Read El señor de la destrucción Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Cuando llegó a las puertas de hierro, Morathi lo llamó.
—El demonio ha hundido sus raíces profundamente en tu carne —dijo—. ¿Qué piensas que va a suceder cuando lo pongas en libertad?
El noble apoyó una mano contra una de las hojas de hierro.
—El demonio ha prometido que si lo sirvo bien, me recompensará del mismo modo —replicó, y salió.
El dolor aumentaba de manera constante mientras Malus avanzaba a grandes zancadas por los corredores del palacio del Rey Brujo, y le presionaba los ojos desde el interior como el vapor dentro de una tetera. La sangre le golpeaba las sienes tomo si fueran tambores fúnebres que reverberaban en el estrecho cráneo, hasta el punto de que habría jurado que los sentía en los dientes. Los labios de Malus se tensaban en una feroz mueca de dolor que hacía que los nobles lo miraran con inquietud y los sirvientes posaran la vista fijamente sobre él al apartarse de su camino cuando pasaba.
Sus extremidades funcionaban mecánicamente mientras la mente exhausta luchaba por entender el reciente cambio de su suerte. ¿Cómo había logrado Nagaira hacerse con el mando de un ejército? Sólo habían pasado tres meses desde que se había enfrentado con ella en los túneles del subsuelo de Hag Graef, cuando su hermana había intentado destruir la ciudad en un acto de sanguinaria venganza. Él le había infligido una herida terrible con la Daga de Torxus, un arma mágica que cercenaba el vínculo entre cuerpo y alma, e inmovilizaba a esta última en el sitio en que había sido asesinada para que sufriera como espíritu atormentado para siempre. Sin embargo, su media hermana no había muerto; al igual que Malus, no tenía un alma que la daga pudiera robarle. Había hecho un pacto blasfemo con los Dioses del Caos y había recibido poderes inimaginables a cambio de sus servicios. Tal vez había usado su nuevo poderío para subyugar a algunas tribus del norte, o quizá se las habían entregado como parte del arcano pacto. Él había aprendido amargamente que los Poderes Malignos eran liberales con sus dones, siempre y cuando también fueran satisfechos sus propios intereses.
Y aun así, la tremenda escala de los actos de Nagaira le causaba vértigo a Malus. ¿Cuáles eran sus verdaderos motivos? Tenía que ser algo más que la mera venganza, sin duda. ¿Iba tras Tz'arkan como creía Morathi? ¿Acaso el demonio por sí solo podía merecer la pena de tantos esfuerzos? Malus sintió que un escalofrío le recorría la espalda al considerar esa posibilidad. No menos de cinco paladines del Caos, poderosos brujos y hechiceros todos ellos, habían combinado sus temibles poderes para invocar y atrapar al demonio en el templo del remoto norte. A pesar de lo poderosos que eran, los paladines sabían que el demonio les conferiría aún más fuerza. Y hasta donde el noble había podido determinar, Tz'arkan había hecho precisamente eso. Durante un tiempo los paladines habían caminado sobre la tierra como dioses y habían hecho temblar el mundo bajo sus pies.
Malus sabía que Nagaira conocía las historias mucho mejor que él. Sus frías manos se cerraron en puños mientras avanzaba a grandes zancadas por los laberínticos corredores. Ella era capaz de comprender el pasmoso potencial del ser que acechaba bajo la piel de Malus, y sabría cómo someterlo a su propia voluntad.
«Cuando me tenga en sus garras, negociará con el demonio a través de mí —comprendió, y su expresión se tornó feroz—. Incluso podría dejar que el demonio se apoderara de mi alma como prueba de buena voluntad, y luego usar las cinco reliquias para cambiárselas a Tz'arkan por más poder aún.» Podría vengarse de Malus y volverse tremendamente más poderosa en el proceso: el tipo de venganza más dulce que existía, en opinión de él. ¿Y luego? ¿Quién podía saberlo? Tal vez marcharía contra Naggarond de todos modos, para enfrentarse con Malekith. Con Tz'arkan sometido a su voluntad, Nagaira muy bien podría derrocar al Rey Brujo y reclamar la propiedad de la Tierra Fría.
El dolor continuó aumentando a medida que dejaba atrás la Corte del Dragón. La presión que sentía en los ojos se agudizó hasta causarle la sensación de que agujas puntiagudas se le clavaban para abrirle blancos orificios de luz en el rabillo de los ojos. Pasados diez minutos, le dolía el simple respirar. El aire parecía rasparle los labios y dientes como una lima. Se tambaleó y tendió las manos hacia delante para estabilizarse contra las paredes de piedra desnuda, al mismo tiempo que obligaba a sus piernas a seguir avanzando.
Llegó a la puerta de sus aposentos sin darse cuenta, se apoyó contra los paneles de madera y manoteó en busca de la anilla de hierro en medio de una ciega niebla de dolor. Cómo había hallado el camino de regreso desde la corte a través de los laberínticos pasillos de la fortaleza constituía un misterio que en ese momento era incapaz de considerar. La puerta se abrió de golpe y entró dando traspiés en una estancia brillantemente iluminada, donde sobresaltó a un trío de esclavos que se atareaban en preparar ropas nuevas y disponer una pulimentada armadura en un pedestal situado al pie de la cama. Habían limpiado y afilado el hacha robada, la cual relumbraba sobre una mesa cercana.
—Fuera todos —gruñó Malus, agitando coléricamente las manos hacia las borrosas formas que se inclinaron con incertidumbre al otro lado de la habitación. Avanzó con paso vacilante hasta la mesa y cerró las manos sobre el mango del hacha—. ¡He dicho fuera! —rugió, blandiendo la terrible arma.
Los esclavos huyeron de la habitación en silenciosa estampida, protegiéndose la cabeza con las manos. Cuando la puerta se cerró, dejó que el hacha le resbalara de las manos y se lanzó hacia la cama, donde hundió la cara en las sábanas con un gemido bestial.
Y entonces oyó la voz que le siseó en los tímpanos como una serpiente:
—Me decepcionas, pequeño druchii —susurró el demonio con odio.
Y de pronto sintió que se contraía súbitamente el nido de serpientes que le rodeaba el corazón.
El dolor no podía compararse con nada que hubiera sentido antes. Los pulmones se le vaciaron completamente de aire. Malus jadeó como un pez fuera del agua, con los ojos muy abiertos, aferrándose el pecho. El noble resbaló de la cama hasta caer al suelo y rodó para ponerse de costado en su lucha por respirar.
—¿Qué necedad es esta de doblar la rodilla ante esa parodia de rey y jugar a la guerra, cuando tú y yo tenemos asuntos pendientes? —continuó Tz'arkan—. ¿Te has acostumbrado demasiado a mi presencia durante estos últimos meses? ¿Has olvidado el trato que tenemos tú y yo? Te aseguro, Darkblade, que yo no lo he hecho.
Un rugido le inundó los oídos y su visión comenzó a enrojecerse como si una marea de sangre ascendiera desde la periferia de su campo visual. Temblando a causa del esfuerzo, Malus inspiró un poco de aire.
—La reliquia... —jadeó—. Mi... madre...
La presa sobre su corazón se apretó de golpe; durante una fracción de segundo Malus tuvo la certeza de que le iba a estallar. Todo lo que veía era rojo; el noble gimió débilmente y cerró los ojos con fuerza.
—¿Qué tiene eso que ver con esto? —gruñó el demonio, y Malus sintió en los huesos el frío toque del enojo de Tz'arkan—. ¿Es ésta otra de sus patéticas maquinaciones?
—Ella dijo..., dijo que el camino que conduce a la reliquia se encuentra aquí —gimió el noble—. Tal vez... está... en la Torre Negra...
—¿Tal vez? —El demonio hervía de furia—. ¿Colgarás tu alma de un hilo tan endeble?
—De momento es... todo lo que tengo —jadeó Malus. Un rugido le inundaba los oídos, haciéndose más fuerte a cada momento. La oscuridad lo llamaba y sintió que se encontraba más cerca de la muerte que nunca antes—. Con independencia de lo que planee... yo formo parte del plan —susurró—. Así pues... no me desviará... del camino; al menos, no de momento.
El demonio no replicó. Durante un solo y agónico instante, Malus sintió que la presa de Tz'arkan continuaba apretando, y luego, sin previo aviso, simplemente desapareció. Inspiró como un hombre que se ahoga, al mismo tiempo que rodaba para tenderse boca abajo y se mordía el labio inferior con el fin de no gritar. El demonio se enroscaba y reptaba por dentro de su pecho, y deslizaba negros zarcillos por la parte posterior de su cuello y su cráneo.
—Reza porque estés en lo cierto, pequeño druchii —dijo Tz'arkan—. Cualesquiera que sean sus motivos, no es de ella de quien debes guardarte. Yo me hago más fuerte con cada latido de tu miserable corazón. Dentro de poco seré capaz de hacerte daño de maneras que no puedes imaginar siquiera. Y estaré vigilando cada uno de tus movimientos, Darkblade. Pisa con cuidado.
Sintió que la presencia del demonio disminuía. La presión que notaba dentro de la cabeza comenzó a ceder. Pasaron varios minutos antes de que pudiera enderezarse y parpadear como un buho bajo el resplandor de las pálidas luces brujas. Le dolían todos los músculos. Lentamente, se puso de rodillas. Sobre las piedras situadas debajo de su cabeza cayeron gruesas gotas, y se dio cuenta de que tenía húmedo el labio superior. Se lo tocó con dedos temblorosos, y al retirarlos vio que los tenía sucios de un frío icor negro.
Había un espejo situado junto a la ahora vacía bañera. Malus se acercó a él con paso tambaleante, y miró atentamente el cristal azogado. La cara que le devolvía la mirada era una que apenas reconoció. Tenía el rostro todavía más macilento y demacrado de lo que recordaba, con la piel grisácea tensada sobre músculos como cuerdas, y finas cicatrices blancas que formaban una febril máscara de crueldad y odio. De la afilada nariz, las orejas puntiagudas y los rabillos de los ojos le caían regueros de icor.
¡Sus ojos! Con sobresalto, Malus se dio cuenta de que ya no eran del color del latón caliente; por el contrario, los iris eran como esferas de pulido azabache, tan enormes que casi no se veían las escleróticas. ¿Cuándo se había desvanecido el camuflaje de Tz'arkan? Pensar que ahora el demonio podía alterarle o cambiarle el cuerpo según fuera su capricho hizo que el miedo calara en Malus hasta el fondo.
Oyó que la puerta de la habitación crujía al abrirse a su espalda. Con rapidez, cogió un paño húmedo que estaba colgado en el borde de la bañera y se lo llevó a la cara.
—Da un paso más y te partiré el cráneo —le gruñó al intruso.
—Te invito a intentarlo —replicó la ya conocida ronca voz de Nuarc—. Pero, con demonio o sin él, creo que lo lamentarías.
El noble se frotó ferozmente las mejillas para disimular la sorpresa.
—Te pido perdón, mi señor —dijo—. Pensaba que era uno de esos malditos sirvientes. —Después de inspeccionarse la cara para asegurarse de que se había limpiado hasta la última gota de icor, envolvió rápidamente el paño manchado y lo arrojó dentro de la bañera. Giró para mirar al general, e hizo un gesto hacia las prendas de ropa y la armadura colocadas sobre la cama.
—Dame un momento para cambiarme, y podré abandonar la fortaleza de inmediato.
Nuarc le dedicó a Malus una penetrante mirada, con expresión dubitativa.
—No pareces estar en condiciones de quitarte siquiera las botas, y mucho menos de hacer frente a otra marcha forzada —gruñó, pero asintió a regañadientes—. Aunque no espero que algo así te detenga. Eres un rencoroso bastardo de corazón duro, ya lo creo que sí. —El señor de la guerra sacó una placa metálica del cinturón, y avanzó hacia el noble—. Aquí tienes el poder del Rey Brujo —dijo al mismo tiempo que se lo ofrecía a Malus con tanta indiferencia como si le pasara una botella de vino—. Te aconsejaría que lo usaras con prudencia, pero ¿de qué serviría? Con ese documento en las manos, puedes muy bien hacer cualquier cosa que te dé la gana, y nadie te mirará de soslayo.
Malus aceptó la placa de manos de Nuarc. Se parecía mucho al poder de hierro que una vez le había concedido el drachau de Hag Graef. Este era un poco más largo, tal vez medía unos cuarenta y cinco centímetros, y el metal que lo protegía era plata sin bruñir en lugar de hierro. Abrió las placas con bisagras y estudió el pergamino del interior.
Había esperado una larga declaración que mencionara sus derechos y privilegios con todo detalle. En cambio, sólo había dos frases sencillas: «El portador de este poder, Malus de Hag Graef, me pertenece y actúa solamente en mi nombre. Haced lo que ordene, o arriesgaos a sufrir mi cólera.»
Debajo de las arcaicas frases en idioma druchast, estaba estampado el sello del dragón de Malekith, Rey Brujo de Naggaroth.
Malus cerró las placas con cuidado, y saboreó la sensación del fresco metal en las yemas de los dedos. «Esta es la sensación que causa la omnipotencia», pensó. Con el poder en sus manos, había pocas cosas que no pudiera hacer dentro de las fronteras del reino. Sólo los más altos nobles del territorio eran inmunes a su autoridad, y él no respondía ante nadie más que el Rey Brujo. Una lenta, voraz sonrisa apareció en su rostro.
—Es una trampa, por supuesto —dijo el señor de la guerra al leer la expresión de los negros ojos de Malus—. Estoy seguro de que te das cuenta de eso.
El noble se detuvo y su sonrisa se desvaneció.
—¿Una trampa? —preguntó al mismo tiempo que dejaba cuidadosamente la placa sobre la cama.
Ahora le tocaba a Nuarc el turno de sonreír.
—Por supuesto que lo es. Considera la situación —dijo mientras se paseaba lentamente por la habitación—. Esa hermana tuya ha atacado el reino en un momento en que estamos más vulnerables. Ella lo sabe, ya que sus observaciones sobre Hag Graef y el Arca Negra nos dicen que está bien enterada de hasta qué punto nos hemos debilitado. La única manera que tenemos de detenerla es que se mantenga ocupada durante el tiempo suficiente para que Malekith pueda peinar las ciudades y reunir hasta el último guerrero al que pueda ponerle las manos encima, con el fin de formar un ejército lo bastante grande como para equipararse con el de ella. —El señor de la guerra señaló a Malus con un largo dedo—. Y tú eres lo único que retendrá la atención de Nagaira con absoluta seguridad.
Malus pensó en el asunto.
—De ser así, ¿por qué no enviarme simplemente a la Torre Negra cargado de cadenas? Nagaira hará pedazos la ciudad de todos modos para intentar llegar hasta mí, con o sin el poder del Rey Brujo.
Nuarc le dedicó a Malus una mirada de soslayo.
—Carga de cadenas a un druchii, y buscará la primera oportunidad de escapar. Dale poder a un druchii, y luchará como un demonio para conservarlo, con independencia de los riesgos. —Atravesó la habitación y recogió el poder—. Este trozo de pergamino es más fuerte que cualquier cadena que se haya forjado jamás —declaró con su voz ronca—. Puede ser que te creas listo, pero Malekith es capaz de ver a través de ti. Para él no eres más que otro peón. Te usará como señuelo para atraer a Nagaira hacia la Torre Negra, y una vez que ella haya sido rechazada tú volverás a ser sólo un proscrito.