdo Mío", "Amor Eterno", "Pienso en Ti", "Ámame Siempre", "No me Olvides"!...» Su voz se ahoga en el ruido estridente de las trompetillas, de los tamborcitos fabricados con tripa de mal año y migajón duro; en la bulla de la gente, pasos de papás que suben arrastrando los pies como forlones, carreritas de chicos que se persiguen; en el voliván de las campanas, en las campanillas, en el ardor del sol, en el calor de los cirios ciegos a mediodía, en la custodia resplandeciente... Los cinco hombres opacos se juntan y forman un solo cuerpo... Papel de humo dormido... Dejan de ser sólidos en la distancia... Van bebiendo agua gaseosa... Una bandera de agua gaseosa
entre manos agitadas como gritos Patinadores... Camila resbala entre patinadores
invisibles, a lo largo de un espejo público que ve con indiferencia el bien y el mal. Empalaga el cosmético de su voz olorosa cuando habla para defenderse: «¡No, no, aquí, no!»... «¿Pero aquí, por qué no?»... «¡Porque estoy muerta!»... «¿Y eso, qué tiene?»... «¡Tiene que...!» «¡Qué, dime qué!»... Entre los dos pasa un frío de cielo largo y corre una columna de hombres de pantalón rojo... Camila sale entre ellos... Él sale tras ella en el primer pie que siente... La columna se detiene de golpe al último requetetambién del tambor... avanza el Señor Presidente... Ser dorado... ¡Tararí!... El público retrocede, tiembla... Los hombres de pantalón rojo están jugando con sus cabezas... ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Una segunda vez! ¡Que se repita! ¡Qué bien lo hacen!... Los del pantalón rojo no obedecen la voz de mando; obedecen la voz del público y vuelven a jugar con sus cabezas... Tres tiempos... ¡Uno!, quitarse la cabeza... ¡Dos!, lanzarla a lo alto a que se peine en las estrellas... ¡Tres!, recibirla en las manos y volvérsela a poner... ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Otra vez! ¡Que se repita!... ¡Eso es! ¡Que se repita!... Hay carne de gallina repartida... Poco a poco cesan las voces Se oye el tambor Todos están viendo lo que no quisieran ver Los hombres de pantalón rojo se quitan las cabezas, las lanzan al aire y no
las reciben al caer... Delante de dos filas de cuerpos inmóviles, con los brazos atados a la espalda, se estrellan los cráneos en el suelo.
Dos fuertes golpes en la puerta despertaron a Cara de Ángel. ¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, la realidad era otra. El que regresa de un entierro, como el que sale de una pesadilla, experimenta el mismo bienestar. Voló a ver quién llamaba. Noticias del general o una llamada urgente de la Presidencia.
—Buenos días...
—Buenos días —respondió el favorito a un individuo más alto que él, de cara rosadita, pequeña, que al oírle hablar inclinó la cabeza y se puso a buscarlo con sus anteojos de miope...
—Perdone usted. ¿Usted me puede decir si es aquí donde vive la señora que les cocina a los músicos? Es una señora enlutada de negro...
Cara de Ángel le cerró la puerta en las narices. El miope se quedó buscándolo. Al ver que no estaba fue a preguntar a la casa vecina.
—¡Adiós, Niña Tomasita, que le vaya bien!
—¡Voy por la Placita!
Estas dos voces se oyeron al mismo tiempo. Ya en la puerta, agregó la
Masacuata:
—Paseadora...
—No se diga...
—¡Cuidado se la roban!
—¡Vayan por allá, quién va a querer prenda con boca! Cara de Ángel se acercó a abrir la puerta.
—¿Cómo le fue? —preguntó a la
Masacuata,
que regresaba de la Penitenciaría.
—Como siempre.
—¿Qué dicen?
—Nada
—¿Vio a Vásquez?...
—¡Usté sí que me gusta; le entraron el desayuno y sacaron el canasto como si tal cosa!
—Entonces ya no está en la Penitenciaría...
—¡A mí se me aguadaron las piernas cuando vi que traían el canasto sin tocar; pero un señor de allí me dijo que lo había sacado al trabajo!
—¿El alcaide?
—No. A ese bruto le aventé por allá; me estaba queriendo sobar la cara.
—¿Cómo encuentra a Camila?...
—¡Caminando..., ya la pobrecita va caminando!
—Muy, muy mala, ¿verdad?
—Ella dichosota, ¡qué más quisiera uno que irse sin conocer la vida!... A usté es al que yo siento. Debía pasar a pedirle a Jesús de la Merced. ¿Quién quita le hace el milagro?... Ya esta mañana, antes de irme a la Penitenciaría, fui a prenderle una su candela y a decirle: «¡Mirá, negrito, aquí vengo con vos, que por algo sos tata de todos nosotros y me tenés que oír: en tu mano está que esa niña no se muera; así se lo pedí a la Virgen antes de levantarme y ahora paso a molestarte por la misma necesidad; te dejo esta candela en intención y me voy confiada en tu poder, aunque dia-cún rato pienso pasar otra vez a recordarte mi súplica!»
Medio adormecido recordaba Cara de Ángel su visión. Entre los hombres de pantalón rojo, el Auditor de Guerra, con cara de lechuza, esgrimía un anónimo, lo besaba, lo lamía, se lo comía, lo defecaba, se lo volvía a comer.
La cabalgadura del general Canales tonteaba en la poca luz del atardecer, borracha de cansancio, con la masa inerte del jinete cogido a la manzana de la silla. Los pájaros pasaban sobre las arboledas y las nubes sobre las montañas subiendo por aquí, por allá bajando, bajando por aquí, por allá subiendo, como este jinete, antes que le vencieran el sueño y la fatiga, por cuestas intransitables, por ríos anchos con piedra que tenía reposo en el fondo del agua revuelta para avivar el paso de la cabalgadura, por flancos castigados de lodo que resbalaban lajas quebradizas a precipicios cortados a pico, por bosques inextricables con berrinche de zarzas, y por caminos cabríos con historia de brujas y salteadores.
La noche traía la lengua fuera. Una legua de campo húmedo. Un bulto despegó al jinete de la caballería, le condujo a una vivienda abandonada y se marchó sin hacer ruido. Pero volvió en seguida. Sin duda fue por ahí no más, por donde cantaban los chiquirines: ¡chiquirín!, ¡chiquitín!, ¡chiquitín!... Estuvo en el rancho un ratito y tornó a las del humo. Pero ya regresaba... Entraba y salía. Iba y volvía. Iba como a dar parte del hallazgo y volvía como a cerciorarse si aún estaba. El paisaje estrellado le seguía las carreritas de lagartija como perro fiel moviendo en el silencio nocturno su cola de sonidos: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!...
Por último se quedó en el rancho. El viento andaba a saltos en las ramas de las arboledas. Amanecía en la escuela nocturna de las ranas que enseñaban a leer a las estrellas. Ambiente de digestión dichosa. Los cinco sentidos de la luz. Las cosas se iban formando a los ojos de un hombre encuclillado junto a la puerta, religioso y tímido, cohibido por el amanecer y por la respiración impecable del jinete que dormía. Anoche un bulto, hoy un hombre; éste fue el que le apeó. Al aclarar se puso a juntar fuego: colocó en cruz los tetuntes ahumados, escarbó con astilla de ocote la ceniza vieja y con palito seco y leña verde compuso la hoguera. La leña verde no arde tranquila; habla como cotorra, suda, se contrae, ríe, llora... El jinete despertó helado en lo que veía y extraño en su propia carne y plantóse de un salto en la puerta, pistola en mano, resuelto a vender caro el pellejo. Sin turbarse ante el cañón del arma, aquél le señaló con gesto desabrido el jarro de café que empezaba a hervir junto al fuego. Pero el jinete no le hizo caso. Poco a poco se asomó a la puerta —la cabaña sin duda estaba rodeada de soldados— y encontró sólo el llano grande en plena evaporación color de rosa. Distancia. Enjabonamiento azul. Árboles. Nubes. Cosquilleo de trinos. Su mula dormitaba al pie de un amate. Sin mover los párpados se quedó escuchando para acabar de creer lo que veía y no oyó nada, fuera del concierto armonioso de los pájaros y del lento resbalar de un río caudaloso que dejaba en la atmósfera adolescente el fusss... casi imperceptible del polvo de azúcar que caía en el guacal de café caliente.
—¡No vas a ser autoridá!... —murmuró el hombre que lo había desmontado, afanándose por esconder cuarenta o cincuenta mazorcas de maíz tras las espaldas.
El jinete alzó los ojos para mirar a su acompañante. Movía la cabeza de un lado a otro con la boca pegada al guacal.
—¡Tatita!... —murmuró aquél con disimulado gusto, dejando vagar por la estancia sus ojos de perro perdido.
—Vengo de fuga...
El hombre dejó de tapar las mazorcas y acercóse al jinete para servirle más
café.
Canales no podía hablar de la pena.
—Los mismes yo, siñor, ái ande huyende porque mere me juí a robar el
meis.
Pero no soy ladrón, porque ese mi terren
e
era mí
e y
me lo quietar
e
n con las mulas...
El general Canales se interesó por la conversación del indio, que debía explicarle cómo era eso de robar y no ser ladrón.
—Vas a ver, tatita, que robo sin ser ladrón de ofice, pues
antos
yo, aquí como me ves, ere dueñe de un terrinete, cerca de aquí, y de oche mulas. Tenía mi casa, mi mujer y mis hijes, ere honrad
e
como vos...
—Sí, y luego...
—Hora-ce tres añes vine el comisionade politique y pare el sante del Siñor Presidento me mandó que le juera a llevar pine en mis mulas. Le llevé, siñor, ¡qu'iba a hacer yo!..., y al llegar a ver mis mulas, me mandó poner prese incomunicade y con el alcaide, un ladine, se repartieren mis besties, y come quise reclamar lo que mie, de mi trabaje, me dije el comisionade que yo ere un brute y que si no me iba callande el hocique que me iba a meter al cepo. Está buene, siñor comisionade, le dije, hacé lo que querrás conmigue, pero
el
mulas son
míes.
No dije más, tatita, porque con
el
charpe me dio un golpe en
el
cabec
e
que me
mere
por po
que me
muere...
Una sonrisa avinagrada aparecía y desaparecía bajo el bigote cano del viejo militar en desgracia. El indio continuó sin subir la voz, en el mismo tono:
—Cuande salí del hospital me vinieren a avisar del pueble que se habien llevade a los hijes al cupo
y que
por tres mil peses los dejaban libres. Como los hijes eran tiernecites, corrí
al
comandancie y dije que los dejaren preses, que no me los echaren al cuartel mientres yo iba a empeñer el terrenite para pagar tres mil peses. Juí
al
capital y allí el licenciade escribió la escriture de acuerde con un siñor extranjiere, diciende que decien que daban tres mil peses en hipoteque, pere jué ese lo que me leyeren y no jué
ese
lo que me pusieren. A poque mandaren un hombre del juzgade a dicirme que saliere de mi terrenite porque ya no ere míe; porque se lo habíe vendide al
siñor
extranjiere en tres mil peses. Juré por Dios que no ere cierte, pere no me creyeren
a
mí sino al licenciade y tuve que salir de mi terrenite, mientres los hijes, no o
s
tante que me quitar
e
n los tres mil pes
e
s, se juer
e
n al cuartel; un
e
se me murió cuidand
e el
fronter
e,
el otr
e
se calzó, como que se hubiera muert
e,
y su nan
e,
mi mujer, se murió del paludism
e
... Y por es
e,
tata, es que robo sin ser ladrón,
onque
me maten a pal
e
s y echen al cepo.
—... ¡Lo que defendemos los militares!
—¿Qué decís, tata?
En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes. ¿Cuál era la realidad? No haber pensado nunca con su cabeza, haber pensado siempre con el quepis. Ser militar para mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados es mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo. A santo de qué nos exigen a los militares lealtad a regímenes desleales con el ideal, con la tierra y con la raza...
El indio contemplaba al general como un fetiche raro, sin comprender las pocas palabras que decía.
—¡Vonos, tatúa..., que
el
montade va venir!
Canales propuso al indio que se fuera con él al otro Estado, y el indio, que sin su terreno era como árbol sin raíces, aceptó. La paga era buena.
Salieron de la cabaña sin apagar el fuego. Camino abierto a machetazos en la selva. Adelante se perdían las huellas de un tigre. Sombra. Luz. Sombra. Luz. Costura de hojas. Atrás vieron arder la cabaña como un meteoro. Mediodía. Nubes inmóviles. Árboles inmóviles. Desesperación. Ceguera blanca. Piedras y más piedras. Insectos. Osamentas limpias, calientes, como ropa interior recién planchada. Fermentos. Revuelo de pájaros aturdidos. Agua con sed. Trópico. Variación sin horas, igual el calor, igual siempre, siempre...