Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
… pero una sensación de temor envolvía el monasterio… temor a Stasanor era omnipresente. Lo notaban los monjes y también nosotros.
… por la más pura casualidad… la noche del ataque…
… el buen abad vino a vernos después del rezo vespertino y nos manifestó su deseo de que supiéramos algo relacionado con su monasterio, algo a lo que ningún extraño había tenido acceso nunca. Y así fue como nos enteramos del milagro de san Jacobo y vimos su obra…
Aeropuerto de Toronto, en la actualidad
El teléfono de Luc Fournier sonó justo cuando bajaba del Gulfstream G500.
—Éste es el segundo fallo. —La voz, con su fuerte acento, era inmediatamente reconocible—. Comprenderá que mis colegas estén irritados.
Fournier no replicó.
—Dispone de veinticuatro horas. Si no cumple sus obligaciones, nuestra relación quedará zanjada. ¿Está claro?
—Absolutamente —respondió Fournier en tono glacial—. Pero, por favor, no se le ocurra volver a amenazarme. En cuarenta y cinco años no ha habido una sola vez en que no haya hecho una entrega. No le fallaré… a no ser, claro está, que opte por hacerlo.
El laboratorio era un edificio de hormigón de una sola planta, invisible desde la carretera principal gracias a un bosquecillo. Detrás de él se extendían los campos de cultivo cubiertos de nieve. Las casas más próximas quedaban a casi un kilómetro del edificio, e incluso éstas eran propiedad de Canadian Grain Supplies, una de las numerosas empresas anónimas de Luc Fournier que servían de tapadera a su verdadero negocio.
La limusina se detuvo en el exterior del edificio principal y el conductor salió raudo y veloz a abrir la puerta trasera, sosteniendo al mismo tiempo un paraguas en alto para proteger a Fournier de los no muy densos copos de nieve que caían del cielo gris. Hacía una temperatura de cinco grados bajo cero y el aliento de los dos hombres formaba volutas en el cortante y frío aire.
El director del laboratorio, el doctor Jerome Fritus, salió a recibir a Fournier a la puerta. Con apenas un leve gesto de saludo, el doctor condujo a su patrono por un pasillo que comunicaba con las salas centrales del complejo. Fritus no era muy amigo de la charla intrascendente y sabía que a Fournier no le agradaba conversar de cosas superfluas.
La sala principal del complejo era una habitación de paredes blancas, estéril, un lugar que reflejaba a la perfección el árido aislamiento de los campos helados y del cielo cargado de nieve del exterior. Fritus guió a su jefe hasta un amplio mostrador en el que había un recipiente de cristal con forma de cubo. Dentro se encontraba la tablilla robada de la Capilla Medici.
En ese instante se disiparon de golpe todas las preocupaciones y frustraciones de Fournier. Ya no le importaba nada más, incluidos los terroristas afganos. Se hallaba en presencia de una maravilla atemporal, de algo más grande que todos ellos.
—Recibí su informe inicial sobre la inscripción —dijo Fournier—, pero ¿qué más ha descubierto?
Fritus miraba fijamente a Fournier con las manos entrelazadas detrás de la espalda. A diferencia del resto de los numerosos empleados de Fournier, parecía no sentir ningún miedo de su jefe, lo cual para éste resultaba refrescante. Pero tan pronto como Fritus dejara de serle útil, sería discretamente eliminado.
—Se trata de un rectángulo perfectamente proporcionado, de 3,9 por 1,9 centímetros —respondió Fritus—. La inscripción debió de aparecer en la superficie sólo una vez que la piedra quedó hidratada por el vapor de agua del aire. La escritura verde está hecha a base de un compuesto de azufre que cambia de color cuando entran moléculas de agua en su estructura cristalina.
—¿Y ha conseguido fecharla?
—La datación mediante carbono es, por supuesto, imposible de aplicar debido a que la tablilla está hecha con material inorgánico. Sin embargo, he podido asignarle con bastante precisión una fecha empleando una novedosa técnica de análisis comparativo. La tablilla está hecha de amanortosita, una variante de lo que viene a llamarse roca ígnea intrusiva, caracterizada por la presencia de pequeñas cantidades del mineral letomenita, el cual cambia su estructura química al entrar en contacto con el aire. Esto implica que podemos comparar el grado de modificación de dicho compuesto en los bordes de la tablilla Medici con el material que forma parte del interior de la tablilla. Así sabremos cuándo se cortó el trozo de piedra para darle su forma actual.
Fournier estaba impresionado, como no podía ser menos.
—Pero de lo que no cabe duda es de que todo el tiempo que estuvo dentro de aquel cuerpo, en la capilla, la piedra no tuvo ningún contacto con el aire.
—Correcto —respondió Fritus con el mismo tono con que se habría dirigido a un alumno aplicado—. Pero sí que había aire en el cuerpo cuando fue enterrado, y es posible que algunas moléculas de oxígeno se filtraran dentro del cadáver. Las palabras de la tablilla sólo aparecieron cuando ésta quedó expuesta al aire, pues era necesario que hubiera vapor de agua, algo que de ningún modo pudo abrirse paso entre el líquido de embalsamar que rodeaba el objeto.
—Entonces, ¿las fechas son correctas? ¿La tablilla es auténtica?
—De acuerdo con mis cálculos, la piedra de la tablilla fue cortada y expuesta por primera vez al aire hace entre quinientos y seiscientos años. No puedo ser más preciso.
—No es necesario —replicó Fournier—. Es suficiente para confirmar que la tablilla no es actual. ¿Qué más ha descubierto?
—¿Cómo sabe que hay más, señor Fournier?
Fournier levantó una ceja. Fritus no necesitó más motivos para proseguir.
—He descubierto algo muy extraño: rastros de una sustancia química denominada Ropractín.
—¿Que es…?
—Metapropil dimetilfosfonocloruro, si eso le dice algo. Se trata de un primo segundo del sarín, sólo que mucho más letal. A temperatura ambiente es un líquido de color verde intenso, semifluorescente. Es unas mil veces más venenoso que el sarín, letal en concentraciones de una diminuta fracción de miligramo por cada kilogramo de peso corporal.
Fournier había dejado de prestarle atención. Al cabo de tantos años, por fin entendía el misterio central de la narración escrita por Niccoli de su viaje a Macedonia. Ahora ya sabía qué era el Secreto Medici.
Padua, en la actualidad
El hombre del cabello moreno los observó mientras entraban en la finca con el coche de alquiler y aparcaban a un centenar de metros por la pista de tierra. Todavía notaba hinchada la cabeza por el golpe que se había llevado la noche anterior. Y en lo más hondo de su ser, bullía una furia vengativa.
Cuando alcanzó el bosquecillo que había al otro lado de la entrada, los tres habían desaparecido en el interior de la casa. Rodeó la mansión y vio que dos adolescentes entraban por una de las puertas traseras. A los pocos minutos salieron los dos chicos con la niña.
El retumbo que notaba en la cabeza le impedía pensar con claridad. Cerró los ojos y practicó unos cuantos ejercicios mentales de los que le habían enseñado en las Fuerzas Especiales. Para despejar la mente, respiró hondo varias veces. Al abrir los ojos de nuevo todo parecía más nítido.
Avanzando sigilosamente entre los árboles llegó a otro mirador a cierta distancia de la casa, en una zona de hierbajos y arbustos. Los tres jóvenes charlaban animadamente junto a dos motos de motocross.
Los muchachos se pusieron el casco y enseñaron a la niña cómo se hacía. Iniciaron un recorrido circular que subía por diversos montículos y dibujaba cerradas curvas. Parte del recorrido transcurría por un sendero embarrado, a escasa distancia de donde se encontraba él. Pero sabía que no podían verle.
No tenía absolutamente ningún escrúpulo. El asesinato era su medio de vida. No le era preciso odiar a sus víctimas. De hecho, no sentía nada por ninguna de ellas. Sus órdenes eran obtener hasta la más mínima pizca de información costara lo que costase. Su cliente era muy generoso con el pago. Así pues, planeó librarse de los muchachos, coger a la niña y cambiarla —muerta o viva— por ese artículo sumamente preciado que era la información.
Uno de los hermanos apareció a todo gas por la curva más próxima, levantando una ola de barro a su alrededor. Dándole al acelerador, se encaramó a un montículo, salió volando por los aires y aterrizó con elegancia. El asesino levantó su pistola y se sujetó el brazo con la mano libre para estabilizarlo. El chico se dirigió hacia donde estaba él, derrapó y volvió a salpicarlo todo de barro. La moto se inclinó y giró fuera de control. El chico enderezó la máquina y regresó junto a los otros. La ocasión había pasado.
El segundo chico inició su ronda con un impresionante caballito antes de alejarse a toda velocidad. Pero cuando se acercaba al primer montículo, la rueda trasera resbaló. El chico salió disparado por encima del manillar y se estampó en el barro.
El asesino, clavado en el suelo con las piernas separadas y las rodillas ligeramente flexionadas, apuntó a la cabeza del muchacho, que volvió a montarse, no sin dificultad, en la moto. Empezó a apretar el gatillo.
—¿Chicos?
Rápidamente, bajó el arma y dio un paso hacia atrás, metiéndose entre los árboles. Una mujer rechoncha y baja, con el pelo rosa de punta, apareció de repente.
Filippo se sentó con la espalda recta en el sillín, apagó el motor y se apeó, dejando caer la moto en la tierra mojada.
—Siento estropearos la diversión —oyó el hombre que la mujer decía—. El cocinero ha preparado té y tarta.
Francesco puso los ojos en blanco.
—¿Justo ahora? Acabamos de empezar.
—Haced lo que os plazca, chicos. Pero la tarta de chocolate es algo fuera de lo normal.
—Ésta es nuestra tutora, Matilda —explicó Francesco a Rose—. Matilda es americana y se toma la comida muy en serio.
—Como salta a la vista —añadió Filippo tapándose la boca con la mano y haciendo reír a Rose y a su hermano.
El pistolero los observó entre las sombras mientras los cuatro daban la vuelta y se alejaban en dirección a la casa.
Venecia, en la actualidad
Era de noche cuando llegaron a Piazzale Roma para devolver el coche alquilado. Los cafés y bares de la orilla empezaban a animarse, mientras el taxi marítimo se deslizaba por el Gran Canal. Tardaron sólo diez minutos en llegar al Ospedale Civile.
La habitación de Roberto estaba en silencio y las luces a mínima potencia. En un rincón, un televisor encendido con el volumen bajo. Roberto estaba despierto, sentado en la cama. Tenía que dolerle la cara: la herida tenía peor aspecto que el día anterior.
—Ah, mis intrépidos investigadores —dijo—, y la adorable Rose. Es todo un honor…
Rose no pudo disimular el impacto de verle así, pero se acercó a la cama y le besó dulcemente en la mejilla.
—¿Cómo te encuentras?
—Oh, bastante bien, princesa. ¿Y tú?
—Yo me lo he pasado genial.
Roberto dirigió a Edie y a Jeff una mirada de perplejidad.
—El
barone
Niccoli tiene dos hijos, Francesco y Filippo. Gemelos idénticos. Y de verdad que son igualitos —le explicó Rose muy animada.
—Ah. —A Roberto le resultaba doloroso sonreír.
—Bueno, ¿qué tal va? —preguntó Edie, cogiéndole la mano.
—No me puedo quejar. Enfermeras bonitas, buena comida, un montón de tiempo para relajarme.
Edie frunció el entrecejo.
—Oh, y unas conversaciones de lo más amenas con Candotti. Ayer le mandé a paseo. Le dije que no quería hablar. Esta mañana volvió por aquí, bastante contrito.
—No suena como el Candotti que conocemos y que tanto amamos.
—Tuve la precaución de intercambiar unas palabras con el jefe de policía, el prefecto Vincenzo Piatti. Le conté que os estaban acosando.
—¿Pero hay alguien a quien tú no conozcas?
—A él no le conozco, de hecho. Pero resulta que él a mí sí.
—¿Y eso no picará a Candotti aún más?
—Puede que sí… pero, sinceramente, me da igual. Creo que ninguno de nosotros debería confiarle a nadie nada de lo que sabemos. Candotti está haciendo su trabajo, pero la policía no puede protegernos en este momento y yo creo que la mejor forma de impedir que personas como él accedan a la información es, simplemente, evitándolas. De todos modos, ya basta de eso. ¿Qué habéis averiguado?
Edie le habló de la biblioteca del
barone
Niccoli y del destino que habían corrido los diarios.
—Resultó ser una lectura fascinante pero frustrante. No nos ha hecho avanzar lo más mínimo.
Roberto permaneció en silencio unos segundos, sumido en sus pensamientos.
—¿Y tú?
—Bueno, afortunadamente, al menos yo sí he conseguido algún avance: la pista del Gritti Badoer; tampoco es que haya tenido mucho más en que pensar.
—¿Qué me dices de las enfermeras? —apostilló Edie, sonriendo dulcemente.
Roberto levantó una ceja y prosiguió.
—Esa frase musical resulta fascinante. A simple vista parece bastante obvia. Cada nota tiene que hacer referencia a una letra que yo pensaba que formaría una frase.
—¿Y no es así?
—No. Las letras formaban algo sin sentido. Entonces, empecé a pensar en los numerales romanos IV y V. De repente se me ocurrió que debía trasponer las notas en una clave diferente y esos numerales indicaban el modo.
—¿Qué quieres decir?
—Veamos: Se puede interpretar una pieza musical en la clave que sea, lo que crea la melodía no son los intervalos que hay entre las notas. Los signos grabados en la semiesfera representaban un pentagrama con una sucesión de notas. Ésta puede trasponerse; todas las notas pueden desplazarse hacia arriba o hacia abajo para cambiar de clave. Los números romanos nos estaban diciendo algo. En la pista había dos renglones de música: debajo del primer renglón aparecía el número IV y debajo del segundo el número V. De pronto entendí que tenía que trasponer las notas del primer renglón a cuarta perfecta y las notas del segundo a quinta mayor.
—¿Y con eso obtuviste una serie de notas que sí creaban un mensaje legible?
—Pues… no.
—¿No? —Jeff estaba empezando a irritarse, pero se daba cuenta de que tenían que seguirle la corriente a Roberto, pues era evidente que estaba disfrutando de lo lindo suministrándoles la información poquito a poco.
—Yo también me llevé una sorpresa. Pensé que lo había resuelto. Pero entonces todo encajó. En la copia que hiciste de los signos grabados no aparecía ninguna clave musical.