El sastre de Panamá (3 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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A Ramón Rudd la chaqueta le apretaba aún un poco en la sisa. Se colocaron cara a cara junto a la gran ventana, y mientras Rudd cruzaba los brazos ante el pecho, los extendía a los lados y entrelazaba las manos tras la espalda, Pendel tiraba de las costuras con las puntas de los dedos y aguardaba como un médico para saber dónde dolía.

—Quizá le falta una pizca de holgura, Ramón, si es que real mente le falta —diagnosticó Pendel por fin—. No voy a descoser las mangas sin necesidad porque estropearíamos la chaqueta. Pero si la traes la próxima vez que vengas, veremos qué puede hacerse.

Volvieron a sentarse.

—¿Dan algo de arroz tus campos? —preguntó Rudd.

—Muy poco, Ramón, por no decir nada. Además, según me han explicado, tenemos que competir con la globalización, que es el arroz a bajo precio importado de países donde la agricultura recibe subsidios del Estado. Me precipité. O mejor dicho, nos precipitamos los dos.

—¿Tú y Louisa?

—No, Ramón. Tú y yo.

Ramón Rudd consultó su reloj con expresión ceñuda, como acostumbraba en presencia de clientes sin dinero.

—Es una lástima que no constituyeses el arrozal como sociedad independiente cuando aún estabas a tiempo, Harry. Presentar un buen establecimiento como garantía para comprar un arrozal que se ha quedado sin agua es un disparate.

—¡Vamos, Ramón, me lo aconsejaste tú! —protestó Pendel. Pero la vergüenza minaba su indignación—. Dijiste que a menos que considerásemos los dos negocios conjuntamente no podías asumir el riesgo del arrozal. Era condición necesaria para el préstamo. Muy bien, fue culpa mía; no debería haberte hecho caso. Pero me dejé convencer. Creo que aquel día representabas los intereses del banco, y no los de Harry Pendel.

Charlaron de hípica. Ramón tenía un par de caballos. Charlaron de tierras. Ramón tenía propiedades en la costa atlántica. Quizá Harry podía acercarse hasta allí un fin de semana, e incluso comprar una parcela; aunque no edificase en uno o dos años, el banco de Ramón le concedería una hipoteca. Sin embargo Ramón no le propuso que llevase a Louisa y los chicos, pese a que su hija estudiaba también en el María Inmaculada y las dos niñas eran amigas. Tampoco, para gran alivio de Pendel, le pareció oportuno mencionar los doscientos mil dólares que Louisa había heredado de su difunto padre y confiado a Pendel para invertir en algo seguro.

—¿Te has planteado trasladar la cuenta a otro banco? —preguntó Ramón Rudd cuando todo lo indecible había quedado sin decir.

—Dudo que me aceptase alguno en este preciso momento, Ramón. ¿Por qué lo dices?

—Recibí una llamada de un banco mercantil. Pedían información sobre ti. Solvencia, deudas, facturación; en fin, esa clase de datos que, naturalmente, no doy a nadie.

—Algún cabeza hueca —dijo Pendel—. Me habrán confundido con otro. ¿Qué banco era?

—Uno inglés. De Londres.

—¿De
Londres
? ¿Y te llaman a
ti
? ¿Para preguntarte por

? ¿Quiénes? ¿Cuál era? Pensaba que habían quebrado todos.

Ramón Rudd se disculpó por no poder ofrecerle una respuesta más precisa. En todo caso no les había dicho nada, naturalmente. Los incentivos le traían sin cuidado.

—¡Santo cielo! —exclamó Pendel—. ¿Qué incentivos?

Pero, por lo visto, Rudd casi se había olvidado de esa parte. Cartas de presentación, contestó vagamente. Recomendaciones. No lo había considerado ni por un instante. Harry era un amigo.

—He estado pensando en encargarte una chaqueta —comentó Ramón Rudd cuando se despedían con un apretón de manos—. Azul marino.

—¿Un azul como éste?

—Más oscuro. Cruzada. Con botones de metal. Escoceses.

Así que Pendel, en un nuevo arranque de gratitud, lo puso al corriente sobre una fabulosa gama de botones que acababa de enviarle la Badge Button Company de Londres.

—Podrían grabar el escudo de armas de tu familia, Ramón. Ya me parece estar viendo el cardo. Y también podrían hacerte unos gemelos a juego.

Ramón dijo que lo pensaría. Como era viernes, se desearon mutuamente un feliz fin de semana. ¿Y por qué no? El día venía desarrollándose aún con toda normalidad en el Panamá tropical. Flotaba quizá alguna que otra nube en su horizonte personal, pero en el pasado había salido airoso de trances mucho peores. Habían telefoneado a Ramón de un misterioso banco londinense, o quizá era pura invención. A su manera, Ramón era un hombre agradable, un apreciado cliente cuando pagaba, y habían tomado unas cuantas copas juntos. Pero habría que estar doctorado en percepción extrasensorial para saber qué se ocultaba dentro de aquella cabeza hispanoescocesa.

Para Harry Pendel llegar a su pequeña calle es siempre como arribar a puerto. En ocasiones, a modo de juego, se atormenta con la idea de que la sastrería pueda haber desaparecido, que haya quedado reducida a cenizas por una bomba, o que alguien se la haya apropiado. O incluso que ni siquiera haya existido jamás, que sea fruto de su fantasía, una ilusión imbuida por su difunto tío Benny. Hoy, sin embargo, la visita al banco le ha causado cierta desazón, y en cuanto se adentra en las sombras de los altos árboles, su mirada busca espontáneamente la sastrería y no se aparta ya de ella. Eres una auténtica casa, dice a las tejas abarquilladas de color rojo herrumbre que parpadean entre las hojas. No eres una simple tienda. Eres la casa con que un huérfano sueña toda su vida. Si el tío Benny pudiese verte:

—¿Te has fijado en las flores que adornan la entrada? —pregunta Pendel a Benny, dándole un afectuoso codazo—. Invitan a pasar al interior, donde se está fresco y a gusto y lo tratan a uno como un pachá.

—Harry, muchacho, esto es el súmmum —responde el tío Benny, tocándose las alas del sombrero de fieltro con las palmas de las manos como siempre que trama algo—. Con un local así, podrías cobrar una libra sólo por cruzar la puerta.

—¿Y qué me dices del rótulo, Benny? P & B en un solo trazo acaracolado formando una cresta, que es como se conoce a la sastrería por toda la ciudad, en el club Unión, en la Asamblea Legislativa y en el mismísimo palacio de las Garzas. «¿Has pasado por P & B últimamente?». O «Ahí va fulano con su traje de P & B». ¡Así se habla por aquí, Benny!

—Harry, muchacho, ya lo he dicho otras veces y lo vuelvo a repetir: tienes afluencia; tienes la vista bien asentada. Sólo querría saber de quién lo has heredado.

Con el ánimo casi renovado, y Ramón Rudd casi olvidado, Harry Pendel sube por los peldaños de la sastrería dispuesto a iniciar su jornada.

Capítulo 2

La llamada de Osnard, que se produjo a eso de las diez y media, no causó el menor revuelo. Era un nuevo cliente, y por norma de la casa a los nuevos clientes los atendía el señor Harry en persona, o bien, si él estaba ocupado, se les rogaba que dejasen su número de teléfono para que el señor Harry se pusiese en contacto con ellos tan pronto como le fuese posible.

Pendel se hallaba en el taller de corte creando en papel marrón los patrones para un uniforme de la marina al son de la música de Gustav Mahler. El taller de corte era su santuario, y no lo compartía con nadie. La llave estaba alojada permanentemente en el bolsillo de su chaleco. A veces, por el mero placer de saborear lo que aquella llave significaba para él, la introducía en la cerradura y la hacía girar para aislarse del mundo como prueba de que era el único dueño de sus actos. Y a veces se quedaba unos segundos con la cabeza inclinada y los pies juntos en actitud de pleitesía antes de abrir de nuevo y reanudar su venturosa jornada. Nadie lo veía en tales momentos excepto la parte de él que desempeñaba el papel de espectador de sus acciones teatrales.

A sus espaldas, en habitaciones igualmente espaciosas, bien iluminadas y refrescadas mediante pancas eléctricas, sus mimados operarios cosían, planchaban y charlaban con una libertad de la que raramente disfrutan las clases trabajadoras en Panamá. Pero ninguno trabajaba con más entrega que su jefe al detenerse un instante para atender a un
crescendo
de Mahler y a continuación aplicar diestramente la tijera a lo largo de la curva línea amarilla que definía la espalda y los hombros de un almirante de la flota colombiana cuyo único deseo era aventajar en elegancia a su degradado predecesor.

Pendel había diseñado para él un uniforme de singular esplendor. El pantalón blanco, confiado ya a los pantaloneros italianos que tenía cómodamente instalados en otra habitación de la sastrería, debía ser ajustado en los fondillos, idóneos para estar de pie pero no para sentarse. La casaca que Pendel cortaba en ese preciso instante era blanca y azul marino con charreteras doradas, entorchados en los puños, alamares de oro y un cuello alto a lo Nelson guarnecido de áncoras rodeadas de hojas de roble, siendo esto último un imaginativo detalle del propio Pendel que había agradado al secretario particular del almirante cuando Pendel le envió un esbozo por fax. Pendel nunca había acabado de entender a qué se refería Benny al atribuirle una «vista bien asentada», pero contemplando aquel esbozo supo que en efecto poseía ese don.

Y a medida que cortaba al compás de la música su espalda empezó a erguirse por efecto de la empatía hasta que finalmente se convirtió en el almirante Pendel descendiendo por una gran escalinata en su baile inaugural. Esas inocuas fantasías en nada mermaban su aptitud profesional. El cortador ideal, sostenía Pendel —no sin antes expresar su agradecimiento a su difunto socio Braithwaite, verdadero padre de la teoría—, era el parodista nato. Su trabajo consistía en meterse en el traje de aquel para quien cortaba y convertirse en él hasta que el legítimo dueño del traje lo reclamase.

Pendel se hallaba en este gozoso estado de transferencia cuando recibió la llamada de Osnard. Primero apareció Marta en la línea. Marta recibía a los clientes, atendía el teléfono, llevaba la contabilidad y preparaba los sándwiches. Era una mujer parca y leal, menuda y medio negra, cuya cara, asimétrica y surcada de cicatrices, formaba un mosaico de irregular coloración a causa de los injertos de piel y la pésima cirugía.

—Buenos días —dijo en español con su melodiosa voz.

Ni «Harry» ni «señor Pendel». Marta nunca se dirigía a él por su nombre. Simplemente le daba los buenos días con aquella voz angelical, porque su voz y sus ojos eran las dos únicas partes de su rostro que habían quedado indemnes.

—Buenos días, Marta.

—Tengo un nuevo cliente al teléfono.

—¿De qué lado del puente? —preguntó Pendel. Era una broma habitual entre ellos.

—Del suyo. Se ha presentado como Osnard.

—¿Cómo
qué
?

—Señor Osnard —precisó Marta—. Es inglés, y muy chistoso.

—¿Y tienen gracia, sus chistes?

—Eso dígamelo usted.

Pendel dejó a un lado la tijera, bajó el volumen de la música a casi un susurro, y acercó la agenda y un lápiz, por ese orden. En su mesa de corte, como era sabido, todo estaba ordenado con una precisión obsesiva: el tejido aquí, los patrones allí, los albaranes y el libro de pedidos más allá, cada cosa en su sitio. Para cortar se había puesto, como de costumbre, un chaleco con la espalda de seda y la botonadura solapada que él mismo había diseñado y confeccionado. Le gustaba la imagen de servicio que transmitía.

—Y dígame, caballero, ¿cómo se deletrea? —preguntó jovialmente cuando Osnard repitió su apellido.

Una sonrisa impregnaba la voz de Pendel cuando hablaba por teléfono. Los desconocidos tenían de inmediato la sensación de estar oyendo a alguien que les inspiraba simpatía. Pero Osnard, al parecer, poseía ese mismo don contagioso, pues entre ambos se creó en el acto una festiva familiaridad que daría cuenta de la duración y desenfado de su muy inglesa conversación.

—Empieza por O-S-N y termina por A-R-D —contestó Osnard, y algo en el modo en que se expresó debió de antojársele a Pendel especialmente gracioso, porque anotó el nombre tal como Osnard se lo dictó, en dos grupos de tres letras mayúsculas separadas por un guion.

—Por cierto, ¿es usted Pendel o Braithwaite? —dijo Osnard.

Ante lo cual Pendel, como casi siempre que le formulaban esta pregunta, respondió con una locuacidad acorde con ambas identidades:

—Pues por así decirlo, caballero, soy los dos en uno. Mi socio Braithwaite, lamento comunicarle, lleva muchos años muerto y enterrado. No obstante,
puedo
asegurarle que sus criterios se mantienen vivos y en perfecto estado de salud, y conforme a ellos se ha regido esta casa hasta la fecha, para alegría de cuantos lo conocieron.

Las frases de Pendel, cuando apuraba los recursos de su identidad profesional, poseían el vigor de un hombre que regresa al mundo conocido tras un largo exilio. Contenían asimismo más palabras de las que uno esperaba, sobre todo hacia el final, de igual modo que el pasaje de un concierto cuya culminación se prolonga más allá de las previsiones del público.

—No sabe cuánto lo siento —contestó Osnard después de un breve silencio, bajando la voz respetuosamente—. ¿Y de qué murió?

Y Pendel se dijo: Tiene gracia que la mayoría de la gente me pregunte eso, pero es comprensible, si consideramos que tarde o temprano a todos nos llega nuestra hora.

—Pues verá, señor Osnard, si hacemos caso al diagnóstico, fue una embolia —respondió con el tono resuelto que adoptan los hombres sanos para hablar de tales cuestiones—. Pero yo personalmente, para serle sincero, tiendo a pensar que murió de pena por el trágico cierre de nuestro establecimiento en Savile Row como consecuencia de unos gravámenes abusivos. Y si no es indiscreción, señor Osnard, ¿reside usted en Panamá, o está sólo de paso?

—Llegué a la ciudad hace un par de días, y espero quedarme aquí una temporada.

—Así pues, bienvenido a Panamá, y a propósito, ¿podría darme un teléfono de contacto por si se corta la comunicación, cosa que lamentablemente en este rincón del mundo ocurre con frecuencia?

Los dos, como buenos ingleses, llevaban en la lengua la marca indeleble de sus respectivas dicciones. Para un Osnard, los orígenes de Pendel eran tan inequívocos como su afán por escapar de ellos. La voz de Pendel, aunque limada por el tiempo, no había perdido por completo el dejo de Leman Street, en el East End londinense. Si pronunciaba las vocales correctamente, lo traicionaban la cadencia y los hiatos. E incluso si todo era correcto, resultaba un tanto pretencioso en la elección del vocabulario. Para un Pendel, Osnard arrastraba las palabras como los groseros y privilegiados que desoían las quejas del tío Benny. Pero mientras ambos hablaban y escuchaban, Pendel tuvo la impresión de que nacía entre ellos una agradable complicidad, como entre dos exiliados dispuestos a olvidar sus prejuicios en favor de un vínculo común.

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