El señor de la destrucción (18 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: El señor de la destrucción
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La más grande de las dos lunas aún estaba en el horizonte cuando el ejército se levantó de su campamento temporal y comenzó la marcha hacia el campamento enemigo. Durante el día habían envuelto las armas, las armaduras y los arreos de los caballos en capas de tela para impedir cualquier ruido delator mientras se movían. Cada regimiento y estandarte marchaba con un par de autarii en cabeza, los cuales llevaban cerradas dos pequeñas lámparas sordas de luz bruja para hacer señales a sus compañeros en el momento preciso y actuar como exploradores que conducirían al ejército hasta su objetivo.

Del cielo aparentemente despejado caían solitarios copos de nieve, y la respiración de Malus se condensaba en el aire mientras cabalgaba junto a la caballería real. Para ser una fuerza tan enorme, viajaban en medio de un silencio notable, y el noble no pudo evitar admirar el temple de los soldados que tenía bajo su mando. «Un general con suficiente osadía podría hacer mucho con un ejército así a sus espaldas», pensó, y le sonrió al cielo estrellado.

Tardaron más de dos horas en recorrer dos leguas por las estribaciones de las montañas, y luego los exploradores alzaron las lámparas y ordenaron un alto. Mientras el ejército se detenía con lentitud, el señor Rasthlan apareció repentinamente junto a Malus.

—Puedes formar aquí las líneas, mi señor —susurró como si las tropas del Caos estuvieran justo al otro lado de la colina, en lugar de a casi un kilómetro y medio—. Nosotros nos adelantaremos a partir de aquí, y nos ocuparemos de sus centinelas —dijo—. Aguarda la señal.

Malus asintió con la cabeza.

—Que la fortuna de la Madre Oscura sea contigo, Rasthlan —dijo cuando el viejo druchii se desvanecía como un espectro.

Las señales de las lámparas recorrieron toda la columna, y el ejército formó en línea de batalla, lenta y cautelosamente, detrás de la pendiente de una larga cresta boscosa. Una vez más, los espectros y sus lámparas fueron de inestimable ayuda, ya que condujeron a cada regimiento y estandarte hasta la posición correcta con un mínimo de confusión. Aun así, pasaron casi dos horas antes de que el ejército estuviera formado adecuadamente. Después de eso, no quedó por hacer nada más que mirar las lunas que se movían con gran lentitud por el cielo e intentar no concentrarse demasiado en la batalla que se avecinaba.

La espera pareció eterna. A cada instante, Malus aguzaba los sentidos para detectar el más ligero signo de alarma, aunque intelectualmente sabía que se encontraba demasiado lejos del campamento enemigo como para oír nada que no fuera un cuerno de guerra. Los caballeros se removían con inquietud sobre las monturas, y el crujido del cuero parecía fuerte como el restallar del rayo para los tensos nervios del noble. Los nauglirs gruñían y pateaban el suelo. Pequeñas piezas de metal tintineaban a pesar de las precauciones. Pasada casi una hora, Malus descubrió que se le habían insensibilizado las puntas de los dedos por sujetar las riendas con demasiada fuerza a causa del nerviosismo. Con una profunda inspiración se obligó a relajarse, y lentamente abrió las doloridas manos.

Entonces, llegó la señal que estaban esperando. En lo alto de la colina apareció una figura encorvada y abrió la cortinilla de la lámpara dentro de la que ardía luz bruja: una, dos, tres veces. Otros exploradores repetían la señal a lo largo de la formación druchii; los espectros habían hecho su letal trabajo y habían matado a los centinelas enemigos que habían estado apostados a lo largo del frente de más de un kilómetro y medio. Nadie les daría la alarma a los hombres bestia, y los bárbaros que dormirían en sus tiendas, hasta que ya fuera demasiado tarde.

Malus miró hacia la izquierda, y apenas distinguió el final de los estandartes de caballería ligera que se extendían por ese flanco; una formación similar aguardaba en el extremo derecho de la línea de batalla de los caballeros, cuyas separadas hileras se extendían más de un kilómetro y medio hacia ambos lados. En la línea situada a su inmediata derecha, los miembros de la caballería real comprobaron las riendas y los estribos, y silenciosamente desenvainaron las espadas. Detrás de los caballeros aguardaba la larga línea de carros, cuyas ruedas iban armadas con hojas de guadaña. En la parte posterior de cada máquina de guerra había una antorcha que ardía con llama baja, preparada para encender las flechas de los arqueros que aguardaban junto a los carros. Aún más atrás, el noble podía ver los tres regimientos de lanceros que ordenaban sus líneas en dos largas hileras. Las puntas de las lanzas destellaban cruelmente bajo la luz lunar, aunque si todo salía bien los soldados de infantería no entrarían en combate. Eran una verdadera muralla de plata y acero tras la cual podían retirarse las desorganizadas unidades de caballería con el fin de quitarse de encima a cualquier perseguidor para reagruparse y volver a la lucha.

Lenta y deliberadamente, el noble bajó una mano y sacó el hacha del lazo de la silla de montar. Se había sentido terriblemente tentado de llevar la Espada de Disformidad a la batalla, pero el episodio de Har Ganeth lo hizo reflexionar una vez más. ¿Y si volvía a sucumbir a la locura asesina en un momento en que necesitaba mantener la cabeza clara y darle órdenes al ejército? No tenía ninguna garantía, como había admitido al fin, así que había dejado la espada —y la alforja que contenía las reliquias—, en la Torre Negra. Por mucho que le preocupara dejar los talismanes sin vigilancia, peor aún era el pensamiento de que cayeran en manos de su media hermana por algún espantoso infortunio. Ya le había quitado esos objetos en una ocasión anterior; Malus dudaba de que fuera a tener tanta suerte como para recuperarlos otra vez.

Se volvió hacia la caballería real, alineada en brillante formación de dos hileras que se extendían oscuridad adentro a lo largo de casi un kilómetro, mucho más allá del límite de su visión. Los más cercanos al noble eran el señor Suheir, capitán de caballería, y el guardia de Malus, Shevael. Ambos lo miraron con una mezcla de emoción y precavida inquietud. Todos los integrantes del pequeño ejército sabían a qué se enfrentaban; él se había asegurado de que así fuera antes de que los soldados salieran de la Torre Negra. Si vencían, la amenaza del Caos habría concluido. Si eran vencidos, pocos de ellos regresarían a casa, si alguno lo hacía. Tenían que vencer o morir.

Malus se inclinó desde la silla de montar para hablarles en voz baja a Suheir y Shevael, seguro de que sus palabras serían repetidas a lo largo de toda la formación.

—Recordad que somos la punta de la lanza —dijo con expresión feroz—. Dejad que sean los carros y la caballería ligera los que se encarguen de la mayor parte del trabajo de carnicero. Nuestro único cometido es abrirnos camino hasta la tienda del jefe de guerra del Caos, situada en el centro del campamento, a costa de lo que sea. En cuanto lleguemos allí, pondré fin a esta invasión de una vez y para siempre. ¿Está claro?

Ambos druchii asintieron solemnemente con la cabeza. Ya podía oír cómo el siguiente le murmuraba sus palabras al compañero que tenía a su lado.

El señor Suheir, levantó la curva espada y saludó.

—Estamos contigo, mi señor —declaró con su voz atronadora.

Malus asintió con la cabeza y se enderezó. En ese momento se dio cuenta de que doce mil hombres estaban pendientes de sus siguientes palabras, a la espera de una orden para desencadenar una terrible matanza entre los enemigos. Sonrió para sí mismo al saborear la sensación de poder. De repente, los peligros inherentes a su plan perdieron todo sentido. ¿Acaso podía algún riesgo del mundo ser lo bastante grande como para amargar el terrible júbilo que sentía?

El noble desvió la mirada hacia la cima de la ancha colina que tenía delante, y alzó el hacha en el aire.

—Que avance la caballería real —dijo en voz baja, y luego bajó el arma en destellante arco—. ¡Adelante!

Rencor
avanzó a paso regular, bajando la cabeza al sentir que se aproximaba la batalla. Los gélidos de la primera línea siguieron su ejemplo y se lanzaron al frente como el azote de un largo látigo de acero. Malus espoleó al nauglir para que ascendiera por la colina, ansioso por coronarla y ver lo que pudiera del descomunal movimiento que tenía lugar a su alrededor.

Cuando llegó a la cumbre, miró inmediatamente hacia delante y sólo encontró más terreno ondulado que se extendía hasta el horizonte, pero a derecha e izquierda la caballería ligera corría como una marea negra por encima de sendas estribaciones, con la luz lunar ardiendo fríamente en la punta de las largas lanzas. Detrás oyó el débil traqueteo y rechinar de las ruedas de los carros, que iban cesando a medida que las máquinas de guerra adquirían velocidad.

Como nubes de tormenta, el ejército druchii pasaba por encima de las bajas colinas, y un tronar bajo acompañaba a los miles de lustrosos cascos. Malus alzó el hacha una vez más al llegar a lo alto de la colina siguiente, y descendió a toda velocidad. Al instante, ocho mil caballeros y jinetes espolearon las monturas hasta lanzarlas al trote.

Ahora la tierra temblaba con los pesados pasos de la caballería, y las ruedas de hierro de los carros añadieron su ronco tronar al acelerar. Las yermas colinas pasaban a toda velocidad. Los nauglirs de la caballería real se deslizaban por el ondulado terreno como sabuesos que corren tras la presa, y de sus colmillos como dagas chorreaba saliva venenosa. Mientras cabalgaban, cambió el viento, y a lo lejos una manada de ponis nórdicos relinchó de terror al percibir el olor de los gélidos. Malus atizaba apenas el techo de las tiendas negras situadas a unos ochocientos metros más adelante, justo al otro lado de un trío de colinas bajas, erosionadas. El noble hizo girar el hacha por encima de la cabeza, y clavó las espuelas en los flancos de
Rencor
para que acelerara hasta un trote ligero.

Rencor
se lanzó hacia abajo por la empinada cuesta y subió rápidamente por la ladera de la colina siguiente, extendiendo al máximo las largas patas posteriores, y gruñendo al percibir el olor de las presas que estaban justo delante. Cuando esa vez atravesaron la cima a gran velocidad, Malus vio que las onduladas colinas del otro lado estaban cubiertas por tiendas redondas y bajas hechas de pieles toscamente cosidas entre sí. Las tiendas de la horda lo cubrían todo de uno a otro horizonte, y oscurecían las laderas y depresiones como una vil enfermedad. El hedor a sangre derramada y carne putrefacta lo envolvió como una nube tan espesa que parecía flotar como una niebla por encima de las miserables tiendas del campamento.

El descomunal tamaño de la horda golpeó a Malus como un puño invisible. Una cosa era comprender lo que representaban cien mil soldados, y otra muy distinta era verlos con sus propios ojos. «Somos como un cubo de agua que echan dentro de un horno —comprendió en ese momento—. ¿Cómo vamos a derrotar a un enemigo semejante?»

La desesperación comenzó a invadirle el corazón como un veneno, pero justo entonces se abrió la cubierta de una tienda situada a casi doce metros de distancia, y un aturdido hombre bestia salió dando traspiés al aire de la noche. Su pesada cabezota cornuda giró a derecha e izquierda para abarcar a los jinetes druchii que se aproximaban, mientras luchaba para intentar darle un sentido a lo que veía. Luego, en un momento, su expresión cambió de la exasperación al pánico más puro, y el noble sonrió como un demonio del Abismo.

«Un enemigo por vez», comprendió. Así los vencerían.

«Voy por ti, querida hermana —pensó el noble con salvaje júbilo. Ahora, después de tantos meses, de tantas maquinaciones y traiciones, por fin se saldarán las cuentas.»

Tras clavar en el aterrorizado hombre bestia una feroz mirada de depredador, Malus levantó el hacha y les gritó a los cielos.

—¡Guerreros de Naggaroth! ¡A la carga!

11. Noche y fuego

Shevael se llevó un largo cuerno curvo a los labios al oír la orden de Malus, y tocó una salvaje, aullante nota que fue respondida por toda la formación. La caballería real le rugió a los cielos su sed de sangre e irrumpió en el campamento del Caos a modo de una tormenta de acero y roja destrucción.

Malus gritó como una sombra atormentada, con el rostro encendido de cólera demoníaca mientras hacía correr a Rencor por una estrecha calle sembrada de inmundicias que mediaban entre inclinadas tiendas de pieles sin curtir. Los vientos de las tiendas se rompían como hilos, y los puntales se partían como ramitas secas cuando los gélidos se lanzaron de cabeza a través del apiñamiento. Gritos y alaridos resonaban dentro de las tiendas mientras los nauglirs aplastaban con las patas a los hombres bestia que quedaban atrapados dentro, y les lanzaban dentelladas a las figuras que manoteaban para intentar escapar de sus derrumbados refugios. Hacia el cielo salían disparados géiseres rojos cuando los fuegos eran esparcidos o pisoteados por patas escamosas que corrían, y se alzaban brillantes llamas anaranjadas allá donde las brasas caían sobre cuero reseco o lechos aceitados.

Una forma oscura y enorme salió precipitadamente de una tienda, justo delante y a la derecha de Malus. El noble soltó las riendas para alzar el hacha sujeta con ambas manos, y la estrelló contra un costado de la cabeza del hombre bestia; el cruel tajo asestado por sorpresa le destrozó el cráneo. Otro hombre bestia salió de repente de las sombras que le procuraba su tienda, situada enfrente y un poco a la izquierda del noble, blandiendo una larga espada herrumbrosa. El carnoso monstruo dirigió un tajo hacia el dentudo hocico de
Rencor
, pero el nauglir agachó la huesuda cabeza y cercenó de una dentellada la pierna izquierda del atacante a la altura de la rodilla. El lamento de dolor del hombre bestia envolvió al noble por un momento pero, lanzado a la carga, rápidamente se perdió a su espalda mientras se adentraba cada vez más profundamente en el campamento enemigo.

Los sonidos de la batalla y el tronar de los cascos se mezclaban para formar un estruendo que se parecía a la pedregosa furia de una avalancha. El campamento del Caos era un pandemónium; algunos hombres bestia huían para salvar la vida mientras que otros arremetían contra cualquier cosa que se moviera. Enjambres de ardientes luces trazaban arcos en lo alto cuando los druchii de los carros disparaban flechas en llamas hacia el interior del campamento. Sonaban cuernos, relinchaban caballos, y los bárbaros gritaban roncas maldiciones blasfemas al cielo.

Más adelante, el sendero maloliente giraba bruscamente hacia la derecha para rodear una tienda festoneada de cráneos y ensangrentados cueros cabelludos de druchii recién desollados. Gruñendo, Malus clavó las espuelas en los flancos de
Rencor
y pasó directamente por encima del refugio de piel sin curtir. Algo soltó un lamento y barboteó en el interior, y sus gritos fueron interrumpidos en seco por una de las patas del nauglir. Por el lado opuesto de la tienda salió, con paso tambaleante, una forma oscura que aferraba un retorcido báculo de madera gris. Malus vio fugazmente cómo el chamán de manada giraba sobre sus patas con pezuñas y alzaba una mano provista de garras para lanzar un hechizo terrible, justo antes de que
Rencor
se precipitara sobre él y lo decapitara de un mordisco.

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