EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (11 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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El viento arreció inesperadamente; un viento crudo y aullador que soplaba del norte traspasaba su chaqueta y le erizaba la piel de los brazos, y entre su frío zumbido creyó oír una risa inhumana. La piedra del Caos, oculta debajo de su camisa, latió de pronto, cálida sobre su piel, como una advertencia, y el poney hizo un movimiento extraño al acercarse al montón de piedras.

Cyllan sintió el sudor en su cara y en su cuello al tranquilizar al animal y obligarle a pasar por delante del santuario. El fuerte viento podía haber sido una coincidencia, pero seguía tan de cerca a sus pensamientos que dudaba mucho de ello. Y aquella risa, real o imaginaria, había penetrado hasta su medula, dejándola helada, pues parecía burlarse de ella por atreverse a pensar que podía pedir protección a Aeoris.

Contempló el cielo gris de estaño y después, por encima del hombro, el camino a su espalda. Una imagen volvió a su mente, evocada de aquel día en que había descargado el Warp sobre Shu-Nhadek.

Había visto una figura, un fantasma, que la llamaba desde el final de un ruidoso callejón mientras la tormenta rugía desde el norte; recordó los cabellos cobrizos, la graciosa pero terrible mano que la llamaba, la estrella que ardía en el corazón del fantasma.., y casi esperó vivir de nuevo aquella pesadilla al volver ahora la cabeza.

Pero el camino estaba desierto.

Los poneys se habían tranquilizado al dejar atrás el montón de piedras y las ofrendas. Cyllan levantó más el cuello de su chaqueta sobre las frías mejillas y espoleó su reacia montura para que siguiese adelante.

CAPÍTULO V

E
l sol señalaba el mediodía del día siguiente, cuando Cyllan vio el perfil de una gran ciudad delante de ella. Detuvo los poneys, contempló los lejanos tejados y se preguntó si debía o no dar un rodeo.

Esa parte de la provincia de Perspectiva le era vagamente familiar (había pasado por allí varias veces con los boyeros de su tío) y, si la memoria no la engañaba, el cruce de la ciudad parecía ser la única alternativa. Los campos cultivados se extendían a ambos lados y, con las tiernas plantas creciendo en ellos, los propietarios del lugar no verían con buenos ojos a una desconocida que pisotease sus tierras existiendo un buen camino que seguir. La fortuna la había acompañado hasta ahora; debía fiarse una vez más de ella y entrar en la ciudad.

Oyó el tañido de la campana cuando estaba aún a media milla, y aquel sonido, transmitido por una ligera brisa que había girado al sudeste de la noche a la mañana, la inquietó sobremanera. Todas las ciudades que mereciesen el nombre de tales presumían al menos de una gran campana, emplazada generalmente en una torre del palacio de justicia, pero solamente repicaba para anunciar algún suceso muy importante. Algo estaba ocurriendo allí, y Cyllan no tenía el menor deseo de verse envuelta en ello.

Observó cuidadosamente el terreno, a ambos lados del camino, pero no vio ningún sendero a través de los campos; parecía que no tenía más remedio que seguir adelante. Por lo menos, los vecinos no estarían tan predispuestos a fijarse en una desconocida, si tenían asuntos propios de que ocuparse.

El límite de la población estaba marcado por un arqueado puente de piedras sobre un alborotado riachuelo, y los dos hombres que lo custodiaban volvieron la cabeza al oír las pisadas que se acercaban.

Habían estado observando la ciudad, claramente ansiosos de saber lo que tenían que hacer, y Cyllan refrenó su montura al acercarse a ellos.

—Dinos tu nombre y lo que vienes a hacer aquí —preguntó uno de los guardias.

—Soy Themila Avray, conductora de ganado, de la Tierra Alta del Oeste. —Cyllan había empleado otras veces aquel seudónimo, inventando el apellido del clan y tomando el nombre de una mujer que, según le había dicho Tarod, había sido antaño su más querida amiga y su protectora en el Castillo—. Me dirijo a Shu-Nhadek, para encontrarme con mi primo en la feria del Primer Día del Trimestre.

Los ojillos del guardia examinaron los cabellos castaños, la ropa, el collar amuleto que llevaba ella colgado sobre el pecho, y su expresión se tranquilizó ligeramente.

—Tendrás suerte si puedes cruzar la ciudad mientras sea de día —le dijo.

La campana seguía sonando, apremiante.

—¿Por qué? —preguntó Cyllan.

—Va a celebrarse un juicio en la plaza del mercado. —El guardia sonrió, mirando de soslayo—. Dicen que han pillado a la cómplice del demonio del Caos.

—¿La han pillado…? —Cyllan se interrumpió y tragó saliva, dándose cuenta una vez más de que la suerte estaba de su parte. Hizo una señal sobre el pecho, sabiendo que el hombre la esperaba—. Aeoris…

El guardia se echó atrás y le hizo ademán de que pasara.

—Será mejor que te apresures, si quieres ver el espectáculo. —Sonrió de nuevo—. Yo estoy esperando que llegue el relevo para llegar antes de que haya terminado.

Incluso antes de llegar a la plaza del mercado su avance fue dificultado por la gente que convergía de todas direcciones, y Cyllan perdió toda esperanza de poder cruzar la ciudad y salir de ella. Parecía que toda la población estuviese acudiendo allí, atraída por el son de la campana, y cuando pudo ver la plaza del mercado, vio claramente que, le gustase o no, tendría que esperar hasta que hubiese terminado el juicio.

La plaza estaba atestada y la muchedumbre se extendía en las calles próximas, y solamente el hecho de ir montada a caballo permitió a Cyllan llegar a un sitio despejado desde el cual, siempre que permaneciese sobre la silla, podría presenciar bien todo el acto. El juicio se celebraría en la escalinata del palacio de justicia, ya que el interior del edificio resultaba insuficiente. Los jueces habían salido ya y estaban ocupando sus sitios cuando Cyllan detuvo su caballo, obligada por la presión del gentío.

Un anciano vestido de negro se sentó rígidamente en un sillón, flanqueado de un grupo de dignatarios de la ciudad y de milicianos uniformados que, por lo visto, tenían por tarea leer las acusaciones contra la prisionera. Buscando entre los que se hallaban en la escalinata, Cyllan vio, custodiada por guardias armados, a una muchacha de cabellos rubios y semblante contraído por el terror, y el espectáculo hizo que se sintiese de pronto mareada. La muchacha era aún más joven que ella y, fuesen cuales fueren las pruebas amañadas contra ella, Cyllan sabía que era inocente. Pero, ¿cómo podía defenderse contra el miedo supersticioso de sus semejantes?

Dos años atrás presenció un juicio, en una población de la provincia de Wishet, donde había estado traficando con los boyeros de su tío, y aquel recuerdo le daba una sombra de esperanza por la niña.

Entonces, un Iniciado había presidido el tribunal, las pruebas presentadas por ambas partes habían sido escuchadas con absoluta y tranquilizadora imparcialidad, y la sentencia había sido justa aunque no enteramente popular. Hoy no había ningún Iniciado que dirigiese las actuaciones, pero tal vez era mejor así, pues el afán del Círculo por descubrir a la cómplice del Señor del Caos podría influir en el criterio de cualquier Adepto, por muy elevados que fuesen sus principios. Cyllan observó a la infeliz muchacha y sus labios se movieron en silenciosa oración a cualquier poder, del Orden o del Caos, que pudiese impedir que se cometiese una injusticia.

Pero su esperanza duró poco. Desde el fondo de la plaza era imposible oír por entero los discursos, las acusaciones y las declaraciones, pero pronto quedó claro que las autoridades estaban resueltas a apaciguar a una multitud sedienta de sangre. De vez en cuando, un orador era interrumpido por un rugido de indignación, y los esfuerzos de la acusada para protestar de su inocencia eran recibidos con aullidos por la vocinglera multitud.

Cyllan sintió que el sudor brotaba de su piel y le hacía incómodas cosquillas en la espalda, acompañadas de fuertes náuseas en la boca del estómago. Aquellas buenas y piadosas personas estaban condenando, en nombre de los Señores del Orden, a una inocente sin esperanza de salvación. Desfilaba un testigo tras otro para prestar declaración y, aunque la muchacha sacudía frenéticamente la cabeza, y lloraba y suplicaba a los jueces, el peso de la opinión estaba contra ella.

Cyllan no podía discernir lo que se pretendía que había hecho y, además, apenas parecía importar la naturaleza exacta del presunto delito.

La acusada era joven, tenía rubios los cabellos y era desconocida en el lugar: los tres factores eran suficientes para condenarla.

Aunque a Cyllan le pareció que duraba una eternidad, el juicio fue en realidad terriblemente breve. De pronto, la campana de la torre del palacio de justicia lanzó su sonoro mensaje, y la muchedumbre de la plaza guardó silencio al levantarse el primer anciano de su sillón para hablar.

—Las pruebas presentadas contra la acusada han sido cuidadosamente analizadas y consideradas. —Su voz, aunque cascada por la edad, vibró claramente sobre las cabezas de la multitud y a Cyllan se le revolvió el estómago al percibir la hipocresía de sus palabras—. Y es con el más hondo pesar que nosotros, fieles custodios de las sagradas leyes de Aeoris —aquí se interrumpió para hacer ostentosamente la señal en el aire delante de él— declaramos que han quedado probadas todas las acusaciones contra esa desgraciada marioneta de los poderes de las tinieblas.

Los murmullos de la plaza se transformaron en fuertes aullidos de aprobación que sólo se extinguieron cuando el viejo hizo un ademán pidiendo calma a la muchedumbre.

—Vivimos tiempos turbulentos —prosiguió el anciano cuando por fin cesó el tumulto—, pero todos compartimos un deber que, por muy onerosa que sea la carga, debemos cumplir si hemos de servir de veras a los dioses que nos protegen. —Hizo una pausa—. Como cualquier ciudadano devoto, no tengo afán de venganza. ¿Pero puedo, podemos, llamarnos realmente discípulos de los señores que infunden una chispa de divinidad a nuestras almas y a nuestras vidas, si olvidamos nuestro claro deber cuando se nos impone aquella carga?

El viejo es maestro en retórica, pensó amargamente Cyllan. Alababa a la chusma por su piedad, y ellos estaban pendientes de cada una de sus palabras. A su alrededor, la gente asentía con la cabeza, murmurando, felicitando al anciano y felicitándose ellos mismos…

—¡No tenemos odio en nuestros corazones! —prosiguió el anciano, elevando la voz—. Ciertamente, nos compadecemos de esa desdichada esclava del mal, ¡pues su alma no puede conocer la bendición de los verdaderos dioses! —Otra larga pausa—. Pero no podemos permitir que la piedad nos desvíe de la justicia. Y creo que, si nuestro gran señor Aeoris tuviese que juzgar la sentencia de este tribunal, no encontraría defecto en ella.

Levantó la cabeza, con beatífica sonrisa, y mil gargantas rugieron en señal de aprobación.

Los poneys de Cyllan bufaron y patalearon, asustados por aquel estruendo, pero faltos de espacio para escapar. Ella se inclinó sobre el cuello de su montura, murmurándole suavemente para tranquilizarla, mientras acercaba lo más posible el otro poney a su costado. La furia hervía en su interior. No podía hacer nada: este simulacro de juicio había sido preparado de antemano; la gente del pueblo quería una víctima propiciatoria para sus terrores, y los ancianos, como comediantes de plaza de mercado, se la ofrecían para congraciarse con ella.

Por un solo y frenético instante, algo en lo más hondo de Cyllan la incitó a lanzarse con sus poneys a través de la muchedumbre y plantarse en la escalinata del palacio de justicia, y una vez allí, sacar la piedra del Caos y gritar a aquellos pobres imbéciles que la verdadera causante de su miedo estaba impávida ante ellos…, pero cuando aquella loca idea pasó por su mente, sintió el cálido latido de advertencia de la gema sobre su pecho y comprendió que, por muy salvaje que fuese la injusticia que se iba a perpetrar allí, nada podía hacer para enmendarla.

El anciano estaba hablando de nuevo.

—Amigos míos, buenos ciudadanos, aunque me aflija pronunciar sentencia sobre la pobre criatura que está ante nosotros, la justicia debe seguir su curso. —Se volvió de cara a la ahora silenciosa muchacha, y el sol poniente dio un perfil de halcón a su semblante—. Quien se ha confabulado con los poderes del Caos sólo puede tener un fin. Espero que todos roguéis conmigo a Aeoris por esa desdichada, para que, en su sabiduría y clemencia, perdone sus pecados y libre a su alma de la esclavitud del mal.

Sus palabras fueron recibidas en silencio, pero Cyllan vio que varias personas hacían la señal de Aeoris en el aire. La muchacha miraba fijamente a sus jueces, incapaz de creer en el destino que la esperaba; después volvió la cabeza, como retrayéndose, como aislándose de la locura que la rodeaba.

Cyllan deseaba escapar de la plaza antes de que el suceso siguiese su curso inexorable, pero no había espacio para volverse ni lugar adonde ir. La presión aumentaba, no solamente por la llegada de más personas de los barrios extremos de la ciudad, sino también porque parte de los que se encontraban allí se echaban atrás para abrir un pasillo entre el palacio de justicia y el centro de la plaza, donde se erguía, lúgubre y desnuda, una Piedra de la Ley. La presa fue empujada por la escalinata en dirección a la piedra y, de pronto, pareció darse cuenta de la suerte que le esperaba, pues empezó a chillar y a debatirse, luchando contra los que la sujetaban con toda la fuerza que poseía.

Los guardias la sacudieron violentamente para calmarla, pero Cyllan pudo oír sus profundos sollozos cuando al fin la ataron sobre el tosco granito y se echaron atrás.

Solamente un terco y terrible sentido de la realidad convenció a Cyllan de que no estaba dormida ni soñando cuando observó el terrorífico curso de los acontecimientos a partir de entonces. Un murmullo grave y apagado vibró en toda la plaza, haciendo que los poneys se inquietasen y piafaran de nuevo, y Cyllan sólo pudo contemplar impotente cómo avanzaba la amenazadora multitud hacia la Piedra de la Ley. No hubo movimiento entre la gente que rodeaba a Cyllan; entonces, la voz del anciano, que permanecía todavía en la escalinata del palacio de justicia, resonó en toda la plaza.

—Que se cumpla la sentencia.

El ruido de la primera piedra al golpear a la muchacha fue impresionante y sobrecogedor en el silencio de la plaza. Su cuerpo se contrajo violentamente y la joven lanzó un grito, pero la gente que se apretujaba y empujaba, estirando el cuello los que estaban detrás para verlo mejor, la ocultaban a la vista de Cyllan. Una segunda piedra erró el blanco; después, una tercera dio en la sien de la muchacha, y de pronto, la chusma, como una jauría lanzándose sobre su presa, avanzó con un griterío sediento de sangre.

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