El secreto de los Assassini (28 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El secreto de los Assassini
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Lincoln, Alicia y sus compañeros habían buscado refugio en la casa de Crisóstomo Andrass, el líder armenio que los había acogido en su primer viaje a la ciudad. Crisóstomo apenas salía de su pequeña villa. Las persecuciones hacia los armenios de Estambul se había intensificado en las últimas semanas y eran comunes las desapariciones y los asesinatos de armenios a plena luz del día. Crisóstomo era uno de los pocos altos funcionarios de origen no musulmán, pero todos temían que la orden de deportación o encierro llegara también a los armenios de la ciudad.

Se escuchaban rumores sobre la rebelión de los armenios en Van y las victorias rusas en la frontera, pero eran pocos los que creían en una pronta liberación.

Gracias a la ayuda de la red de espías armenios, Lincoln pudo ponerse en contacto con Yamile e introducirla en Estambul. La princesa había llegado esa misma mañana a la ciudad con una identidad falsa. Cuando la vieron entrar no pudieron menos que lamentar su aspecto. A pesar de conservar intacta su belleza y su juventud, se percibía el estado avanzado de su proceso degenerativo. Su rostro estaba pálido y ojeroso. Sus labios comenzaban a arrugarse y el brillo de sus ojos había desaparecido por completo.

—Yamile, querida —dijo Alicia recibiéndola con un abrazo. Cuando la apretó contra ella notó su cuerpo huesudo y débil.

—Os he echado mucho en falta. El amable señor Garstang me ha intentado animar todo el tiempo, pero nada me tranquiliza, sufro terribles dolores —dijo Yamile intentando sonreír. Después miró a su alrededor con los ojos desorbitados—. ¿Dónde está Hércules?

Lincoln se acercó a la mujer y le besó la mano. Intentó buscar las palabras adecuadas, pero las ideas se le agolpaban en la mente. Al fin y al cabo, no sabía a ciencia cierta dónde estaba Hércules ni cuál era su estado.

—No sabemos mucho de él. Lo único que conocemos es que está con los
assassini.

—¿Con los
assassini?
Por Dios, lo han secuestrado.

—No, creemos que él colabora con ellos por algo, seguramente ha llegado a algún tipo de acuerdo que desconocemos —dijo Nikos.

—¿Un acuerdo? Los
assassini
no son personas razonables con las que se pueda llegar a un acuerdo —dijo Yamile.

—El hecho es que estamos buscándolo por toda la ciudad —dijo Lincoln.

La princesa perdió todas sus fuerzas, y Lincoln y Roland la sostuvieron y la sentaron en uno de los sofás. Alicia comenzó a abanicarla, pero el rostro de la mujer se había vuelto de un pálido casi transparente.

Unos minutos más tarde, la princesa logró recuperarse y todos la rodearon. Crisóstomo le proporcionó un vaso de agua.

—Ya me encuentro mejor, gracias.

—Tenemos sospechas de que los
assassini
están detrás de la muerte de algunos armenios y musulmanes de la ciudad. Traman algo contra nosotros, pero no sabemos muy bien qué.

—Al-Mundhir nos contó cuando estuvimos prisioneros en El Cairo, que para que llegara el advenimiento del Imán Oculto, antes debía producirse un gran sacrificio en su nombre —dijo Yamile.

—¿Sacrificio? —preguntó Lincoln.

—Una especie de holocausto u ofrenda —apuntó Nikos.

—¿Y qué tienen que ver los armenios con eso? —preguntó Alicia.

—Ellos son el holocausto —dijo Lincoln—. Ahora lo entiendo. Pretenden hacer algo en la ciudad con el Corazón de Amón, un gran rito. Por eso necesitaban la transcripción del ritual. Pero el sacrificio no será esta vez de animales. Será de personas.

Un fuerte golpe en la planta inferior los sobresaltó. Después se escuchó el taconeo de unas botas escaleras arriba. Las puertas de la sala se abrieron de par en par y una docena de soldados los rodeó. Apuntaron sus fusiles hacia ellos y les pidieron que levantaran las manos. Después, un oficial entró en la estancia.

—¿Crisóstomo Andrass? —preguntó el oficial.

—Sí —dijo el hombre.

—Queda usted detenido por alta traición.

—¿Traición?

—Sabemos que trabaja para los servicios secretos británicos.

—¿Qué pruebas tienen? Esto es un atropello —dijo el hombre, resistiéndose al arresto.

—Roland Sharoyan fue capturado por nosotros hace tiempo y prometió ayudarnos a capturar la red de espías si liberábamos a su madre y su hermana. Hace unas semanas estuvimos a punto de capturarlo, pero nos dijo que unos espías americanos y griegos tenían que realizar algún trabajo en Armenia y retrasamos su captura. Esta misma mañana volvió a ponerse en contacto con nosotros.

Todos miraron a Roland, el mismo joven sensible y valiente que los había acompañado en su largo viaje al valle de los asesinos los había traicionado. Roland agachó la cabeza y dos soldados lo condujeron a la salida, después de esposarlo.

—Se trata de un error. No somos espías —dijo Lincoln—. Quiero ver a mi embajador.

—Los espías no tienen derechos. Aprésenlos a todos —dijo el oficial con un gesto.

Los soldados los rodearon y fueron esposados uno a uno. Después, en un carro de caballos cubierto fueron transportados hasta la cárcel militar de Estambul.

72

Estambul, 20 de febrero de 1915

Mehmed V se anudó la bata y se sentó frente a su escritorio de marfil. Era una pieza única, labrada por artesanos africanos y traída desde Etiopía para él. Abrió uno de los cajones y extrajo el documento. Los sellos colgaban de uno de los extremos, el texto era escueto, pero no dejaba lugar a dudas sobre la suerte de más de un millón de almas. No sentía una especial simpatía por los armenios, aunque alguno de sus colaboradores más íntimos lo había sido, pero el exterminio por abandono, el exilio o la conversión forzosa no eran la forma en la que él entendía las cosas. No quería ser conocido por su crueldad como lo fue su hermano Abdul Hamid II, pero en su poder ya no estaba decidir nada.

Alargó la pluma y comenzó a salpicar la hoja con tinta. Apenas había trazado una línea cuando se detuvo, se puso en pie y se dirigió al gran ventanal. El Cuerno de Oro parecía apacible a aquellas horas de la mañana. Los barcos navegan sin prisa por el estrecho y el cielo azul irradiaba una especie de perfección, que le subió levemente el ánimo.

Cuando el mundo se desmorona, pensó, Alá sigue iluminando cada amanecer. Él que había vivido siempre en el lujo y la riqueza, no sabía qué era la paz y la tranquilidad. Constantemente temeroso de que su hermano lo eliminara, con el corazón angustiado por gobernar un imperio vasto que se desmoronaba de día en día y con el orgullo herido por los Jóvenes Turcos que controlaban el Gobierno y el país.

Se volvió a sentar. Miró el documento y lanzando un gran suspiro, firmó. Se puso en pie y decidió ir a desayunar. Sus pobres nervios le habían levantado terriblemente el apetito.

73

Yamile se pasó gritando toda la noche, como si hubiera decidido gastar sus últimas fuerzas en liberar a sus amigos. Gritaba en árabe, pedía ver a su marido el sultán. Uno de los oficiales del turno de mañana, cansado de los gritos, sacó a la mujer de su celda y dejó que se sentara en la mesa exterior.

—Se ha vuelto loca. Si sigue gritando terminarán por matarla —dijo el joven oficial, apiadándose de la mujer.

Yamile miró con sus ojos ojerosos al hombre y le dijo:

—Soy la mujer del sultán, su favorita...

—Señora, entiendo su desesperación, pero es inútil que simule conmigo. Usted es una espía armenia.

—No soy armenia, ya lo he repetido mil veces.

—El pasaporte que utilizó para atravesar la frontera pone que su nombre es Fátima Jamini, pero sabemos que es un pasaporte falso, realizado por falsificadores de un grupo armenio independentista. ¿Por qué un grupo armenio independentista iba a fabricar un pasaporte falso a la mujer del sultán?

—Me escapé del harén hace cuatro meses, pero cuando mi esposo sepa que he vuelto, me acogerá de nuevo. Usted solo tiene que llevarle un mensaje.

—Si le llevo un mensaje me harán un consejo de guerra.

—Tengo algo que él reconocerá. Un anillo que el sultán me regaló hace tiempo —dijo la mujer sacando un anillo de su escote.

—Pero señora.

—Enséñele el anillo. En cuanto él lo vea me reconocerá y le prometo que recomendará su ascenso.

El oficial se quedó pensativo. Aquello parecía una locura, pensó, pero no perdía nada yendo al palacio del sultán e intentando hablar con él. En todo caso cumplía con su deber.

—Mire, si el sultán reconoce el anillo, recibirá un ascenso; en el caso de que se busque un problema, podrá quedarse con el anillo. Tiene un gran valor, esas piedrecillas son diamantes.

—¿Diamantes? —preguntó el oficial mientras cogía el anillo entre sus manos—. No le puedo prometer nada, pero en cuanto termine mi turno lo intentaré.

Yamile regresó a la celda con una sonrisa. El resto del grupo permanecía cabizbajo, les habían mantenido a todos juntos a excepción de Roland, que estaba en la celda contigua.

—¿Qué le ha dicho? —pregunto Lincoln.

—Lo intentará —contestó la mujer, triunfante. Por unos momentos la alegría y el vigor iluminaron su mirada, volvía a sentirse fuerte de nuevo.

74

El
mulá
los introdujo en la mezquita y la docena de hombres inspeccionó el terreno palmo a palmo. Hércules permaneció al lado de Al-Mundhir como un perro fiel. Al árabe le divertía tener de guardaespaldas a su enemigo más fiero, por eso, cuando se acercó el general con sus soldados, apenas se inmutó. A una orden suya, el occidental se lanzaría sobre sus enemigos hasta masacrarlos.

El general se paró frente a los dos hombres e hizo un gesto señalando a Hércules.

—No se preocupe por él. Ahora es mi perro guardián, ¿quiere ver cómo actúa? —dijo Al-Mundhir mientras chasqueaba los dedos y Hércules saltó como un resorte sobre los dos soldados más próximos al general. Los derrumbó con rabia, después miró a su amo. El árabe hizo un gesto para que soltara su presa.

—Impresionante. Si tuviéramos un ejército de hombres tan... —dijo el general buscando las palabras.

—¿Implacables? —dijo el árabe.

—Implacables, terminaríamos la guerra en pocas semanas.

—Usted, general, es un fiel musulmán. Si todo sale bien, nada podrá resistírsenos. En los últimos años hemos visto cómo los Jóvenes Turcos arrancaban del corazón del imperio sus creencias en Alá y la religión, pero todo eso está a punto de terminar.

—Eso espero, Estambul está en peligro. Los aliados pueden asaltarla en cualquier momento.

—Nadie puede tocar el
madhi,
instaurará una nueva era de...

—El trato es la muerte del sultán. Nuestra parte ya la hemos cumplido, los armenios de la ciudad son suyos —cortó bruscamente el general.

Al-Mundhir hincó la mirada en la figura arrogante del general. Los
assassini
tenían que negociar con gente como él para lograr sus objetivos, siempre había sido así, pero cuando el
madhi
regresara, todo sería muy distinto.

75

El oficial jugueteaba con su sombrero mientras esperaba en el salón. Le sudaban las manos y, de vez en cuando, se pasaba el dedo por el cuello de su camisa. Se puso en pie y paseó por la estancia. Nunca había visto tanto lujo reunido. Grandes jarrones, mesitas de madera y oro, cuadros y tapices. Todo aquello debía de valer una fortuna.

La puerta de la sala se abrió y dos guardias se situaron uno a cada lado de las hojas de madera blanca. El sultán entró en la sala apoyado sobre su bastón. El oficial se inclinó ante él y comenzó a temblar.

—Oficial —dijo el sultán mirando con ojos indiferentes al soldado.

—Señor —tartamudeó el hombre.

—¿Usted ha traído este anillo? —preguntó el sultán mostrando la sortija de brillantes.

—Sí, señor —respondió temeroso el oficial.

—¿Dónde lo encontró?

—Me lo dio una mujer que está en la cárcel militar. Dice que es una de sus esposas.

—¿Dice que es mi esposa? —preguntó el sultán inquieto.

—Sí, señor.

El sultán miró de nuevo la joya, no pensó que volvería a ver a la princesa. El corazón le dio un vuelco y acercó su cara a la cabizbaja cabeza del oficial.

—¿Qué hace en la cárcel? —le preguntó con un susurro.

—La han detenido, señor.

—¿Acusada de qué?

—De espía armenia, señor.

—Espía armenia —repitió el sultán, sin poder contener la risa. Su mujer era muchas cosas, pero nunca se le había ocurrido algo tan gracioso.

76

El sultán bajó las escaleras con el corazón acelerado. No había pensado que volvería a verla. Por unos instantes recordó la primera vez que se encontraron. Ella era poco más que una niña asustada. Acababa de cumplir diecisiete años, su rostro infantil contrastaba con su mirada inteligente y su capacidad para persuadir y convencer. No tardó mucho en convertirse en la favorita y eso que, en el ambiente de un harén, en el que las mujeres compiten hasta por el último privilegio, no era fácil destacar. Había nacido para ser una de las concubinas del sultán y en cambio se convirtió en la esposa más amada.

Cruzó el pasillo y se dirigió hasta la reja de la celda. Con un gesto ordenó que la abriese. Dentro había un hombre negro, otra mujer pelirroja, un segundo extranjero y Yamile. Era ella sin duda, pero no lo parecía. Su avejentado rostro había recuperado milagrosamente la juventud. Aunque parecía cansada y enferma.

—Yamile —dijo el sultán abriendo los brazos. Había pensado torturarla, mandarla azotar e incluso matarla, pero al verla comprendió de golpe por qué se había sentido tan solo y deprimido aquellos meses.

La princesa lo miró con compasión. No lo amaba, pero había aprendido a quererlo. Él siempre la había tratado bien, con respeto y cariño. Había sabido comprender sus miedos y había tenido mucha paciencia con ella.

Yamile avanzó unos pasos y abrazó al sultán. Notó las lágrimas que corrían por la cara del hombre y caían sobre sus hombros desnudos.

—Mi amada Yamile.

—Perdona, te abandoné. No podía vivir más en tu cárcel dorada. Te dediqué los mejores años de mi vida, pero quería volver a ser joven y experimentar lo que se siente al ser libre —contestó la mujer, con la cabeza gacha.

—No hay nada que perdonar —dijo el sultán. Después, agarró la barbilla de la mujer y la miró detenidamente—. ¿Qué te ha pasado? ¿Pareces mucho más joven? ¿Fue la joya, el Corazón de Amón?

La mujer permaneció unos segundos callada. Si quería que el sultán les ayudara, debía ser sincera con él.

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