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Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (31 page)

BOOK: El Señor Presidente
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Cara de Ángel sintió que su esposa tiritaba en el fondo de sus franelas blancas —tiritaba pero no de frío, no de lo que tirita la gente, de lo que tiritan los ángeles— y la volvió a su alcoba paso a paso. El mascarón de la fuente... La hamaca inmóvil... El agua inmóvil como la hamaca... Los tiestos húmedos... Las flores de cera... Los corredores remendados de luna...

Se acostaron hablando de un aposento a otro. Una puertecita comunicaba las habitaciones. De los ojales con sueño salían los botones produciendo leve ruido de flor cortada, caían los zapatos con estrépito de anclas y se desplegaban las medias de la piel, como se va despegando el humo de las chimeneas.

Cara de Ángel hablaba de los objetos de su aseo personal compuestos sobre una mesa, al lado de un toallero, para crear ambiente de familia, de tontería íntima en aquel caserón que parecía seguir deshabitado, y para apartar el pensamiento de la puertecita estrecha como la puerta del cielo que comunicaba las habitaciones.

Luego se dejó caer en la cama abandonado a su propio peso y estuvo largo rato sin moverse, en medio del oleaje continuo y misterioso de lo que entre los dos se iba haciendo y deshaciendo fatalmente. La rapta para hacerla suya por la fuerza, y viene amor, de ciego instinto. Renuncia a su propósito, intenta llevarla a casa de sus tíos y éstos le cierran la puerta. La tiene de nuevo en las manos
y,
pues la gente lo dice, sin menoscabo de lo que ya está perdido, puede hacerla suya. Ella, que lo sabe, quiere huir. La enfermedad se lo impide. Se agrava en pocas horas. Agoniza. La muerte va a cortar el nudo. Él lo sabe y se resigna por momentos, aunque más son aquellos en que se subleva contra las fuerzas ciegas. Pero la muerte es donde se la llama la ausencia de su consolación definitiva, y el destino esperaba el último trance para atarlos.

Infantil, primero, cuando todavía no andaba, adolescente después al levantarse y dar los primeros pasos; de la noche a la mañana toman sus labios color de sangre, se llena de fruta la redecilla de sus corpiños y se turba y resuda cada vez que se aproxima al que jamás imaginó su marido.

Cara de Ángel saltó de la cama. Se sentía separado de Camila por una falta que ninguno de los dos había cometido, por un matrimonio para el que ninguno de los dos había dado su consentimiento. Camila cerró los ojos. Los pasos se alejaron hacia una ventana.

La luna entraba y salía de los nichos flotantes de las nubes. La calle rodaba como un río de huesos blancos bajo puentes de sombra. Por momentos se borraba todo, pátina de reliquia antigua. Por momentos reaparecía realzado en algodón de oro. Un gran párpado negro interrumpió este fuego de párpados sueltos. Su pestaña inmensa se fue desprendiendo del más alto de los volcanes, se extendió con movimiento de araña de caballo sobre la armadura de la ciudad, y se enlutó la sombra. Los perros sacudieron las orejas como aldabas, hubo revuelo de pájaros nocturnos, queja y queja de ciprés en ciprés y teje maneje de cuerdas de relojes. La luna desapareció completamente tras el cráter erecto y una neblina de velos de novia se hizo casa entre las casas. Cara de Ángel cerró la ventana. En la alcoba de Camila se percibía su respiración lenta, trasegada, como si se hubiera dormido con la cabeza bajo la ropa o en el pecho le pesara un fantasma.

En esos días fueron a los baños. Las sombras de los árboles manchaban las camisas blancas de los marchantes cargados de tinajas, escobas, cenzontles en jaula de palito, pino, carbón, leña, maíz. Viajaban en grupos, recorriendo largas distancias sin asentar el calcañal, sobre la punta de los pies. El sol sudaba con ellos. Jadeaban. Braceaban. Desaparecían como pájaros.

Camila se detuvo a la sombra de un rancho a ver cortar café. Las manos de las cortadoras se dibujaban en el ramaje metálico con movimientos de animales voraces: subían, bajaban, anudábanse enloquecidas como haciendo cosquillas al árbol, se separaban como desabrochándole la camisa.

Cara de Ángel le ciñó el talle con el brazo y la condujo por una vereda que caía del sueño caliente de los árboles. Se sentían la cabeza y el tórax; todo lo demás, piernas y manos, flotaba con ellos, entre orquídeas y lagartijas relumbrantes, en la penumbra, que se iba haciendo oscura miel de talco a medida que penetraban en el bosque. A Camila se le sentía el cuerpo a través de la blusa fina, como a través de la hoja de maíz tierno, el grano blando, lechoso, húmedo. El aire les desordenaba el cabello. Bajaron a los baños por entre quiebracajetes tempranizos. En el agua se estaba durmiendo el sol. Seres invisibles flotaban en la umbría vecindad de los helechos. De una casa de techo de cinc salió el guardián de los baños con la boca llena de frijoles, les saludó moviendo la cabeza y mientras que se tragaba el bocado, que le cogía los dos carrillos, les estuvo observando para darse a respetar. Le pidieron dos baños. Les respondió que iba a ir a traer las llaves. Fue a traer las llaves y les abrió dos aposentillos divididos por una pared. Cada cual ocupó el suyo, pero antes de separarse corrieron a darse un beso. El bañero, que estaba con mal de ojos, se tapó la cara para que no le fuera a dar escupelo.

Perdidos en el rumor del bosque, lejos uno del otro, se encontraban extraños. Un espejo partido por la mitad veía desnudarse a Cara de Ángel con prisa juvenil. ¡Ser hombre, cuando mejor sería ser árbol, nube, libélula, burbuja o burrión!... Camila dio de gritos al tocar el agua fría con los pies, en la primera grada del baño, nuevos chillidos a la segunda, más agudos a la tercera, a la cuarta más agudos y... ¡chiplungún! El güipil abombóse como traje de crinolina, como globo, mas casi al mismo tiempo el agua se lo chupó y en la tela de colores subidos, azul, amarillo, verde, se fijó su cuerpo: senos y vientre firmes, ligera curva de las caderas, suavidad de la espalda, un poco flacuchenta de los hombros. Pasada la zambullida, al volver a la superficie, Camila se desconcertó. El silencio fluido de la cañada daba la mano a alguien que estaba por allí, a un espíritu raro que rondaba los baños, a una culebra color de mariposa: la Siguemonta. Pero oyó la voz de su marido que preguntaba a la puerta si se podía entrar, y se sintió segura.

El agua saltaba con ellos como animal contento. En las telarañas luminosas de los reflejos colgados de los muros se veían las siluetas de sus cuerpos grandes como arañas monstruosas. Penetraba la atmósfera el olor del suquinay, la presencia ausente de los volcanes, la humedad de las pancitas de las ranas, el aliento de los terneros que mamaban praderas transformadas en líquido blanco, la frescura de las cascadas que nacían riendo, el vuelo inquieto de las moscas verdes. Los envolvía un velo impalpable de haches mudas, el canto de un guardabarranca y el revoloteo de un shara.

El bañero asomó a la puerta preguntando si eran para los señores los caballos que mandaban de
Las Quebraditas.
El tiempo de salir del baño y de vestirse. Camila sintió un gusano en la toalla que se había puesto sobre los hombros, mientras se peinaba, para no mojarse el vestido con los cabellos húmedos. Sentirlo, gritar, venir Cara de Ángel y acabar con el gusano, todo fue uno. Pero ella ya no tuvo gusto: la selva entera le daba miedo, era como de gusanos su respiración sudorosa, su adormecimiento sin sueño.

Los caballos se espantaban las moscas con la cola al pie de un amate. El mozo que los trajo se acercó a saludar a Cara de Ángel con el sombrero en la mano.

—¡Ah, eres tú; buenos días! ¿Y qué andas haciendo por aquí?...

—Trabajando, dende que usté me hizo el favor de sacarme del cuartel que ando por aquí, ya va para un año.

Creo que nos agarró el tiempo...

—Así parece, pero yo más creyo, patrón, que es al sol al que le está andando la mano más ligero, y no han pasado los azacuanes.

Cara de Ángel consultó Camila si se marchaban; se había detenido a pagar al bañero.

—A la hora que tú digas...

—Pero ¿no tienes hambre? ¿No quieres alguna cosa? ¡Tal vez aquí el bañero nos puede vender algo!

—¡Unos huevitos! —intervino el mozo, y de la bolsa de la chaqueta, con más botones que ojales, sacó un pañuelo en el que traía envueltos tres huevos.

—Muchas gracias —dijo Camila—, tienen cara de estar muy frescos.

—¡De usté son las gracias, niña, y en cuanto a los huevitos, son puro buenos; esta mañana los pusieron las gallinas y yo le dije a mi mujer: «Dejármelos por ái aparte, que se los pienso llevar a don Ángel»!

Se despidieron del bañero, que seguía moqueando con el mal de ojo y comiendo frijoles.

—Pero yo decía —agregó el mozo— que bien bueno sería que la señora se bebiera los huevitos, que de aquí pa allá está un poco retirado y puede que le dé hambre.

—No, no me gustan crudos y me puede hacer mal —contestó Camila.

—¡Yo porque veyo que la señora está un poco desmandada!

—Es que aquí, como me ve, me estoy levantando de la cama...

—Sí —dijo Cara de Ángel—, estuvo muy enferma.

—¡Pero ahora se va a alentar —observó aquél, mientras apretaba las cinchas de los galápagos—; a las mujeres, como a las flores, lo que les hace falta es riesgo; galana se va a poner con el casamiento!

Camila bajó los párpados ruborosa, sorprendida como la planta que en lugar de hojas parece que le salen ojos por todos lados, pero antes miró a su marido y se desearon con la mirada, sellando el tácito acuerdo que entre los dos faltaba.

XXXV
Canción de canciones

—Si el azar no nos hubiera juntado... —solían decirse. Y les daba tanto miedo haber corrido este peligro, que si estaban separados se buscaban, si se veían cerca se abrazaban, si se tenían en los brazos se estrechaban y además de estrecharse se besaban y además de besarse se miraban y al mirarse unidos se encontraban tan claros, tan dichosos, que caían en una transparente falta de memoria, en feliz concierto con los árboles recién inflados de aire vegetal verde, y con los pedacitos de carne envueltos en plumas de colores que volaban más ligero que el eco.

Pero las serpientes estudiaron el caso. Si el azar no los hubiera juntado, ¿serían dichosos?... Se sacó a licitación pública en las tinieblas la demolición del inútil encanto del Paraíso y empezó el acecho de las sombras, vacuna de culpa húmeda, a enraizar en la voz vaga de las dudas y el calendario a tejer telarañas en las esquinas del tiempo.

Ni ella ni él podían faltar a la fiesta que esa noche daba el Presidente de la República en su residencia campestre.

Se encontraron como en casa ajena, sin saber qué hacer, tristes de verse juntos entre un sofá, un espejo y otros muebles, fuera del mundo maravilloso en que habían transcurrido sus primeros meses de casados, con lástima uno del otro, lástima y vergüenza de ser ellos.

Un reloj sonó horas en el comedor, mas le parecía encontrarse tan lejos que para ir allí tuvieron la impresión de que había que tomar un barco o un globo. Y estaban allí...

Comieron sin hablar siguiendo con los ojos el péndulo que les acercaba la fiesta a golpecitos. Cara de Ángel se levantó a ponerse el frac y sintió frío al enfundar las manos en las mangas, como el que se envuelve en una hoja de plátano. Camila quiso doblar la servilleta; la servilleta le dobló las manos a ella, presa entre la mesa y la silla, sin fuerzas para dar el primer paso. Retiró el pie. El primer paso estaba ahí. Cara de Ángel volvió a ver que hora era y regresó a su habitación por sus guantes. Sus pasos se oyeron a lo lejos como en un subterráneo. Dijo algo. Algo. Su voz se oyó confusa. Un momento después vino de nuevo al comedor con el abanico de su esposa. No sabía qué había ido a traer a su cuarto y buscaba por todos lados. Por fin se acordó, pero ya los tenía puestos.

—Vean que no se vayan a quedar las luces encendidas; las apagan y cierran bien las puertas; se acuestan luego... —recomendó Camila a las sirvientas, que les veían salir desde la boca del pasadizo.

El carruaje desapareció con ellos al trote de los caballos corpulentos en el río de monedas que formaban los arneses. Camila iba hundida en el asiento del coche bajo el peso de una somnolencia irremediable, con la luz muerta de las calles en los ojos. De vez en cuando, el bamboleo del carruaje la levantaba del asiento, pequeños saltos que interrumpían el movimiento de su cuerpo que iba siguiendo el compás del coche. Los enemigos de Cara de Ángel contaban que el favorito ya no estaba en el candelero, insinuando en el Círculo de los amigos del Señor Presidente que en vez de llamarle por su nombre, le llamaran Miguel Canales. Mecido por el brincoteo de las llantas, Cara de Ángel saboreaba de antemano el susto que se iban a llevar al verlo en la fiesta.

El coche, desencadenado de la pedriza de las calles, se deslizó por una pendiente de arena fina como el aire, con el ruido aguacalado entre las ruedas. Camila tuvo miedo; no se veía nada en la oscuridad del campo abierto, aparte de los astros, ni oía nada bajo el sereno que mojaba, sólo el canto de los grillos; tuvo miedo y se crispó como si la arrastraran a la muerte por un camino o engaño de camino, que de un lado limitaba el abismo hambriento, y de otro el ala de Lucifer extendida como una roca en las tinieblas.

—¿Qué tienes? —le dijo Cara de Ángel, tomándola suavemente de los hombros para apartarla de la portezuela.

—¡Miedo!

—¡Isht, calla!...

—Este hombre nos va a embarrancar. Dile que no
vaya
tan ligero; ¡díselo! ¡Qué sin gracia! Parece que no sientes. ¡Díselo!, tan mudo...

—En estos carruajes... —empezó Cara de Ángel, mas le izo callar un apretón de su esposa y el golpe en seco de los resortes. Creyeron rodar al abismo.

—Ya pasó —se sobrepuso aquél—, ya pasó, es... Las ruedas se deben haber ido en una zanja...

El viento soplaba en lo alto de las rocas con quejidos de velamen roto. Cara de Ángel sacó la cabeza por la portezuela para gritar al cochero que tuviera más cuidado. Éste volvió la cara oscura, picada de viruelas, y puso los caballos a paso de entierro.

El carruaje se detuvo a la salida de un pueblecito. Un oficial encapotado avanzó hacia ellos haciendo sonar las espuelas, los reconoció y ordenó al cochero que siguiera. El viento suspiraba entre las hojas de los maizales resecos y tronchados. El bulto de una vaca se adivinaba en un corral. Los árboles dormían. Doscientos metros más adelante se acercaron a reconocerlos dos oficiales, pero el carruaje casi no se detuvo. Y ya para apearse en la residencia presidencial, tres coroneles se acercaron a registrar el carruaje.

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