Read El señor de la destrucción Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Malus maldijo en voz baja. El plan que había trazado dependía de los carros para que cubrieran la retirada de la caballería después de que mataran a Nagaira. El noble se sentó tan erguido como pudo en la silla, e intentó ver por encima de las tiendas arrasadas, pero entre la oscuridad y las columnas de humo que se alzaban desde casi todas partes, resultaba imposible saber dónde estaban los soldados. Ahora, el mar de toscas tiendas estaba actuando en contra de los druchii, porque conducía a los jinetes al interior de un complicado laberinto oscuro que separaba a unos estandartes de otros.
—Hay demasiado silencio —dijo, inquieto.
—Desde hace varios minutos —replicó Shevael—. La horda del Caos está en plena huida. ¡El ataque los ha colmado de pánico! —declaró, emocionado.
Pero Malus negó con la cabeza, preocupado.
—Algo no va bien —dijo—. Tenemos que ponernos en marcha, Shevael. ¿Dónde está el señor Suheir?
Shevael señaló hacia el norte.
—Continuó hacia el norte con la mayoría de los caballeros hace un rato —replicó el joven—. Dijo que había avistado un grupo de tiendas situadas en una colina cercana, donde podría estar el pabellón del jefe de guerra.
Malus recogió las riendas de
Rencor
.
—Allí es donde necesitamos estar —dijo bruscamente—. ¡Caballería real! —gritó, alzando la ensangrentada hacha— ¡Conmigo!
Los caballeros del señor Suheir habían abierto anchas sendas a través del desorden de tiendas, pisoteando todo lo que se había interpuesto en su paso mientras cabalgaban incansablemente hacia el norte. Malus escogió la del centro y condujo por ella a los caballeros al trote ligero, examinando al pasar los sinuosos caminos laterales en busca de actividad enemiga. ¿Era posible que el enemigo hubiese sido presa del pánico hasta ese extremo? De ser así, ¿Nagaira continuaría en su tienda? Intentó calcular cuánto tiempo había pasado desde el comienzo del ataque: ¿cinco minutos, tal vez?, ¿diez? Resultaba difícil estar seguro. Él tiempo se volvía elástico en el calor de la batalla, y parecía correr a toda prisa en algunos momentos, para luego enlentecerse hasta la velocidad de un caracol.
Se lanzaron adelante, oscuridad adentro, mientras oía cómo el rugido de las llamas aumentaba a su alrededor y por delante de ellos. Los fuegos se habían descontrolado entre las mugrientas tiendas, y el cielo nocturno se nublaba de humo maloliente. Los ojos de Malus se esforzaban por distinguir la colina cercana que había mencionado Shevael, pero no podía ver nada en la móvil oscuridad. La preocupación comenzó a roerle los nervios; el ejército ya no estaba bajo su control, lo cual significaba que casi no tenía manera de retirarlo en caso de que algo saliera desastrosamente mal. Para el caso de que acabaran separados, todos los regimientos y sus oficiales conocían una serie de emplazamientos de repliegue a lo largo de la ruta de regreso a la Torre Negra, pero ¿retrocederían a tiempo? Un momento de indecisión podía costar miles de vidas. Por un instante, se sintió tentado de ordenarle a Shevael que tocara a repliegue general, para luego conducir personalmente a la caballería real hasta encontrar la tienda de Nagaira. Pero la horda del Caos también oiría el toque de cuerno, y perseguirían a las fuerzas druchii cuando vieran que se retiraban, lo que supondría que Malus y sus hombres avanzarían de cabeza hacia los dientes del enemigo. Dio un golpe a causa de la frustración sobre el borrén de la silla con una mano enfundada en guantelete. No había ninguna opción que le pareciera buena.
De repente, un grito salvaje y el entrechocar de armas resonaron en la oscuridad, a poca distancia. Como si reaccionara ante eso, el viento cambió y alzó el velo de humo para dejar a la vista un grupo de tiendas bajas de color añil que cubrían un montículo situado a menos de cuatrocientos metros de distancia. Una feroz refriega había estallado al pie del montículo; Malus veía a los caballeros del señor Suheir que descargaban tajos sobre una numerosa fuerza de hombres bestia que luchaban con feroz celo contra sus enemigos mejor armados. El destacamento más grande de Suheir se apresuraba a rodear completamente la base del montículo para aislarlo del resto del campamento. Estaba claro que el capitán de caballería creía haber encontrado el objetivo, y al mirar el apiñamiento de tiendas, Malus estuvo de acuerdo con él.
—¡Allí lo tenemos! —les gritó a los caballeros que lo seguían—. ¡Adelante, montículo arriba, y matad todo lo que se interponga en vuestro camino!
Con un grito, los caballeros de la Torre Negra espolearon las monturas y entraron en una formación de cuña tan compacta y poderosa como una punta de lanza.
—¡Shevael, toca a carga!
El joven noble tocó una larga y aullante nota con su cuerno, y la cuña de caballeros salió disparada hacia la colina como sale una saeta de una ballesta. Los caballeros del señor Suheir oyeron el toque de cuerno y vieron que Malus se acercaba, y se apresuraron a abrir una brecha en sus filas para dejar que pasara la formación de cuña. Los hombres bestia se lanzaron hacia el interior de la brecha entre aullidos y rugidos, sin darse cuenta de que la perdición se cernía sobre ellos.
En la punta de la cuña, Malus alzó el hacha por encima de la cabeza y les dedicó a los enemigos una salvaje sonrisa de dientes enrojecidos. Las cornudas cabezas se volvieron al oír la atronadora carga de los caballeros. De la apretada masa de hombres bestia salieron llamadas como balidos, y las enormes criaturas alzaron garrotes, azadones y hachas para recibir la carga del noble.
Éste calculó cuidadosamente la distancia, mirando de manera funesta la masa de hombres bestia que enseñaban los dientes. En el último momento, justo antes de que
Rencor
chocara contra sus filas, clavó los tacones en los flancos del nauglir y tiró de las riendas.
—¡Arriba,
Rencor!
—gritó—. ¡Arriba!
Con un rugido atronador, el gélido se agachó y saltó hacia la masa de soldados enemigos. La bestia de guerra de una tonelada cayó sobre ellos como un martillo, y los dispersó y aplastó con una fuerza demoledora. Malus descargaba tajos a diestra y siniestra sobre pechos y hocicos alzados, e infligía horrendas heridas a los enemigos aturdidos. Una sangre espesa y amarga manaba con fuerza de las arterias seccionadas de los cráneos partidos.
Pero las filas posteriores de los hombres bestia se negaban a dejarlo pasar; en todo caso, redoblaron sus ataques ante la carga de Malus. Una bestia aullante acometió al noble por la derecha, y le dio un garrotazo en la cadera. La armadura absorbió gran parte del golpe, pero él rugió de dolor y clavó el hacha en un hombro del enemigo.
Rencor
acometió y cortó la cabeza de una dentellada a otro hombre bestia, cuyo cráneo y cuernos se partieron entre las fauces del nauglir como si fueran madera seca. Sobre la pierna izquierda del noble rebotó un hachazo. Malus arrancó su arma del hombro de la última víctima y la descargó sobre la cabeza del que tenía a la izquierda. Los sesos salpicaron la cara del noble. Y luego una ola de figuras acorazadas apareció a los lados de Malus cuando el resto de los caballeros se abrió paso hasta él.
—¡Otra vez,
Rencor!
¡Arriba! —gritó, pateando al nauglir con los tacones.
El gélido obedeció; se encogió y saltó a través de la fina hilera de hombres bestia que le cerraban el paso. Al caer, Malus hizo que el nauglir descansara su paso bruscamente en el lado derecho, con el fin de usar su poderosa cola para apartar de un golpe a dos hombres bestia que habían escapado de la acometida de
Rencor
. Al haber sido dispersados por la fuerza brutal de la maniobra de Malus, los hombres bestia se convirtieron en presa fácil para los caballeros que lo seguían, y los restantes guerreros que luchaban contra los soldados del señor Suheir comenzaron a retroceder colina arriba. Malus se volvió hacia sus hombres y señaló a los enemigos con el hacha.
—¡A por ellos! ¡Contra sus flancos!
Malus clavó las espuelas en los costados de
Rencor
, y condujo a los caballeros pendiente arriba en ángulo abierto, para interceptar a los hombres bestia que retrocedían. Acometida con fuerza por delante y atacada ahora por el flanco, la retaguardia de los hombres bestia se desmoronó.
Malus hizo que
Rencor
continuara subiendo por la cuesta y atropellara a un hombre bestia fugitivo al que le clavó el hacha en la espalda.
Rencor
acometió y atrapó a otro con las fauces; lo cortó en dos a la altura del abdomen y dejó que piernas y torso cayeran rodando por la pendiente. La poderosa cola del nauglir acabó con otro enemigo, al que le partió las piernas con un golpe brutal, y lo dejó tendido para que lo pisotearan los caballeros que lo seguían.
Ante ellos, un solo hombre bestia superviviente desapareció dentro de la umbría abertura de la primera tienda. Malus hizo que
Rencor
se detuviera ante ella, y saltó al suelo, con el hacha preparada. Unos momentos después estaba rodeado por media docena de caballeros, incluidos Shevael y el señor Suheir.
—Bien hecho, Suheir —dijo Malus, que saludó al capitán de caballería, para luego dirigirles la palabra a los druchii reunidos—. Recordad que vamos tras una poderosa hechicera. Sin duda, está defendida por toda clase de trampas mágicas y bestias que ha invocado. Cuando lleguemos a donde está, mantened abierta nuestra línea de retirada y dejad que yo me encargue de ella.
Suheir y los caballeros asintieron con las cabezas protegidas por los yelmos, y ahorraron el aliento para la dura lucha que tenían por delante. Malus cogió mejor el mango del hacha, que estaba resbaladizo a causa de la sangre. «Esta vez no te me escaparás, hermana —pensó, ceñudo—. Deberías haber huido cuando tuviste la oportunidad de hacerlo.»
—Muy bien —dijo—. Vamos.
Con las armas preparadas, los druchii entraron en los oscuros confines de la primera tienda. Unas cuantas lámparas de aceite de llama chisporroteante iluminaban mortecinamente el interior, y el aire estaba cargado de un incienso almizcleño. Había pilas de metal que destellaban en la débil luz: buenas espadas y armaduras abolladas, muchas aún sucias de sangre seca y restos de carne, además de platos y copas de plata, así como otros valiosos productos de saqueo de las atalayas arrasadas. El señor Suheir observó los montones con perplejidad.
—Extraño lugar para guardar un tesoro —murmuró.
—Son ofrendas para la hechicera —aclaró Malus—. Los hombres bestia y los bárbaros le entregan sus mejores despojos como señal de subordinación. Es una declaración de poder; no es avaricia.
—Da la impresión de que conoces bien a esa hechicera —comentó Suheir.
—Más de lo que me gustaría —replicó el noble, mientras atravesaba la amplia tienda con cautela.
Al otro lado había una pesada cortina de lona teñida de rojo. Malus se detuvo delante, pues no sabía qué había al otro lado. Suheir se abrió paso con un hombro a través del grupo, y alzó el escudo.
—Iré yo delante —dijo en voz baja, avanzando con prudencia hacia la abertura.
Suheir estudió atentamente la tela y sus bordes, y, al no encontrar ninguna marca extraña, le abrió un tajo con la espada y dejó a la vista al hombre bestia que aguardaba, emboscado, al otro lado.
Con un bramido, el cornudo guerrero acometió a Suheir con un golpe dirigido a la cabeza protegida por el yelmo. Suheir lo absorbió con el escudo, y lo hirió en el vientre con una estocada baja de la espada. El guerrero dio un traspié, bramando de rabia y dolor, y el capitán de caballería le abrió un tajo de través en el abdomen y derramó sus entrañas sobre el herboso suelo. El hombre bestia se desplomó con un gemido, y Suheir lo apartó a un lado con un golpe del escudo, para luego avanzar cautelosamente hacia el espacio que había más allá de la lona, con Malus siguiéndolo de cerca.
El segundo ambiente era aún más oscuro y humoso que el primero. En cada uno de los rincones había grupos de ocho figuras apiñadas, con la cabeza inclinada en súplica, encaradas con cuatro senderos que atravesaban el espacio cuadrado. Cada senda iba hasta otra cortina de tela, incluida la que habían atravesado los druchii. Suheir se sobresaltó al ver las figuras silueteadas, y luego se inclinó y punzó a una con la punta de la espada.
—Muerto —gruñó—. Parecen hombres bestia momificados. El incienso disimula el hedor, supongo.
Malus asintió con la cabeza mientras se le erizaba la piel de la espalda al recordar una cámara similar que había en el templo del demonio, situado en el remoto norte.
—Estamos en el lugar correcto —susurró—. Atravesemos la abertura del otro lado de la tienda.
Suheir pasó con cautela entre los cuerpos momificados y cortó la tela de la cortina. Más allá había una larga tienda rectangular cuyo extremo opuesto estaba iluminado por dos pequeñas lámparas de luz bruja. A lo largo había triples hileras de figuras arrodilladas que flanqueaban una estrecha nave.
—Bendito Asesino —maldijo Suheir en voz baja, estudiando las momias.
Esa vez no eran hombres bestia sino nobles druchii, cubiertos por armaduras vapuleadas y kheitanes andrajosos. A algunos les habían cosido cruelmente la cabeza o alguna extremidad. Les habían quitado los yelmos para dejar a la vista, aquí y allá, heridas abiertas en la cabeza y la expresión de miedo y sufrimiento que había quedado petrificada en sus pálidos semblantes.
—Más tributos para el jefe de guerra —gruñó Malus—. Ya estamos cerca. Continuemos.
Suheir inspiró profundamente y asintió con gravedad, para luego avanzar con cautela por la larga nave. Al otro extremo había dos cortinas, esa vez, de color añil y con sigilos arcanos bordados en oro y plata. En torno al portal flotaba un invisible nimbo de magia que a Malus le ponía el pelo de punta.
El noble se volvió a mirar a los caballeros que lo seguían.
—Esperad aquí —dijo—. Suheir y Shevael, venid conmigo.
Tras haberse preparado, empujó a un lado al capitán de caballería con un hombro y atravesó las pesadas cortinas. Todo aquello estaba mal. ¿Adonde habían ido los servidores? ¿Y los guardias? Temía que el pabellón hubiera sido abandonado cuando comenzó el ataque, y que la temeraria maniobra no sirviera de nada.
Malus atravesó las cortinas y entró en una espaciosa tienda amueblada con mesas, pequeñas librerías y sillas; todos los muebles estaban cubiertos por pilas de libros, papeles y rollos de pergamino amarillentos. Sobre varias mesas había velas encendidas, y un par de braseros situados en el centro bañaban el ambiente con luz rojiza.