El sastre de Panamá (2 page)

Read El sastre de Panamá Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
13.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pendel se vistió deprisa, aunque con su acostumbrada meticulosidad, y se dirigió a la cocina sin pérdida de tiempo. Los Pendel, como cualquier otro matrimonio de clase media en Panamá, tenían una legión de criados, pero un tácito puritanismo exigía que el cabeza de familia preparase el desayuno: un huevo escalfado con tostadas para Mark; un panecillo con queso fresco para Hannah. Y unos pasajes de
El Mikado
que Pendel se sabía de memoria y entonaba armoniosamente porque la música era una parte importante de su vida. Mark, ya vestido, hacía las tareas de la escuela en la mesa de la cocina. Hannah, preocupada por una mancha en la nariz, necesitó ruegos y halagos para salir del cuarto de baño.

Después, una precipitada sucesión de reproches y despedidas mientras Louisa, vestida pero con el tiempo justo para llegar a su trabajo en la sede administrativa de la Comisión del Canal de Panamá, corre hacia su Peugeot, y Pendel y los chicos cogen el Toyota dispuestos a emprender el agotador camino a la escuela. En el tortuoso descenso por la empinada pendiente, izquierda, derecha, izquierda, hacia la carretera principal, Hannah se come su panecillo, Mark batalla con sus tareas en el bamboleante todoterreno, y Pendel dice «Siento haberos metido prisa, pandilla, pero a primera hora tengo una charla con la gente del banco» y se arrepiente en secreto de sus ramplones comentarios sobre Delgado.

A continuación un tramo rápido contra el sentido habitual de la marcha, gentileza del
operativo
[1]
matutino que habilita los dos carriles para agilizar la entrada en la ciudad de los habitantes de la periferia. Seguidamente una carrera a vida o muerte entre las embestidas del tráfico por pequeñas carreteras vecinales flanqueadas por casas de estilo norteamericano muy parecidas a la de ellos, y por fin el pueblo, con sus McDonald’s y Kentucky Fried Chicken y la feria donde Mark se rompió un brazo el último 4 de julio al recibir el impacto de un autochoque enemigo, y cuando llegaron al hospital se aglomeraba allí una multitud de niños con quemaduras a causa de los fuegos artificiales.

Luego unos instantes de revuelo mientras Pendel se escarba en los bolsillos buscando una moneda para el muchacho negro que vende rosas en el semáforo, y poco más adelante un entusiasta saludo por parte de los tres al anciano que lleva seis meses plantado en la misma esquina ofreciendo una mecedora por doscientos cincuenta dólares, como reza en el cartel que pende de su cuello. Más carreteras vecinales —pues hoy le toca a Mark bajarse el primero—, el acceso al insufrible infierno de Manuel Espinosa Batista, la Universidad Nacional, un furtivo y melancólico vistazo a las chicas de largas piernas con blusas blancas y libros bajo el brazo, una admirativa mirada a la iglesia del Carmen con su esplendor de tarta nupcial —buenos días, Dios—, el peligro mortal del cruce con vía España, la zambullida en la avenida Federico Boyd con un suspiro de alivio, otra zambullida en vía Israel en dirección hacia San Francisco, unas cuantas manzanas inmersos en la corriente de vehículos que circulan hacia el aeropuerto de Paitilla —buenos días también a las señoras y señores narcotraficantes, a quienes pertenecen la mayoría de las preciosas avionetas privadas que se alinean entre la chatarra, los ruinosos edificios, las gallinas y los perros callejeros—, pero cuidado ahora, un poco de precaución, respiremos hondo, la oleada de atentados contra intereses judíos en Latinoamérica no ha pasado aquí inadvertida: los jóvenes con cara de pocos amigos que montan guardia ante las puertas del Albert Einstein no se andan con bromas, así que vigila tus modales. Mark se apea, temprano por una vez.

—¡Te olvidas esto, bobo! —advierte Hannah, y le lanza la cartera.

Mark se aleja con paso decidido, sin demostraciones de afecto, ni siquiera una escueta despedida con la mano por temor a que sus compañeros puedan interpretarlo como un gesto de añoranza.

Y después otra vez a la brega, a los impotentes ululatos de las sirenas de policía, el martilleante fragor de excavadoras y taladros, los arbitrarios bocinazos, groserías y protestas de una ciudad tropical y tercermundista impaciente por morir de asfixia, otra vez a los pordioseros y los lisiados y los vendedores de flores, pañuelos de papel, tazas y galletas que se agolpan en torno a los coches en cada semáforo.

—Hannah, baja la ventanilla y, por cierto, ¿dónde está aquel bote con monedas de medio balboa? Hoy es el turno del canoso senador sin piernas que se arrastra en su carrito impulsándose con los brazos. Lo sigue la hermosa madre negra con su feliz bebé apoyado en la cadera; cincuenta centésimos para la madre y unos mimos para el niño. Por último se acerca, una vez más, el lacrimoso muchacho de las muletas con la pierna doblada bajo el cuerpo como un plátano demasiado maduro. ¿Llora acaso todo el día o sólo en las horas punta? Hannah le da también medio balboa.

A partir de ahí el camino está despejado y subimos a toda velocidad por la empinada cuesta hasta el María Inmaculada, donde las monjas de rostros empolvados trajinan junto a los autobuses escolares de color amarillo a la entrada del colegio. —
¡Buenos días, señor Pendel!
y ¡
Buenos días
, hermana Piedad! ¡
Buenos días
,
[2]
hermana Imelda!—, ¿y se ha acordado Hannah de coger el dinero de la colecta para el santo del día? No, es una boba como su hermano, así que aquí tienes cinco dólares, cielo, llegas con tiempo de sobra, y que pases un buen día. Hannah, más bien regordeta, da un carnoso beso a su padre y se marcha en busca de Sarah, que es su amiga inseparable de esta semana, mientras un orondo policía con un reloj de oro en la muñeca contempla la escena sonriente como un Papá Noel.

Y nadie le concede la menor importancia, piensa Pendel casi complacido mientras la ve desaparecer entre el enjambre de alumnas. Ni los chicos ni nadie. Ni siquiera yo. Un niño judío que no lo es, una niña católica que tampoco lo es, y a todos nos parece lo más normal. Y siento haber hablado en términos tan irrespetuosos del incomparable Ernesto Delgado, cariño, pero hoy no estoy de humor para portarme bien.

Tras lo cual Pendel, solazándose en su propia compañía, vuelve a la carretera y pone su Mozart en el radiocasete. Y de inmediato, como suele ocurrirle en cuanto se queda solo, se aguza su conciencia. Por puro hábito comprueba si está echado el seguro de todas las puertas y con el rabillo del ojo permanece alerta a posibles asaltantes, policías u otros elementos peligrosos. Pero no está preocupado. Después de la invasión estadounidense los pistoleros rigieron Panamá en paz durante unos meses. Ahora si alguien desenfundase un arma en un embotellamiento, recibiría una descarga cerrada de todos los vehículos circundantes menos del de Pendel.

Un sol cegador salta sobre él desde detrás de uno de tantos rascacielos a medio construir, las sombras se ennegrecen, el fragor urbano cobra densidad. Un arco iris de ropa tendida flota en la oscuridad de los precarios bloques de pisos erigidos a ambos lados de las callejuelas por las que tiene que abrirse paso. En las aceras se ven rostros africanos, amerindios, chinos y de todos los mestizajes concebibles. Panamá se enorgullece de poseer igual variedad de seres humanos que de aves, hecho que alegra a diario el corazón híbrido de Pendel. Unos descienden de esclavos, otros podrían haberlo sido, ya que sus antepasados desembarcaron en el país a millares para trabajar, y a veces morir, en el Canal.

De pronto se despeja el paisaje. Bajamar y una luz tenue en el Pacífico. Las islas grises situadas frente a la bahía semejan lejanas montañas chinas suspendidas en la turbia bruma. Pendel siente un intenso deseo de viajar hasta ellas. Quizá sea culpa de Louisa, pues en ocasiones su abrumadora inseguridad lo desalienta. O quizá sea porque frente a él asoma ya la torva punta roja del edificio del banco, compitiendo en altura con sus vecinos no menos siniestros. Una docena de barcos forma una espectral línea sobre el horizonte invisible, consumiendo las horas muertas mientras esperan turno para entrar en el Canal. En un acceso de empatía, Pendel experimenta el tedio de la vida a bordo. Se ahoga de calor en la cubierta inmóvil; yace en un camarote hediondo lleno de cuerpos extranjeros y gases de combustión. No, gracias, para mí no habrá ya más horas muertas, se promete, estremeciéndose. Nunca más. Durante el resto de su vida Pendel saboreará cada hora de cada día, y eso no tiene vuelta de hoja. O si no, que se lo pregunten al tío Benny, en este mundo o el más allá.

Al llegar a la señorial avenida Balboa lo asalta una súbita sensación de ingravidez. A su derecha aparece la embajada de Estados Unidos, mayor que el palacio Presidencial, mayor incluso que su banco. Pero menor, en ese momento, que Louisa. Soy demasiado pretencioso, explica a su esposa mientras desciende hacia la entrada del banco. Si no fuera por mis delirios de grandeza, no estaría metido en el lío en que me encuentro, no habría concebido la fantasía de convertirme en terrateniente, y no estaría endeudado hasta el cuello ni andaría despotricando contra Ernie Delgado o cualquier otro de tus modelos de moralidad intachable. Con desgana apaga su Mozart, alarga el brazo por encima del asiento, descuelga la chaqueta de la percha —hoy ha elegido el azul oscuro—, se la pone y, mirándose en el retrovisor, se arregla la corbata de Denman Goddard. Un imperturbable muchacho de uniforme monta guardia ante las enormes puertas de cristal. Mece en sus brazos un fusil de repetición y saluda a todo aquel que viste traje.

—¿Qué tal, don Eduardo? ¿Cómo estamos? —grita Pendel, alzando una mano.

El muchacho le dirige una radiante sonrisa de satisfacción y responde:

—Buenos días, señor Pendel.

Ahí acaba su conocimiento del inglés.

Harry Pendel posee una robusta complexión poco común en un sastre. Quizá es consciente de ello porque su andar trasluce fuerza contenida. Es un hombre de torso ancho y considerable estatura. Lleva el pelo, ya gris, cortado a cepillo. Posee el pecho poderoso y los hombros recios y sesgados de un boxeador. Sin embargo, camina con el porte seguro y disciplinado de un líder político. En un primer momento sus manos cuelgan a los costados, ligeramente contraídas, pero después las cruza tras la fornida espalda con afectada compostura. Es el porte de quien pasa revista a una guardia de honor o afronta con dignidad un asesinato. Y en su imaginación Pendel ha hecho lo uno y lo otro. En el faldón posterior de la chaqueta no admite más de un corte. La ley de Braithwaite, lo llama.

Pero es en la cara, fiel reflejo de sus cuarenta años, donde más claramente afloran el entusiasmo y la satisfacción de este hombre. Una incorregible inocencia resplandece en sus ojos azules de niño, y su boca, aun en reposo, exhibe una sonrisa cordial y desenvuelta. Tropezarse de improviso con este rostro infunde cierto bienestar.

En Panamá los grandes hombres tienen esculturales secretarias negras ataviadas con decorosos uniformes azules de conductora de autobús. Tienen puertas blindadas revestidas de teca procedente de las selvas tropicales y provistas de tiradores de bronce, que sólo sirven de adorno porque el pestillo se abre desde dentro mediante un dispositivo electrónico a fin de proteger a los grandes hombres de posibles secuestradores. El despacho de Ramón Rudd, amplio y moderno, se hallaba en la planta decimosexta, y la ventana panorámica de cristal ahumado daba a la bahía. Contenía un escritorio del tamaño de una pista de tenis, y Ramón Rudd estaba aferrado a un extremo como una diminuta rata aferrada a una enorme balsa. Era un hombre de figura oronda y corta estatura. Llevaba el pelo engominado y anchas patillas negras con destellos azules; una sombra azulada oscurecía su mandíbula, y una mirada alerta y codiciosa brillaba en sus ojos. Por practicar, se obstinaba en hablar en inglés, con una voz más bien nasal. Había gastado una fortuna en investigar su genealogía, y se proclamaba descendiente de unos aventureros escoceses que no pudieron abandonar la zona tras el desastre de Darién. Seis semanas atrás había encargado un
kilt
en el tartán de los Rudd para participar en el baile escocés del club Unión. Ramón Rudd debía a Pendel diez mil dólares por cinco trajes. Pendel debía a Rudd ciento cincuenta mil dólares. En un gesto de generosidad, Ramón sumaba los intereses impagados al capital, y por eso el capital no dejaba de aumentar.

—¿Un caramelo de menta? —preguntó Rudd, empujando una bandeja metálica con caramelos verdes envueltos en celofán.

—Gracias, Ramón —contestó Pendel, pero rehusó el ofrecimiento.

Ramón cogió uno.

—¿Por qué pagas tanto a un
abogado
? —quiso saber Rudd tras un silencio de dos minutos durante el cual él se dedicó a chupar el caramelo y ambos, por separado, examinaron cariacontecidos el estado de cuentas del arrozal.

—Dijo que sobornaría al juez, Ramón —explicó Pendel con la mansedumbre de un reo prestando declaración—. Dijo que era amigo suyo, y que prefería mantenerme al margen.

—¿Y por qué aplazó el juez la vista si el abogado lo había sobornado? —discurrió Rudd—. ¿Por qué no te concedió el agua tal como había prometido?

—Para entonces no era ya el mismo juez, Ramón. Después de las elecciones asignaron el caso a otro juez, y el soborno era intransferible, ¿comprendes? Y ahora el nuevo juez está dando largas al asunto para ver cuál de las partes puja más alto. Según el secretario del juzgado, este juez es más recto que el anterior, y por tanto más caro. En Panamá los escrúpulos de conciencia cuestan dinero, sostiene. Y las cosas empeoran por momentos.

Ramón Rudd se quitó las gafas, les echó el aliento y limpió las lentes con un trozo de gamuza que había sacado del bolsillo superior de su traje de Pendel Braithwaite. A continuación se acomodó de nuevo las curvas patillas tras las orejas pequeñas y lustrosas.

—¿Por qué no sobornas a algún funcionario del Ministerio de Desarrollo Agrícola? —sugirió, haciendo gala de superior indulgencia.

—Lo hemos intentado, Ramón, pero son gente de principios, ¿comprendes? Dicen que la otra parte ya los ha sobornado y no sería ético un cambio de lealtades.

—¿Y no podría el administrador de tus tierras encontrar alguna solución? Se embolsa un buen salario. ¿Por qué no interviene?

—Mira, Ramón, la verdad, Ángel es un archipifias de cuidado —admitió Pendel, que a veces inconscientemente contribuía con originales expresiones al enriquecimiento del idioma—. Hablando claro, creo que me prestaría un mejor servicio si desapareciera. Por lo que veo, tarde o temprano no va a quedarme más remedio que tomar cartas en el asunto.

Other books

The Wrong Man by Louis, Matthew
A Lady Awakened by Cecilia Grant
The Blood Debt by Sean Williams
The Guardian by Carey Corp
Stronghold (Stronghold 1) by Angel, Golden
As Black as Ebony by Salla Simukka
White Star by Beth Vaughan
Manus Xingue by Jack Challis
Haiku by Andrew Vachss