Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
—Sí, tal vez, Rose. Tal vez. Pero no te preocupes. Lo arreglaremos todo. Y tú volverás dentro de unos meses, ¿vale?
—No podrás impedirlo…
Dicho eso, se marchó. Una vez al otro lado, recogió el bolso de viaje y se volvió una última vez para decir adiós a Jeff y a Edie antes de enfilar el ancho pasillo que conducía a las puertas de embarque.
Rose estaba sentada leyendo una revista cuando una voz anunció en italiano, y a continuación en inglés, que los pasajeros que viajaban en preferente podían embarcar en cuanto quisieran en el vuelo de British Airways con destino a Gatwick. Cerró la revista, la metió en el bolsillo lateral del bolso y se puso de pie.
—Rose —dijo una voz a su espalda.
Ella se dio la vuelta, se sobresaltó y sonrió.
—¿Qué hace aquí?
Ragusa, junio de 1410
Cuando la luz del sol había empezado a iluminar el cielo por el este, la comitiva encabezada por Cosimo ya se había alejado muchas leguas del monasterio. Tres días después habían alcanzado la ciudad costera de Ragusa.
La sensación de estar de nuevo en la civilización les había resultado muy agradable, y no les costó mucho dejar atrás el recuerdo de las penalidades a las que se habían enfrentado. Cuando llegaron a una taberna situada en el mismo centro del bullicioso puerto de Ragusa, ya se ponía el sol, iluminando las espejeantes aguas de la bahía con su cálida luz dorada. Los marineros limpiaban las cubiertas de los barcos y los tenderos competían por liquidar a bajo precio el pescado y las verduras que les quedaban. Unos niños reían y jugaban entre las maromas que sujetaban las embarcaciones al muelle persiguiéndose entre las redes y las cajas mientras los mayores conversaban y bebían.
Cosimo estaba de un humor excelente; la aventura había sido extremadamente peligrosa pero había merecido la pena. El botín que habían conseguido del monasterio era verdaderamente increíble; entre otras obras había una colección de ensayos de Marcial, un comentario sobre Homero y un maravilloso texto que parecía ser una copia muy antigua de un discurso de Platón. También había conseguido salvar un trozo de un texto original de Aristóteles y, la obra más preciada de todas, un original casi completo titulado
Historias
, del gran Heródoto. Todos durmieron como troncos esa noche, la primera que pasaban en una buena cama desde la noche anterior a la incursión en el monasterio.
Cosimo llamó a la puerta. Volvió a hacerlo, esta vez más fuerte, pero de nuevo nadie respondió.
—Ambrogio… Ambrogio —llamó.
Contessina y Niccoli aguardaban en el pasillo, detrás de él, y se dieron la vuelta al ver acercarse al posadero, que, al andar, balanceaba un enorme juego de llaves.
—¿Estáis preocupados por vuestro amigo? A lo mejor anoche bebió más de la cuenta.
El hombre se rió entre dientes y se frotó las barbas del mentón, antes de abrir con llave y empujar la puerta para entrar.
Ambrogio estaba tumbado en la cama, despatarrado.
—¡Ja! Os dejaré a solas para que podáis ayudarle con la cogorza —dijo el posadero, alegremente.
Contessina cogió la mano de Tommasini.
—Ambrogio —susurró. Él pestañeó cuando ella repitió su nombre, y abrió los ojos.
—¡Qué mal aspecto tienes! —dijo Cosimo—. ¡Creía que aguantabas mejor la bebida!
De pronto, se detuvo en la esquina del lecho de Tommasini: el suelo estaba encharcado de sangre y de un asqueroso líquido amarillento. Tumbada de espaldas y con las fauces abiertas, había una enorme rata parda con un tumor gigantesco, casi del tamaño del cráneo, encima de la cabeza. Aún tenía los ojos abiertos y el pelaje manchado de sangre seca.
—Ambrogio, ¿estás enfermo? —exclamó Contessina.
Tommasini trató de incorporarse, hizo una mueca de dolor y se agarró la frente. Tenía unos cercos negros alrededor de los ojos, los labios resecos y cortados y la tez muy pálida.
—No he podido pegar ojo. —Su voz sonó como si tuviera irritada la garganta.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Cosimo señalando el suelo.
Tommasini bajó la vista al suelo y la apartó rápidamente.
—¡Dios mío! ¿Veneno? —dijo con voz ronca.
—Espero que sólo sea eso… En verdad, así lo espero.
Las plateadas estrellas salpicaban el ébano de la noche mientras Cosimo, apoyado en la borda del barco, contemplaba las impenetrables aguas del mar en calma. El
Zadar
, el navío mercante en el que habían embarcado en Ragusa, navegaba a gran velocidad. Pero ninguna embarcación podía ser lo bastante rápida para él; sólo ansiaba llegar a casa, recorrer las calles de Florencia y disponer de tiempo para estudiar los magníficos tesoros que habían salvado del bárbaro Stasanor.
Una travesía de siete días, que bordearía la costa norte y a continuación pondría rumbo al oeste y al sur, los llevaría hasta Ancona, lo que quería decir que evitarían ampliamente acercarse a Venecia. Luego les quedaría un viaje a caballo de dos días y ya estarían en casa. Sintiendo frío súbitamente, Cosimo se ciñó al cuerpo la manta de basta lana que se había echado encima de los hombros.
Cosimo se despertó al oír un agudo grito. Se puso las calzas a oscuras y casi perdió el equilibrio mientras lo hacía. Al salir a cubierta, vio que Niccoli y Contessina aparecían desde la popa: tenían cara de sueño, a la luz gris y fría del alba. Un joven marinero se acercó a ellos corriendo, con los ojos empañados por el espanto. Cosimo estaba a punto de agarrarlo, cuando oyó la voz del capitán.
El capitán Davonik era un grandullón de barba entrecana, ojos de color castaño oscuro y mejillas atezadas. Había seguido esta misma ruta a Ancona un millar de veces y la gente decía de él que en las venas tenía agua de mar en vez de sangre.
—¿Qué pasa, Kulin? Ni que hubieras visto un fantasma…
El muchacho temblaba y casi no podía pronunciar palabra, por lo que el capitán le agarró por los brazos.
—Cálmate.
Sin decir nada, el chico señaló a babor.
Alrededor del barco, hasta donde alcanzaba la vista, la superficie del agua era una masa de peces muertos. Los había de todas las formas y tamaños, flotando en el agua: mil ojos clavados en aquel cielo plomizo sin ver nada.
Casi se había puesto el sol. Cosimo estaba solo en la bodega del barco, sentado ante un cajón puesto al revés que hacía las veces de mesa. La mente le bullía, llena de ideas cada vez más disparatadas que trataban de llamar su atención. Allí abajo estaba todo oscuro, salvo por el círculo de trémula luz amarilla que generaba una vela puesta sobre la caja. Cosimo estaba rodeado de cajones de especias y alimentos exóticos procedentes de Turquía, de Persia y de lugares aún más remotos. Había cestas llenas de telas de muchas texturas diferentes y de todos los colores del arco iris; pronto se convertirían en vestidos a la última moda que se venderían a la gente rica de Nápoles y Génova, Venecia y Florencia. Se dijo a sí mismo que podía ser que en ese mismo cargamento también estuviera la seda que compondría el traje de novia de su amada.
Delante de él había un libro abierto, un volumen que habría sido considerado la pieza más valiosa de cualquier biblioteca de cualquier ciudad del mundo. Era un tratado escrito por un historiador griego llamado Tucídides, que casi dos mil años antes había recreado una oración fúnebre pronunciada por Pericles, el famoso político ateniense. Cosimo leyó en voz alta aquellas palabras: «Y, sin lugar a dudas, no pasaremos sin testigos. Existen poderosos monumentos, símbolo de nuestro poder, que nos convertirán en la maravilla de esta época y de las venideras».
Contessina apareció en la puerta con una jarra de vino y un cuenco grande con pan y fruta.
—Siéntate, Cosi —dijo, y sonrió dulcemente—. Juro que no te he visto probar bocado desde que subimos a bordo.
—¿Crees que me hace falta engordar?
—Sin ninguna duda.
Contessina dejó el vino y la comida en la improvisada mesa y se sentó a su lado.
—No tengo ni pizca de hambre —dijo él.
—Yo tampoco. Pero debemos comer.
Cosimo sirvió el vino: el fuerte y potente líquido rubí procedía de los viñedos de los alrededores de Ragusa.
—¿Ha dado el capitán Davonik algún tipo de explicación sobre lo que ha pasado esta mañana? —preguntó él, en un tono de voz cansado.
Contessina dijo que no con la cabeza.
—Nada de nada. Me ha dicho que llevaba más de treinta años recorriendo el Adriático, que era más joven que Kulin cuando hizo su primera travesía, y que nunca había vivido algo como esto. Está extrañadísimo.
—Si dejara que por un instante flaquease mi sentido común, diría que es obra del diablo.
Niccoli entró en la bodega.
—Necesito hablar con vosotros sobre Ambrogio —dijo.
Contessina le ofreció vino; él lo rechazó y se sentó a la mesa.
—Debía de ser unas dos horas antes del amanecer. No conseguía dormirme; no dejaba de pensar en la rata que vimos en la habitación de Ambrogio. Acabé levantándome y salí a cubierta.
»La noche estaba inusitadamente en calma: podía divisar a lo lejos la isla de Lastova, a estribor. Entonces, me fijé en una cesta que alguien había bajado por el costado del barco y allí, tumbado boca abajo, estaba Ambrogio, tocando el agua con las manos. Vi un resplandor verde, pero se produjo tan rápidamente que no podría estar seguro de lo que era.
—El frasco —dijo Contessina.
—¿Por qué no nos lo dijo?
Se oyeron unos fuertes gritos en la cubierta. Cosimo fue el primero en subir por la escala y, al llegar arriba, estiró el brazo hacia atrás para impedir que Contessina saliera a cubierta.
Ambrogio Tommasini estaba casi desnudo; un chaleco mugriento y unas prendas interiores hechas jirones cubrían escasamente su cuerpo empapado. Estaba acurrucado como si fuera un animal salvaje, con la cara y los brazos cubiertos de enormes llagas y bultos que supuraban un líquido amarillento. Tenía la mirada de un loco, y de la nariz y la boca le goteaba sangre. Se le habían caído los cabellos, que antaño formaran una preciosa mata de rizos rubios, y sólo le quedaban mechones de pelos grasientos pegados aquí y allá al cráneo ensangrentado.
El capitán y el oficial de cubierta se encontraban a unos pasos delante de él, mirándole petrificados.
—¡Atrás! —gritó Tommasini—. Atrás. No me toquéis, estoy maldito. —Entonces reparó en Cosimo y los demás—. Cosi… Cosi. —Las lágrimas rodaron por sus mejillas, mezclándose con la sangre.
Empezó a llover.
—Ambrogio, ¿qué has hecho?
Tommasini le miró sin comprender.
—¿Por qué te lo has callado, como si fuera un secreto? ¿Por qué no…?
Tommasini dio dos pasos vacilantes en dirección a ellos. Entre las grotescas distorsiones de su rostro se abrió paso una mirada de loco.
—Cosimo, oh noble y virtuoso Cosimo, tendrías que oírte. A lo mejor así te darías cuenta de por qué provocas que a tantas personas les entren ganas de vomitar.
La lluvia arreciaba.
—¿Qué esperabas hacer, Ambrogio?
—Tenía unas órdenes que cumplir, Cosimo.
—¿Qué quieres decir?
—No me dirás que crees que tú y la Liga Humanista sois los únicos interesados en los hallazgos de hombres como Valiani, ¿no? —Tosió y tuvo arcadas; un chorro de sangre roció la cubierta. Cuando volvió a levantar la cabeza, parecía un demonio salido del infierno. Añadió casi sin aliento—: Y de Valiani no se puede decir que fuera precisamente muy discreto con sus viajes, ¿no crees? Hasta el Santo Padre se enteró de la existencia de Golem Korab antes que cualquiera de nosotros.
—¿El Santo Padre? ¿De qué estás hablando?
—Qué poca memoria tienes, Cosimo, te olvidas de muchas cosas. Mi padre fue teólogo superior del cardenal Baldassare Cossa, el antiguo nombre de Su Santidad. Yo crecí en el hogar del futuro papa. —Tommasini trató de sonreír, pero el resultado fue una espantosa mueca de gárgola.
—¿Me estás diciendo que el papa Juan conocía la existencia de este frasco?
—Él… él sabía que el viejo monasterio guardaba secretos. Un emisario llegado de Macedonia mencionó el nombre del lugar, hace años, y entonces… —Tommasini miró el cielo, con la cara contraída de dolor—. El Santo Padre se enteró de que Valiani y otros iban tras la pista. Fui llamado a Roma para hablar con Su Santidad; él conocía mi relación contigo y yo estaba bien situado para transmitirle cualquier información que llegase hasta mí. —Volvió a hacer una mueca y se agarró el costado—. Entonces, cuando Valiani apareció de la nada, sentí que me lo estaban poniendo en bandeja. Admito que no me hizo ninguna gracia tener que viajar a las montañas de Macedonia, pero, en fin, fue por la más noble de las causas.
—¿Ah, sí?
—Sí, Cosimo, lo creas o no, hay personas con otros ideales. Mi señor, el papa Juan, tiene enemigos rondándole por todas partes; es un hombre de guerra, además de un líder espiritual… Él, él… —Las piernas empezaron a arqueársele y Tommasini cayó de rodillas—. El Papa… tenía la esperanza de que hubiese algún… algo de gran valor en la biblioteca de Golem Korab…
Los ojos de Tommasini ardieron con un profundo odio hacia sí mismo.
—Oh, Dios, Cosimo, amigo mío, mi leal amigo… Cuánto lo siento… Yo, yo… abrí el frasco…
Siguió moviendo los labios pero ya nada salió de su boca. Emitiendo un débil gemido, se desplomó hacia delante como un saco de harina medio vacío.
Se habían congregado todos en la cubierta del
Zadar
: el capitán y su tripulación, Cosimo, Contessina y Niccolò Niccoli. El cuerpo de Ambrogio Tommasini yacía envuelto en una improvisada mortaja, apoyado en el extremo de la borda. La lluvia dejaba unas manchas marrones del tamaño de un ducado en toda la superficie de la cubierta.
Cosimo no podía evitar pensar en los difuntos, en aquellos a los que había perdido, ¿a cambio de qué? De ideas, de papeles, de palabras, palabras dejadas por unos hombres fallecidos mucho tiempo atrás. El dolor era tan grande que casi no se podía soportar. Levantó la vista al cielo y vio que las gotas de lluvia descendían en dirección a su cara; dejó que le rodaran por las mejillas, suplantando las lágrimas que aún se sentía incapaz de verter.
Durante todo ese tiempo, ¿había conocido el Papa la existencia del frasco? Cosimo sólo podía pensar en lo peor, y debía actuar en consonancia. Había que esconder el objeto e impedir que llegase a caer en las manos equivocadas. Levantando la cabeza, dijo: