—Me alojaré en El Panamá hasta que pueda instalarme en mi apartamento —explicó Osnard—. En teoría debería haber estado listo hace un mes.
—Siempre es así, señor Osnard. Los contratistas son iguales en todas partes. Lo he dicho muchas veces y lo vuelvo a repetir: lo mismo da donde uno esté, ya sea Nueva York o Tombuctú, los contratistas son invariablemente el gremio más ineficaz.
—Y alrededor de las cinco no tendrán ahí mucho ajetreo, ¿verdad? ¿No habrá aglomeraciones?
—Las cinco es nuestra hora baja, señor Osnard. Los clientes del mediodía están ya sanos y salvos en sus trabajos, y los vespertinos, como yo los llamo, aún no han hecho acto de presencia. —Se reprendió a sí mismo con una risa de desaprobación—. No. Miento. Hoy es viernes, así que los vespertinos se marchan a casa con sus esposas. A las cinco le brindaré toda mi atención con sumo placer.
—¿Usted personalmente? ¿En carne y hueso? Los sastres de postín a veces contratan lacayos para hacerles el trabajo pesado.
—Por suerte o por desgracia, señor Osnard, yo estoy chapado a la antigua. Para mí, cada cliente es un desafío. Mido, corto, pruebo, y nunca me paro a contar cuántas pruebas son necesarias para conseguir un acabado perfecto. Ni una sola parte de los trajes sale de este establecimiento mientras están confeccionándose, y yo mismo superviso cada fase del proceso hasta su conclusión.
—Muy bien. ¿Y cuánto va a costarme? —preguntó Osnard. Pero en broma, sin ánimo de ofender.
En los labios de Pendel la sonrisa se hizo aún más amplia. Si hubiese estado hablando en español, lengua que se había convertido en su segunda alma y su preferida, habría contestado a esa pregunta sin la menor reserva. En Panamá nadie se avergonzaba al tratar de dinero a menos que estuviese en la ruina. En cambio, como era sabido, las clases altas inglesas resultaban imprevisibles en cuestiones de dinero, y a menudo los más ricos eran los más cicateros.
—Yo ofrezco lo mejor, señor Osnard. Como siempre digo, un Rolls-Royce no se regala, y un Pendel Braithwaite tampoco.
—¿Y cuánto va a costarme, pues? —insistió Osnard.
—Veamos. El traje convencional de dos piezas sale a unos dos mil quinientos dólares por término medio, aunque puede encarecerse según la tela y el estilo. Una chaqueta son mil quinientos; un chaleco, seiscientos. Y puesto que acostumbrarnos usar los géneros más ligeros, y por consiguiente recomendamos un segundo par de pantalones a juego, ofrecemos ese segundo par a un precio especial de ochocientos dólares. ¿Es un silencio de estupefacción eso que oigo, señor Osnard?
—Pensaba que la tarifa estaba en dos de los grandes por un traje corriente.
—Y así era, caballero, hasta hace tres años. Pero en los últimos tiempos, desgraciadamente, el dólar anda por los suelos, y sin embargo en P & B no nos queda más remedio que seguir comprando géneros de primerísima calidad, que ni que decir tiene es lo que empleamos en todas nuestras prendas, sea cual sea el coste, y en su mayoría proceden de Europa, y todos sin excepción están… —Iba a descolgarse con algo altisonante como «circunscritos a países de divisa fuerte», pero se contuvo—. Aunque, según me han comentado, hoy por hoy un traje
prêt-à-porter
de una primera marca, y tomo como referencia Ralph Lauren, se acerca ya a los dos mil dólares y en algunos casos incluso los supera. Y permítame señalar que proporcionamos asistencia posventa. Dudo mucho que en las tiendas de ropa normales pueda usted volver y decirles que la chaqueta le tira un poco de los hombros, ¿o no es así? Y si le atienden, no será gratis. ¿Había pensado en algo en concreto?
—¿Yo? Ah, lo habitual. Empezaríamos con un par de trajes de calle y veríamos cómo quedan. Después iríamos a por el lote completo.
—«El lote completo» —repitió Pendel con veneración, asaltado de pronto por una avalancha de recuerdos del tío Benny—. Hacía al menos veinte años que no oía esa expresión, señor Osnard. Santo cielo. El lote completo. Dios mío.
En este punto cualquier otro sastre, juiciosamente, habría moderado su entusiasmo y vuelto a su uniforme de la marina. Y quizá también Pendel cualquier otro día. Había dado hora a un cliente, el precio había sido aceptado, se habían cumplimentado los preliminares sociales. Pero Pendel estaba disfrutando de la conversación. Su visita al banco le había dejado un sentimiento de soledad. Tenía pocos clientes ingleses, y amigos ingleses aún menos. Louisa, guiada por el fantasma de su difunto padre, no veía con buenos ojos a sus coterráneos.
—Y P & B continúa siendo la principal atracción de la ciudad, ¿no? —preguntó Osnard—. ¿Los sastres de los peces gordos, de lo mejor y más granado de la sociedad panameña?
Pendel sonrió al oír «peces gordos».
—Eso nos gusta creer, señor Osnard. No nos dormimos en los laureles, pero estamos orgullosos de nuestros logros. En estos últimos diez años no todo ha sido coser y cantar, se lo aseguro. En Panamá no abunda el buen gusto, la verdad. O no abundaba hasta que llegarnos nosotros. Tuvimos que educarlos antes de poder venderles. ¿Ese dineral por un traje?, decían. Pensaban que éramos unos locos o algo peor. Fuimos calando gradualmente, y llegado un punto, me complace decir, no había ya quien nos frenase. Empezaron a entender que no nos limitamos a endosarles un traje y pedirles el dinero, que ofrecemos mantenimiento, retocarnos, estamos siempre a su disposición cuando vuelven, que somos amigos y brindarnos apoyo, que somos en definitiva seres humanos. ¿No trabajará usted por casualidad para la prensa? Recientemente leímos con agrado un artículo muy elogioso sobre nuestro establecimiento en la edición local del
Miami Herald
. Quizá tuvo usted ocasión de echarle un vistazo.
—Debió de pasárseme.
—Bien, señor Osnard, pues permítame que ahora hable en serio, si no le importa. En pocas palabras, vestimos a presidentes, abogados, banqueros, obispos, diputados, generales y almirantes. Vestimos a todo aquel que, sea cual sea su credo, su reputación o el color de su piel, sabe valorar un traje hecho a medida y dispone de medios para pagarlo. ¿Qué le parece?
—Prometedor, sin duda. Muy prometedor. A la cinco, pues. Su hora baja —dijo Osnard.
—Las cinco lo es, señor Osnard —confirmó Pendel—. Aguardaré impaciente.
—Ya somos dos.
—Otro buen cliente, Marta —anunció Pendel cuando ella entró en el taller con unas facturas.
Pero cuando hablaba con Marta sus palabras nunca eran del todo naturales. Como tampoco lo era el modo en que ella lo escuchaba: la maltrecha cabeza siempre alejada, la sensata mirada de sus ojos oscuros en otro lugar, un velo de cabello negro ocultando lo peor de ella.
Y eso fue todo. Por más que después se reprochó su necia vanidad, Pendel se sentía contento y halagado. Aquel tal Osnard era sin duda un socarrón, y Pendel admiraba a los socarrones como los había admirado su tío Benny, y los ingleses, pese a las objeciones de Louisa y su difunto padre, producían mejores socarrones que la mayoría de los pueblos. Quizá después de tantos años volviendo la espalda a su patria natal cabía pensar que al fin y al cabo no era tan mala. No concedió importancia a la reticencia de Osnard al aludir a su actividad profesional. Muchos de sus clientes se mostraban igualmente reservados, y otros que deberían haberlo sido no lo eran. Estaba contento; no poseía el don de la presciencia. Y tras colgar el auricular siguió trabajando en su uniforme de almirante hasta que comenzó el ajetreo del «feliz mediodía del viernes», pues así era como llamaban en la sastrería, esas horas del viernes hasta que apareció Osnard arrebató a Pendel el ultimo resto de inocencia.
Y hoy quién podía encabezar el desfile sino el inigualable Domingo, considerado el mayor libertino de Panamá, y uno de los personajes que Louisa más fervientemente aborrecía.
—¡Señor Domingo! —Abre los brazos—. Encantado de verlo, y no sé si está bien que yo lo diga, pero con ese traje tiene un aspecto desvergonzadamente juvenil. —Baja la voz un instante y le tira con deferencia de la bocamanga—. Y permíteme que te recuerde, Rafi, que el perfecto caballero, según la definición del difunto señor Braithwaite, enseña sólo dos dedos del puño de la camisa, nunca más que eso.
A continuación Rafi se prueba su nuevo esmoquin, sin otro motivo que exhibirlo ante los demás clientes del viernes, que empiezan a congregarse en la sastrería con sus teléfonos móviles, sus humeantes cigarrillos, sus comentarios procaces y sus anécdotas heroicas acerca de negocios y conquistas sexuales. El siguiente es Arístides el
Braguetazo
,
[3]
quien como su apodo indica se casó por dinero, y por eso sus amigos lo han erigido en algo así como un mártir del sexo masculino. Después le toca el turno a Ricardo «Llámame Ricki», quien durante un breve pero fructífero reinado en un alto escalafón del Ministerio de Obras Públicas se arrogó el derecho a construir todas las carreteras de Panamá de ahora a la eternidad. A Ricki lo acompaña Teddy, alias el Oso, el columnista más odiado de Panamá, que trae consigo su solitario y particular derrotismo; pero Pendel permanece inmune a él.
—Teddy, ilustre cronista y guardián de las reputaciones, dale un respiro a la vida. Deja reposar a tu alma cansada.
Y pisándoles los talones aparece Philip, ex ministro de Sanidad del gobierno de Noriega, ¿o era de Educación?
—Marta, una copa para su excelencia. Y el chaqué, si eres tan amable, también para su excelencia. Una prueba más, y creo que quedará listo. —Baja la voz—. Y enhorabuena, Philip. Ya me he enterado de que es preciosa y muy juguetona, y además te adora —susurra en gentil alusión a la nueva
chiquilla
de Philip.
Éstos y otros admirables hombres entran y salen alegremente del emporio de Pendel en el último feliz viernes de la historia de la humanidad. Y Pendel, mientras se mueve con soltura entre ellos, riendo, vendiendo, citando las sabias palabras del bueno de Arthur Braithwaite, comparte su júbilo y los agasaja.
Como no podía ser de otro modo, pensaría Pendel más tarde, la llegada de Osnard a P & B fue precedida de truenos y «toda la parafernalia», por usar una expresión del tío Benny. Momentos antes era aún una de esas tardes luminosas propias de la estación de las lluvias, un agradable sol salpicaba la calle y dos muchachas preciosas curioseaban en el escaparate de Sally’s Giftique en la acera de enfrente. Y la buganvilla del jardín vecino ofrecía un aspecto tan exquisito que apetecía morderla. Faltando tres minutos para las cinco —Pendel no había dudado por un instante que Osnard se presentaría puntualmente—, aparece un Ford marrón de tres puertas con un adhesivo de Avis en la luneta trasera y aparca en el espacio reservado a los clientes. Y dentro, suspendido tras el parabrisas como una calabaza de Halloween, flota un rostro despreocupado con un casquete de cabello negro en lo alto. Pendel ignoraba por qué aquel rostro le había traído reminiscencias de Halloween; quizá por sus ojos oscuros y redondos, supuso más tarde.
De pronto la oscuridad cae sobre Panamá.
Y no es más que un nubarrón de contornos bien definidos, no mayor que la mano de Hannah, pasando ante el sol. Y un segundo después gruesos goterones de diez centímetros rebotan como bobinas de hilo en los peldaños de la entrada: los rayos y truenos activan las alarmas de los coches; las tapas de las alcantarillas abandonan sus alojamientos y se deslizan calle abajo en la pardusca corriente junto con las hojas de las palmeras y la inmunda aportación de los cubos de basura; y empiezan a verse esos negros con impermeables que aparecen siempre como por ensalmo en cuanto se pone a llover, vendiendo paraguas u ofreciéndose a cambio de un dólar a empujarte el coche hasta un lugar más alto para que no se moje el delco.
Y uno de estos individuos asedia ya a cara de calabaza, que se ha quedado en el coche a quince metros de la entrada esperando a que amaine el apocalipsis. Pero el apocalipsis va para largo porque apenas se mueve el aire. Cara de calabaza hace como si no viese al negro. El negro se mantiene firme a su lado. Cara de calabaza cede, introduce la mano en el interior de la chaqueta —lleva chaqueta, cosa poco corriente en Panamá a menos que uno sea alguien o un guardaespaldas—, extrae la cartera, extrae un billete de dicha cartera, vuelve a guardarse dicha cartera en el bolsillo interior izquierdo, baja el cristal de la ventanilla lo justo para que el negro entregue el paraguas y cara de calabaza le dé diez dólares acompañados de algún comentario jocoso sin empaparse. Maniobra concluida. Dato para el acta: cara de calabaza habla español pese a que acaba de llegar al país.
Y Pender sonríe con una sonrisa de satisfacción anticipada, que viene a sumarse a la que lleva siempre escrita en el semblante.
—Es más joven de lo que imaginaba —comenta en voz alta, dirigiéndose a la espalda bien formada de Marta, que encogida en su cubículo de cristal comprueba sus billetes de lotería en busca de los números premiados que nunca tiene.
Y con tono de aprobación. Como si pensase complacido en esos años más de venderle trajes a Osnard y disfrutar de su amistad en lugar de identificarlo como lo que en realidad es: un cliente venido del infierno.
Y tras arriesgarse a compartir con Marta esta observación y no recibir más respuesta que un solidario ademán de la morena cabeza, Pender, como siempre que aguardaba a un cliente nuevo, se apostó en la actitud en que deseaba mostrarse.
Pues como la vida lo había enseñado a confiar en las primeras impresiones, atribuía un valor análogo a la primera impresión que él producía en los demás. Nadie, por ejemplo, espera hallar a un sastre sentado. Sin embargo Pender había decidido hacía ya mucho tiempo que P & B sería un remanso de paz en un mundo trepidante. Por eso procuraba que lo encontrasen en su butaca inglesa del siglo xviii, a ser posible con un ejemplar del
Times
de dos días atrás abierto sobre la falda.
Y no le molestaba en absoluto que la bandeja del té estuviese en la mesa frente a él, como era el caso en ese momento, colocada entre números atrasados de
Illustrated London News
y
Country Life
, con una tetera de plata auténtica y unos apetitosos sándwiches de pepino extrafinos que Marta acababa de preparar a la perfección en la cocina, donde se recluía voluntariamente durante esos primeros instantes de nerviosismo que experimentaba cualquier cliente nuevo, por temor a que la presencia de una mulata con cicatrices en la cara pudiese resultar amenazadora para el orgullo de un panameño blanco en el difícil trance de engalanarse. Además le gustaba irse allí a leer, ya que por fin había reemprendido sus estudios: psicología, historia social y algo más que Pendel siempre olvidaba. Él le había sugerido que estudiase derecho, pero ella se había negado en redondo, aduciendo que los abogados eran todos unos embusteros.