Le costó estirar su encorvado cuerpo sobre el sofá, como si su desgarbada figura tuviera unas garras invisibles que no lo dejaran moverse. Vestido tal como estaba hacía días, fue al baño. Volvió rápidamente ya que sólo necesitaba orinar, sin asearse en lo más mínimo. Al regresar vio que el arqueólogo estaba muy mal.
—Lo dejaré comer y beber algo, pero le advierto que al primer movimiento extraño le disparo —le indicó mientras le apuntaba con su pistola.
Aquiles no pronunció palabra. Estaba demasiado cansado y aturdido. Villamitrè puso una botella con agua y un vaso sobre la mesa, algunos panes, frutas, una lata de atún, diferentes trozos de quesos y un par de
spanakopitas
, unas empanadillas griegas que llevaban allí ya dos días.
—Tendrá que disculparme, profesor. No es la buena gastronomía griega a la que seguramente estará acostumbrado, pero debe comer algo —dijo con sarcasmo.
Aquiles seguía sin hablar, con la cabeza gacha. El dolor de su cuello le era insoportable.
—Voy a soltarle una mano para que pueda comer, pero seguirá atado con la otra a la silla. Le repito, un movimiento en falso y caput —hizo una seña con su mano por debajo de su cuello, como si le cortase la cabeza.
Le soltó las cuerdas que aprisionaban el brazo derecho del arqueólogo y le dejó la izquierda atada.
—Muy bien. La mesa es suya —le dijo haciéndole un gesto para que comiera y bebiera.
Aquiles no tuvo más remedio que comer algo.
—Tome —volvió a decirle, y extrajo de la bolsa de su pantalón un par de aspirinas.
A pesar de su edad, Aquiles era un hombre fuerte. Su vigor se debía tanto a lo físico como a su carácter. Su interior estaba lleno de vida. Se sentía como un niño. Tenía sueños, estaba haciendo el trabajo que le gustaba, seguía su destino.
Comió una manzana, uvas y un plátano, bebió bastante agua. Al cabo de unos minutos articuló unas palabras.
—Por favor, déjame un poco la mano libre, necesito que circule la sangre.
El francés arqueó su boca hacia abajo.
—D'accord.
Aquiles se quedó mirando a la pared, Villamitrè no dejaba que se girara hacia él para que no le viera el rostro. Aprovechó para descansar sus ojos, ya que el poderoso reflector no estaba encendido sobre él. Tenía los ojos rojos a causa de la luz. La debilucha silueta del francés estaba sentada sobre el sofá, mirándolo de espaldas.
Aquiles soltó un susurro inesperado.
—¿Cuánto dinero te pagan?
—Eso no es asunto suyo.
—Estás hipnotizado.
—¿Cómo dice? —preguntó Villamitrè, sorprendido.
—Que estás hipnotizado —el tono de voz del arqueólogo había recuperado un poco de fuerza.
—¿A qué se refiere?
—Tú y tu organización. Sólo eres un esclavo de la maquinaria.
El francés no lograba comprender las palabras ni por qué el arqueólogo le decía aquello.
—Sólo cumplo órdenes. Y me pagan muy bien por ello.
—Te moviliza el dinero. Estás viviendo una ilusión. Eres completamente reemplazable.
Al escuchar eso Villamitrè se incorporó sobre el sillón.
—¿Y dices que trabajas porque quieres ganar dinero? ¿Para qué?
—Eso es asunto mío. No se meta donde no le llaman.
Aquiles no hizo caso a aquellas palabras.
—Ganas dinero para volver a gastarlo en cigarros, en putas, en comida. Yo podría darte el doble de lo que ellos te pagan.
Vangelis jugó la carta del soborno. El francés no era un hombre de ideales. Aquello le hizo despertar completamente.
—Estoy por comprarme una casa —argumentó el francés, que encendió el primer cigarro de la mañana en ayunas.
—¿Una casa? ¡Qué bien! —exclamó con sarcasmo—. Te sentirás propietario de un sitio que pronto no será tuyo.
—¿Cómo dice?
—En poco tiempo la Tierra volverá a ser patrimonio de todos.
—¿Qué está diciendo?
—Sólo te estoy informando.
—¿Informando? ¿Qué cosa?
Aquiles tomó una dificultosa respiración. Se quejó y emitió una tos seca. Uno de sus pulmones le dolía mucho. Estaba sufriendo. Si iba a morir primero iba a decir todo lo que le viniera en gana.
—Tú, como mucha gente, vive una vida hipnótica. Trabajan, muchas veces en algo que no les gusta, comen, gastan su dinero, tienen el sueño de comprarse una casa, una pareja que les dé felicidad. Todas esas cosas son una ilusión. ¿Nunca te has preguntado por qué estás en la vida?, ¿qué haces aquí?, ¿cuál es tu misión?, ¿qué hay más allá de tus narices, en el universo?
Aquellas palabras desconcertaron a Villamitrè.
—Veo que quiere filosofar —le respondió sin mucho interés.
—¿Contigo? —Aquiles se giró hacia atrás, aunque no pudo verle el rostro—. La filosofía es para gente inteligente.
—No se pase de listo, profesor.
El francés golpeó la espalda de Vangelis con un bate.
—Termine de comer y mantenga la mirada hacia la pared o le pongo las luces en la cara.
Aquiles se reincorporó lentamente. Su cuerpo cada vez más dolorido.
—No me has contestado.
—¡¿Qué mierda quiere que le conteste?! ¿Me quiere sobornar? ¿Me quiere educar?
—¿En qué te diferencias de los animales? Ellos también quieren sobrevivir con la comida, copular y tener un sitio para vivir.
—¿A dónde quiere llegar, profesor? ¿Cuánto dinero me ofrecería? ¿Me salvará de la muerte? —el francés soltó una risa seca seguida de una tos.
—El cigarro se encargará de tu muerte.
—Todos vamos a morir un día.
—Sí, en eso tienes razón. Pero una cosa es morir estando vivo y otra que la muerte te sorprenda dormido y programado. Hay una diferencia muy grande en morir haciendo lo que has venido a hacer y perder el tiempo en sembrar tus semillas sobre el asfalto.
—¿Mis semillas?, ¿qué semillas? —la VOZ del francés mostraba irritación. No entendía las palabras del arqueólogo.
—Tus semillas, franchute, tus sueños. Supongo que cuando eras pequeño te preguntaban qué querías ser cuando fueras mayor. ¿Lo has cumplido?
El desgarbado francés tuvo un repentino recuerdo de su niñez, como si una película se proyectara frente a él. No había tenido una niñez ni una infancia feliz. La suya era una película en blanco y negro. De pequeño, siempre habría querido ser cantante como su ídolo francés, Charles Aznavour.
Guardó silencio, pensativo.
—Si no realizas los sueños que tuviste en la infancia, nunca serás feliz ni libre. Vivirás programado por la sociedad. Harás lo que ellos te digan.
—¡La Liberté! —exclamó el francés con ira—. ¡Yo soy libre!
Montado en cólera golpeó con más fuerza una y otra vez, haciendo que un hilo de sangre corriera por la herida espalda de Aquiles, que cayó de bruces, inmóvil, abatido.
Silencio.
Aquiles emitió un quejido, se dio vuelta dificultosamente por el suelo y, tras varios minutos, siguió hablando.
—Tú no eres libre —susurró pasándose una mano por el rostro lleno de sangre—, tú tienes tu escapismo existencial en la televisión, la bebida y el cigarro. ¿Sabes que normalmente la mayoría de la gente se pasa unas cuatro horas diarias frente al televisor?
Villamitrè se alzó de hombros, su boca se arqueó hacia abajo.
—¡Váyase a la mierda, profesor! ¿Eso qué?
—Es una forma de huir del destino personal. Vivir la vida de otros es más fácil y menos arriesgado. Y si sumas. —Aquiles cerró sus ojos para calcular mentalmente, cuatro horas por día, dos meses.
Los ojos de Villamitrè adquirieron una expresión maligna. Había logrado ponerlo furioso, inquieto. No había sido buena idea darle de comer.
—Dos meses —volvió a repetir el arqueólogo—, dos meses mirando televisión al año, sumados a las horas que duermes te dan más o menos unos ciento veinte días. O sea, entre dormir y ver la televisión son unos ciento ochenta días. Te queda sólo la mitad para sentirte libre.
—¡Me está exasperando! ¡Ya le dije que yo soy libre!
—Te equivocas. Libre es aquella persona que va tras sus sueños.
—¿Destino? ¿Sueños? ¿De qué me habla? Yo trabajo como todos y gano mi dinero, luego hago lo que quiero.
—El dinero no te dará todo el poder.
—¿Ah, no? ¿Y qué me lo dará? ¿Descubrir un monumento? ¿Rascar la tierra para ver si encuentro un tesoro de antiguas civilizaciones? ¡Qué! ¡Contésteme, profesor! —Aquiles había logrado enfurecer más a Villamitrè.
—La ira es símbolo de miedo. Lo que te dará el verdadero poder es saber quién eres, sentir que tienes un alma inmortal. Tú no estás aquí por tu libertad. Tú recibes órdenes. Simplemente eres un pistón de una gran maquinaria, si el pistón se rompe, se cambia por otro. Eres desechable. Yo puedo darte el doble de dinero si es lo único que te interesa.
La cara del francés, ahora pensativa, mostraba una mueca de resignación, la cara del fracaso y la ambición.
—Tú estás programado por la sociedad para hacer lo que ellos te indican. Eso es peor porque incluso debes responder a tus jefes, a alguna organización de la que ni siquiera conoces a sus miembros.
En ese punto Villamitrè reconoció que aquel hombre tenía razón. Siempre recibía los pagos de personas que no conocía.
—Hágame una oferta entonces. ¿Qué me sugiere que haga? —su voz mostraba escepticismo e ironía.
—Tú no puedes hacer mucho, eres como una iglesia abandonada.
—¿Iglesia abandonada?
—Sí, franchute. No tienes cura —dijo Aquiles, jugando con el doble sentido de la palabra y se contuvo para no soltar una carcajada. Se sorprendió a sí mismo al permitirse bromear en aquel momento de tensión.
El francés presa de la ira, golpeó al arqueólogo sin piedad, con todas sus fuerzas, en la espalda, en la cabeza, en las piernas. Aquiles ahora tenía el rostro cubierto por la sangre que le manaba en grandes cantidades de la nariz. Un certero golpe detrás de la nuca desmayó a Vangelis.
Villamitrè sintió con extrañeza que aquellas palabras escuchadas eran peligrosas para él.
—Gracias por los consejos, profesor —le dijo observando el cuerpo inerte de Aquiles—, pero creo que llegó la hora de que lo ate y amordace otra vez.
Cuando el avión de Adán estaba despegando desde el aeropuerto de Santorini hacia Londres para ver a Krüger, Sopenski ya estaba en la capital británica listo para proceder. Mientras tanto, Eduard Cassas había conseguido su nuevo teléfono e inmediatamente hizo su primera llamada. Los breves segundos que tardaron en contestarle le parecieron siglos, estaba lleno de ansiedad y su tic nervioso se activó como un resorte.
Desde el Vaticano, la llamada fue contestada por Raúl Tous.
—Hola —dijo Eduard con impaciencia—, soy yo.
La respuesta del cardenal sonó firme y autoritaria.
—¿Dónde estás? —preguntó Tous atormentado por un inmenso dolor de cabeza—. ¡Estaba esperando noticias! ¿Por qué has desaparecido?
—Tengo buenas noticias —contestó rápidamente el catalán—. No tenía teléfono, no pude avisarte.
—¿Buenas noticias? ¿Dónde estás? —El Mago experimentó una descarga de adrenalina por aquellas palabras, las necesitaba.
—Creo que he logrado lo que querías —dijo Eduard con cierta vanidad, sabiendo que obtendría, como recompensa, una dosis de poder.
—¿Ha confesado algo Aquiles? ¿Pusiste en marcha el plan? —la voz de Tous mostraba impaciencia.
—Algo que nos llevará a eso. Estoy en Santorini con la hija de Aquiles Vangelis.
Al cardenal le brillaron los ojos.
—¿Qué haces allí?
—Un amigo suyo y ella me trajeron. Están en el laboratorio buscando información sobre el descubrimiento del arqueólogo. Su padre no le desveló nada —contestó el catalán, sin abrir mucho la boca. Eduard tenía una extraña forma de hablar, como si tuviese soldadas las mandíbulas—. Quizá el destino existe, Raúl —dijo El Búho, que en su intimidad era el único que se permitía llamarlo por su nombre de pila. Sabía que el cardenal era impaciente, necesitaba sacar tajada de aquel logro.
—No te separes de ella, dale unas horas más para ver si encuentra algo. Si no, ejecutemos el plan.
—Entendido.
—¡Aquiles hablará! —el cardenal soltó aquellas palabras tan rápido como si las vomitara. Estaba eufórico. En los ojos de Eduard se encendió un brillo.
—Su amigo fue a ver a un genetista en Londres. Intentará averiguar si el arqueólogo dejó su descubrimiento allí.
—Su nombre y dirección, ¡rápido!
Eduard le dijo la información al instante.
—Movilizaré a más gente. No vuelvas a desaparecer —le ordenó—. Mantenme informado cada hora —Tous sintió que ahora volvía a estar en la carrera.
Inmediatamente Eduard salió a toda prisa en busca de Alexia.
Alexia estaba revisando los papeles, carpetas y archivos que encontraba. Se había fijado debajo del escritorio, detrás de cuadros y en los rincones más insólitos, sin demasiado éxito. La frustración la había hecho presa. Se sentía frustrada y cansada. De pronto, volviendo a repasar la agenda de su padre, encontró algo que le llamó la atención.
La última anotación del arqueólogo marcaba como "cancelada" una cita con el dentista. Debajo escribió calle Amalias 45, justo un día antes de la fecha de su encuentro con ella y Adán, a quien decidió llamar para comentarle. Después de unos segundos entró el contestador del celular y dejó un mensaje:
Adán, creo que tengo una nueva pista. El mismo día en que lo secuestraron, mi padre fue o planeó ir a un sitio en Atenas, tengo la dirección. Estaba escrito en su agenda. Volveré para ver qué iba a hacer allí. Llámame urgente una vez que escuches este mensaje. Apunta la dirección.
Eduard entró al laboratorio del arqueólogo de manera sigilosa, intentando capturar a Alexia por sorpresa. La buscó en todas las habitaciones pero no había nadie. El tic nervioso se activó en su rostro. "¡Maldita perra! ¿Dónde te has metido?"
Observó que no estaba el otro juego de llaves, husmeó sobre el escritorio y vio la agenda abierta del arqueólogo. Estaba abierta en la fecha del secuestro, vio la cita con el dentista y más abajo ¡la dirección de Atenas donde tenían preso a Vangelis! Estaba enfurecido. No veía la hora de ponerle la mano encima. "Ella no sabe qué significa esa dirección."
Revisó hacia los lados y entre los papeles halló una nota:
Eduard, vuelvo urgente a Atenas. Hallé una pista sobre mi padre. Quédate aquí por si necesitamos algo.