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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (32 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Las tres hermanitas estaban presas del terror, espe­cialmente Lidia y Josefina. Ambas gemían como perros heridos. Me rodearon y se prendieron de mí. Rosa pasó por debajo de la mesa a gatas; en cierto momento su ca­beza asomó por entre mis piernas. La Gorda estaba de pie a mis espaldas y conservaba la calma en la medida en que le resultaba posible. Al poco rato la histeria y el miedo de las tres muchachas adquirieron proporciones incalculables. La Gorda se inclinó y murmuró en mi oído que debía producir el sonido opuesto, aquel capaz de dis­persarlos. Experimenté durante un instante una supre­ma incertidumbre. A decir verdad, no conocía ningún otro sonido. Pero en ese momento sentí un ligero cosqui­lleo en la coronilla, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi memoria recuperó de quien sabe dónde un silbido singu­lar que don Juan solía emitir por las noches y se esforzaba por enseñarme. Me había dicho que era un medio válido tanto para mantener el equilibrio durante la marcha como para no extraviar el camino en la oscuridad.

Comencé a silbar y la presión que sentía sobre mi zona umbilical cesó. La Gorda sonrió y suspiró aliviada y las hermanitas se apartaron de mí, sofocando risillas como si todo lo sucedido no hubiese pasado de ser una broma. Me hubiera gustado lanzarme a la reflexión es­piritualista acerca de la brutal transición del agradable diálogo sostenido con la Gorda a esa situación sobrena­tural. Consideré por un momento la posibilidad de que todo aquello no fuese más que una treta de las mucha­chas. Pero estaba demasiado débil. Me sentí al borde del desvanecimiento. Me zumbaban los oídos. La ten­sión en torno a mi estómago era tan violenta que creí enfermar. Apoyé la cabeza contra el canto de la mesa. No obstante, pasados unos pocos minutos, me encontré en condiciones de sentarme erguido.

Las tres muchachas parecían haber olvidado el susto. De hecho, reían y jugaban entre ellas, empujándose unas a otras y rodeándose las caderas con sus chales. La Gorda no se veía nerviosa; tampoco se la veía relajada.

En cierto momento, Rosa fue empujada por las otras dos y cayó del banco en que se hallaban sentadas las tres. Pensé que se iba a enfadar pero, en cambio, rió como una tonta. Miré a la Gorda, pidiéndole instruccio­nes. Estaba sobre su asiento, muy tiesa. Unía los ojos entornados, fijos en Rosa. Las hermanitas reñían estri­dentemente, como colegialas nerviosas. Lidia empujó a Josefina y la hizo rodar por el banco hasta que cayó al suelo, junto a Rosa. En el instante en que Josefina dio contra el piso, cesaron sus risas. Rosa y Josefina menea­ron el cuerpo, haciendo un movimiento incomprensible con las nalgas, las sacudían de un lado a otro, como si estuvieran aplastando algo contra el suelo. Luego se pu­sieron de pie y cogieron a Lidia por los brazos. Las tres, sin hacer el más ligero sonido, dieron un par de vueltas. Rosa y Josefina alzaron a Lidia, aferrándola por las axi­las y la sostuvieron así mientras, de puntillas, rodeaban la mesa dos o tres veces. Entonces las tres se desploma­ron como si tuviesen en las rodillas resortes que hubie­ran cedido a la vez. Sus largos vestidos se llenaron de aire, adquiriendo el aspecto de enormes balones.

En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. Tuve la impresión de estar viendo un filme tridimensional sin sonido.

La Gorda, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repen­te y, con la agilidad de un acróbata, corrió hacia la puerta de su habitación, situada en un rincón del come­dor. Antes de llegar a ella, se dejó caer sobre el lado de­recho; ayudándose con el hombro dio una vuelta sobre sí misma, se levantó empujada por el impulso de la ro­dada y abrió la puerta de golpe. Todos sus movimientos fueron realizados en absoluto silencio.

Las tres muchachas rodaron a su vez y entraron a la habitación arrastrándose como gigantescos insectos. La Gorda me hizo señas para que me acercase a ella; en­tramos a la habitación y me hizo sentar en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la puerta. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecru­zar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.

Al principio me vi obligado a dividir mi atención en­tre la Gorda, las hermanitas y la habitación. Pero una vez que la Gorda hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. Las tres hermanas yacían en el centro de un cuarto amplio, blanco, cuadrado, con pisó de ladrillo. Había allí cuatro lámparas de petróleo, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. No había cielorraso. Las vigas de sostén del techo habían sido oscurecidas y el efecto era el de un lugar enorme, sin cobertura. Las dos puer­tas estaban situadas, la una frente a la otra, en rincones opuestos por la diagonal. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrába­mos en el ángulo noroeste.

Rosa, Lidia y Josefina recorrieron la habitación va­rias veces, rodando en el sentido opuesto al de las agu­jas del reloj. Me esforcé por percibir el roce de sus ropas pero el silencio era absoluto. Sólo oía la respiración de la Gorda. Finalmente, las hermanitas se detuvieron, para sentarse con la espalda contra la pared, cada una bajo una lámpara. Lidia se pegó a la pared este, Rosa al norte y Josefina al oeste.

La Gorda se puso de pie, cerró la puerta que tenía­mos detrás y la aseguró con una barra de hierro. Me hizo desplazar unos pocos centímetros, sin variar la po­sición, hasta que me hube apoyado en la puerta. Entonces, silenciosamente, atravesó la habitación girando y fue a sentarse bajo la lámpara de la pared sur; su llega­da a esa posición parecía indicar el comienzo.

Lidia se levantó y echó a andar de puntillas por los lados del cuarto, junto a las paredes. No podía decir exactamente que caminara; más bien se trataba de un deslizarse silencioso. Según aumentaba la velocidad, más intensa se hacía la impresión de que planeaba; pi­saba en el ángulo formado por los muros y el piso. Salta­ba por sobre Rosa, Josefina, la Gorda y yo cada vez que nos encontraba en su recorrido. En cada caso sentí el roce de su falda al pasar. Cuanto más corría, más se ele­vaba, sin despegarse de las paredes. Llegó el momento en que se la vio transitar silenciosamente por los cuatro costados de la habitación a más de metro y medio del suelo. Su imagen, perpendicular a las paredes, resulta­ban tan inverosímil que rayaba en lo grotesco. Su largo traje hacía que la escena fuese aún más fantástica. La gravedad parecía no afectar a Lidia, pero sí a su falda, que se arrastraba. Siempre que pasaba por sobre mi ca­beza me barría el rostro.

Había captado mi atención a un nivel que yo no ha­bía sido capaz de imaginar. La tensión producida por la concentración era tan grande que comencé a experi­mentar convulsiones en el estómago; era en ese órgano donde parecía desarrollarse su carrera. Tenía la mirada desenfocada. Perdida ya casi por completo mi concen­tración, vi a Lidia descender diagonalmente por la pa­red este y detenerse en el centro del recinto.

Resollaba, sin aliento, y estaba bañada en sudor, al igual que la Gorda tras su exhibición de vuelo. Mante­nía el equilibrio a duras penas. Pasado un momento re­gresó a su sitio junto a la pared este y se desplomó como un trapo húmedo. Supuse que se había desmayado, pero no tardé en advertir que respiraba deliberadamen­te por la boca.

Tras unos minutos de quietud, los necesarios para que Lidia recobrara fuerzas y volviera a sentarse erguida, Rosa se puso de pie y corrió hasta el centro del cuar­to, giró sobre sus talones y se lanzó hacia su lugar de partida. La carrera le permitió cobrar el impulso impres­cindible para realizar un extraño salto. Brincó como un jugador de baloncesto, siguiendo la vertical del muro y sus manos superaron la altura del mismo, superior a los tres metros. Vi como su cuerpo daba con violencia contra el techo aunque no se produjo el consiguiente sonido de choque. Esperaba ver cómo rebotaba en el suelo con la fuerza del impacto, pero permaneció allí colgada, sujeta a la superficie como un péndulo. Desde donde me halla­ba, tuve la impresión visual de que sostenía una suerte de garfio en la mano izquierda. Se balanceó en silencio durante un momento para luego apartarse de golpe de la pared a una distancia aproximada de un metro valiéndo­se de su brazo derecho en el instante en que su oscilación llegaba al punto más alto. Repitió la operación treinta o cuarenta veces. Rodeó así toda la habitación y terminó por subirse a las vigas, de las cuales quedó pendiendo en equilibrio precario mediante un sostén invisible.

Al verla sobre los maderos tomé conciencia de que lo que yo imaginaba como un garfio no era sino cierta cua­lidad de la mano que le posibilitaba el mantenerse sus­pendida. Se trataba de la misma mano con la cual me había agredido dos noches antes.

Su exhibición culminó cuando quedó pendiente de las vigas en el centro mismo del cuarto. De pronto se dejó caer desde una altura de unos cinco metros. Su vestido se alzó, cubriéndole el rostro. Por un momento, antes de que tocara tierra sin un solo sonido, semejó un paraguas dado vuelta por la fuerza del viento; su cuerpo delgado y desnudo era como un bastón agregado a la masa oscura de la ropa.

Mi cuerpo acusó el impacto de su caída a plomo, tal vez más que el suyo propio. Tomó tierra en cuclillas y quedó inmóvil, tratando de recobrar el aliento. Yo esta­ba tumbado en el piso, presa de dolorosos calambres en el estómago.

La Gorda cruzó el lugar rodando, se quitó el chal y me envolvió con él la región umbilical, como si se trata­ra de una venda dándole dos o tres vueltas. Regresó ro­dando a la pared sur como una sombra.

Mientras disponía el chal a mi alrededor, perdí de vista a Rosa. Al alzar la mirada la descubrí sentada nuevamente junto a la pared norte. Un instante más tarde, Josefina se dirigió en silencio hacia el centro de la habitación. Se paseaba de un lado para otro, entre el lugar en que se hallaba Lidia y su propio sitio, con pa­sos inaudibles. No cesaba de mirarme. Súbitamente, mientras se aproximaba a su puesto, alzó el antebrazo izquierdo, llevándolo al nivel del rostro, como si quisie­ra evitar verme. Se cubría así parcialmente la cara. Dejó caer el brazo para volver a levantarlo, ocultando esta vez por completo su semblante. Repitió el movi­miento incontables ocasiones, en tanto andaba sin pro­ducir sonido alguno de un lado a otro. Cada vez que al­zaba el brazo, una porción mayor de su cuerpo desaparecía de mi vista. Llegó el momento en que todo su cuerpo se desvaneció, rodeado de ropas, tras su del­gado antebrazo.

Era como si al impedir su visión de mi cuerpo, cosa que no resultaba difícil, también eliminaba mi visión de su cuerpo, cosa que no resultaba posible utilizando sólo el ancho de su brazo.

Una vez escondido todo su cuerpo, todo lo que yo lo­graba ver era el perfil de su antebrazo suspendido en el aire, meciéndose de un lado a otro de la habitación; en cierto momento apenas se veía su brazo.

Sentí asco, una náusea insoportable. Ese brazo osci­lante agotó mis energías. Caí sobre un lado, incapaz de mantener el equilibrio. Vi caer el brazo al suelo. Josefi­na yacía en el piso, cubierta de ropas, como si su vestido hubiese estallado. Estaba boca arriba, con los brazos ex­tendidos.

Me tomó un buen rato recobrar la estabilidad física. Tenía la ropa empapada en sudor. No era yo el único afectado. Todas estaban exhaustas y bañadas en sudor. La Gorda era la más serena, pero aun su control pare­cía al borde del derrumbe. Las oía respirar por la boca, incluso a la Gorda.

Cuando hube recuperado el control por completo, todo el mundo se hallaba sentado en su sitio. Las her­manitas me miraban fijamente. Vi, por el rabillo del ojo, que la Gorda tenía los párpados entornados. Fue ella quien, sin el menor ruido, se llegó rodando hasta mi lado y me susurró al oído que debía ejecutar mi llamada de las polillas, insistiendo en ella hasta que los aliados se hubiesen precipitado en la casa y estuviesen a punto de lanzarse sobre nosotros.

Vacilé un instante. Me indicó, siempre por lo bajo, que no había modo de alterar el curso de los aconteci­mientos y que debíamos terminar con lo que habíamos iniciado. Tras quitarme el chal, que rodeaba mi cintura, regresó a su sitio y se sentó.

Me cubrí la boca con la mano izquierda e intenté re­producir el sonsonete. Al principio me resultó muy difícil. Tenía los labios y las manos húmedas, pero tras la torpeza inicial sobrevino una sensación de vigor y bie­nestar. El sonido fluyó más impecablemente que nunca. Me recordó a aquel que solía responder a mi señal. Tan pronto como dejé de hacerlo, oí la réplica, desde todas las direcciones.

La Gorda me ordenó con un gesto que prosiguiera. Repetí la serie por tres veces. La última fue totalmente magnética. No necesité tomar aire para soltarlo en peque­ñas dosis, como había estado haciendo hasta entonces. El sonido salió de mi boca sin el menor esfuerzo. Ni siquie­ra hube de usar el canto de la mano para ayudarme.

De pronto, la Gorda se precipitó hacia mí, me alzó por las axilas y me llevó al centro de la habitación. Ello dio al traste con mi concentración. Advertí que Lidia es­taba asida a mi brazo derecho, Josefina al izquierdo y Rosa había retrocedido hasta encontrarse de espaldas ante mí, y me aferraba por la cintura extendiendo los brazos hacia atrás. La Gorda se hallaba detrás de mí. Me hizo alargar las manos hacia ella y apoderarme de los extremos de su chal, con el cual se había envuelto cuello y hombros al modo de un arreo.

En ese momento me di cuenta de que en el recinto había algo además de nosotros, pero no alcanzaba a de­terminar de qué se trataba. Las hermanitas temblaban. Comprendí que ellas tenían conciencia de una presen­cia que yo no era capaz de distinguir. Entendía asimis­mo que la Gorda iba a intentar hacer lo mismo que ha­bía hecho en la casa de don Genaro. Súbitamente, sentí que el viento que penetraba por el ojo de la puerta nos empu­jaba. Me sujeté con todas mis fuerzas al chal de la Gor­da, en tanto las muchachas hacían lo propio conmigo. Girábamos, caíamos y oscilábamos como una gigantesca hoja carente de peso.

Abrí los ojos y comprobé que teníamos el aspecto de un bulto. Tanto podíamos estar en posición vertical como yacer horizontalmente en el aire. Era imposible precisarlo, pues no tenía puntos de referencia sensorial. Entonces, tan de improviso como habíamos sido alza­dos, se nos dejó caer. Todo el peso del descenso se hizo sentir en la línea media de mi cuerpo. Aullé de dolor y mis alaridos se sumaron al de las hermanitas. Me dolía la parte posterior de las rodillas. Una presión insopor­table se ejercía sobre mis piernas de forma que pensé que se me habían fracturado.

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