—Ya veo. Y, dígame, ¿qué piensa
mister
Hart de todo esto?
—¿Sabes? Es divertido —dijo Valfierno con una sonrisa maliciosa mientras salía al patio—, pero no tuve la oportunidad de preguntárselo.
FLORENCIA
E
n cuanto llegó a Florencia, el inspector Carnot fue directamente al
Commando Provinciale
, en Borgo Ognissanti, y pidió ver al comandante provincial de los Carabinieri, el
signore
Caravaggio.
Al presentarse como oficial representante de la Sûreté de París que había venido a hacerse cargo de la obra maestra robada y a llevar bajo su custodia al ladrón de la misma, Carnot sabía que estaba asumiendo el mayor riesgo profesional de su vida. El comisario Lépine no le había conferido tamaña autoridad. Si tenía éxito, la cuestión sería discutible. Los periódicos de París estamparían su nombre en primera plana. El comisario se aseguraría de que su nombre también apareciese destacado, naturalmente, pero no sería capaz de emprender ninguna acción contra Carnot, el hombre que habría recuperado
La Joconde
y entregado al ladrón de la misma.
Si fracasaba… bueno, no fracasaría; no podía fracasar. Tanto la pintura como el hombre estaban en manos de los agentes italianos. Solo había que convencerlos de que le entregasen a ambos a su custodia.
O eso pensaba.
—Me temo, inspector —comenzó a decir el
signore
Caravaggio— que la pintura en cuestión es una falsificación.
—¿Una falsificación? —dijo Carnot—. ¿Está seguro?
—La han examinado concienzudamente tres peritos —dijo Caravaggio con aire de autoridad impaciente—. Eso sí, es una falsificación muy buena. Hecha con mano experta, dicen, pero, en todo caso, una falsificación. Si lo desea, puede discutir la cuestión con el director del museo, el
signore
Bozzetti.
A Carnot se le revolvieron las tripas. Ahora ya se habría descubierto su ausencia de la Sûreté. En realidad, tendría que haberlo pensado mejor; quizá debiera haber fingido que estaba enfermo para explicar su ausencia. Ahora era demasiado tarde y era impensable volver a París con las manos vacías. Perdería su puesto, probablemente lo degradasen a simple
flic
[59]
y le asignaran el turno de noche en Pigalle, convirtiéndose en el hazmerreír de la fuerza. Pero quizá no todo estuviera perdido.
—Al detenido —comenzó a decir Carnot con una autoridad que no poseía ni sentía—, ¿le han dicho que la pintura es una falsificación?
Carnot observó a Peruggia a través de la mirilla de la puerta de su celda. El detenido estaba sentado al borde de su catre, sosteniendo la cabeza entre las manos. Una pequeña ventana con barrotes era la única entrada de luz natural. ¿Este hombre era simplemente un oportunista a cuyas manos había llegado una falsificación muy buena o estaba implicado en el robo? Si era lo primero, Carnot no tenía nada que hacer. Pero, si era lo segundo…
Carnot asintió al guardia uniformado, que abrió el cerrojo y tiró del pomo. La puerta se abrió con un chirrido y el detenido alzó la vista, entrecerrando los ojos ante la luz brillante que entraba del pasillo. La silueta de Carnot se proyectó en la claridad un momento antes de hacer su entrada, mientras le hacía un gesto al guardia para que dejara abierta la puerta.
—
Signore
Peruggia, soy el inspector Carnot de la Sûreté de París.
La única respuesta del detenido consistió en bajar la cabeza y mirar sus zapatos. Carnot dio unos pasos hacia la pared, mirando la pequeña ventana con barrotes próxima al techo. No se veía el cielo, sino solo los muros de la prisión, grises y amenazadores.
—No es la vista más bonita de Florencia.
Tampoco hubo respuesta. Le hizo una seña al guardia, que trajo una banqueta y la colocó al lado de la cama. El agente salió de la celda, permaneciendo al lado de la puerta. La mole de Carnot se sentó sobre la banqueta.
—Su cara —comenzó Carnot— me resulta familiar. ¿Nos hemos visto antes?
Peruggia elevó lentamente la cabeza y miró a Carnot.
—Sí —continuó Carnot—, el Louvre. Usted trabajaba allí, ¿no es así?
Peruggia no dijo nada, bajando la vista al suelo.
A pesar de la ausencia de respuesta, la confianza de Carnot en sí mismo aumentó. Peruggia era uno de los dos hombres que habían dejado caer la vitrina. Un auténtico exaltado, recordó. Esto había que explotarlo.
—Su impulso para devolver
La Joconde
a su país de origen es encomiable.
Peruggia levantó la vista de nuevo y habló en tono grave:
—
Injusticia
es solo una palabra hasta que un hombre actúa para remediarla.
Eso parecía más bien una excusa, pensó Carnot, aunque le sorprendió que la voz del hombre transmitiera tanta convicción. Tenía algo que ver con el asunto.
—Encomiable —dijo—, pero equivocado.
—No espero que lo entienda un francés.
—¿Entender qué?
—Lo que siente un patriota cuando los tesoros de su patria los saquea un invasor.
—Un invasor —dijo Carnot, pensando—. Supongo que se refiere a Napoleón Bonaparte.
—¿A qué otro puedo referirme? —le espetó Peruggia—. Mi único deseo era salvar el honor de Italia devolviendo
La Gioconda
. Pero ahora este país está gobernado por idiotas, que no son capaces de reconocer el corazón de un verdadero patriota.
—Un verdadero patriota —dijo Carnot, sopesando la expresión—, aunque muy estúpido.
—Mi madre no parió a ningún estúpido —dijo bruscamente Peruggia, entrecerrando los ojos.
—Me parece que el expediente muestra otra cosa.
Peruggia se irguió, irritado.
—Si ha venido aquí a insultarme…
—Eso sería lo último que vendría a hacer aquí —dijo Carnot. Después, su voz adoptó un tono casi profesional—. Quizá sea conveniente una pequeña lección de historia.
Tras su entrevista con el
signore
Caravaggio, Carnot había visitado a los Uffizi, donde el
signore
Bozzetti volvió a asegurarle que la pintura era, en efecto, una copia excelente. En el curso de esta entrevista, también descubrió algunos datos interesantes, datos que le venían muy bien.
—En pocas palabras —comenzó Carnot—, Napoleón no robó
La Joconde
.
—¡Usted no sabe de qué habla!
—Siento decirle que sí. La historia demuestra que Francisco I, rey de Francia, se la compró en 1516 al mismísimo Leonardo da Vinci. Creo que pagó por ella cuatro mil monedas de oro. —Se había preocupado de memorizar algunos detalles importantes—. La pintura estuvo colgada durante algún tiempo en el dormitorio de Napoleón, pero finalmente fue legada al Louvre. Así que, ya ve, en el mejor de los casos, su pequeña cruzada estaba basada en información errónea y, en el peor, fundada en una pura fantasía.
—No lo creo.
—Solo tiene que consultar cualquier libro de historia o a cualquier experto para confirmar la exactitud de lo que le acabo de decir.
—No me preocupa lo que digan —dijo Peruggia, aunque su postura desafiante empezaba a mostrar algunas grietas.
—Pero el problema es —dijo Carnot, añadiendo un toque de impaciencia a su voz para darle un efecto dramático— que al resto del mundo sí.
Peruggia bajó la vista y volvió a sumirse en el silencio. Carnot sonrió. Estaba haciendo progresos.
—Y además, naturalmente —continuó, haciendo un esfuerzo para mostrarse comprensivo—, tenga en cuenta la cuestión de las cincuenta mil liras que usted pidió. Es difícil pensar que un verdadero patriota pensara sacar un beneficio de su noble gesto.
—Ningún italiano condenaría a un compatriota por devolver
La Gioconda
a la tierra en que nació —dijo Peruggia.
La convicción del hombre iba desapareciendo, pensó Carnot. Lentamente se puso en pie y avanzó hacia la pared, bajo el ventanuco. Era el momento.
—Quizá no —dijo—. Sin embargo, sí condenaría a un mezquino sinvergüenza por tratar de engañarlo.
—¿Engañarlo? —explotó Peruggia—. Yo no estaba tratando de engañar a nadie.
—¿Pretende decirme que no sabía que la pintura es falsa? ¿Una falsificación? Sin duda, usted no puede ser tan ingenuo.
—Ahora, usted está tratando de engañarme a mí.
—¿Por qué iba a hacerlo? Si la pintura fuese auténtica, ni siquiera me hubiese molestado en venir a verlo. Simplemente, regresaría a Francia y dejaría que usted se pudriese aquí.
—No, no es posible —dijo Peruggia.
—Ha sido evaluada por tres expertos —dijo Carnot con aire de suficiencia—. Puede que los italianos no sepan mucho más, salvo usted, aparentemente, pero conocen su arte.
—Pero no la perdí nunca de vista —dijo Peruggia, más para sí mismo que para Carnot. Se levantó y empezó a caminar, mirando el suelo de la celda como si, de alguna manera, encerrara la verdad.
Carnot sintió que la esperanza se agitaba en su pecho. Esta era la primera admisión concreta de culpabilidad que hacía el hombre.
—¿Nunca? —preguntó.
Peruggia se paró en seco. Carnot contuvo la respiración. Casi lo tenía.
—¡Esos perros! —dijo finalmente Peruggia, tanto para sí mismo como para Carnot—. ¡Ellos me timaron!
Carnot sonrió satisfecho.
—Hábleme de esos perros, amigo mío —dijo, con voz empapada de empatía.
Peruggia se volvió a Carnot, entrecerrando los ojos.
—¿Por qué? —dijo el italiano, cauteloso—. ¿Por qué le voy a decir nada? ¿Qué gano yo?
Carnot se encogió de hombros, tratando de indicar que no tendría mayores consecuencias para él.
—Si no dice nada, no solo irá a la cárcel por falsificación y fraude, sino que también se convertirá en un apestado en su propio país, un traidor que trató de engañar al pueblo de Italia. Y, encima, quedará usted ante todo el mundo como el clásico tonto del bote. Por otra parte, si me cuenta algo, es muy posible que se convierta en el héroe nacional que aspira a ser…, el hombre que recuperó la auténtica
Gioconda
.
Peruggia levantó la vista hacia el pequeño y elevado ventanuco y los muros grises de la prisión que se divisaban tras él. Apretando el puño, levantó lentamente el brazo hacia la pálida luz. Después, con un repentino y violento movimiento, estampó de lado el puño cerrado en la pared de piedra de la celda.
Y Carnot supo que lo tenía en sus manos.
L
A gente que vivía en la ciudad de Dijon y en los pueblecitos del
plateau
de Langres no recordaba un invierno peor. Los cortos días, más cortos aún a causa de las nubes negras, cargadas de agua, que ocultaban el sol y el cielo durante semanas, se habían cobrado su cuota en el estado de ánimo de la población. Y ahora habían vuelto las lluvias. Durante toda la noche, las abundantes precipitaciones tamborilearon en los tejados, manteniendo despiertos a los habitantes. Durante el día, llovía a cántaros, convirtiendo a las personas en prisioneras virtuales dentro de sus propias casas, oscuras y fétidas.
Los arroyos y afluentes que desembocaban en el Sena ya se habían convertido en rápidos y crecidos torrentes. La gente que se ganaba la vida cargando las péniches
[60]
con vino y bienes de consumo que llevaban a los muelles de Bercy y a las naves que se sucedían en la ribera de París sabían que, si se mantenía esta situación, tendrían que soportar malos tiempos. Cuando el río se desbordaba, la navegación se tornaba demasiado peligrosa.
Todo el mundo estaba de acuerdo. Nadie recordaba una época en la que hubiera llovido tanto.
Porque todos los días diluvia.
SHAKESPEARE,
Noche de Reyes
.
PARÍS
D
esde su llegada a París, tres semanas antes, Ellen Hart había sentido que se aligeraba la carga que había llevado durante casi tanto tiempo como tenía memoria. Había estado rodeada de lujos, atendida día y noche por un pequeño ejército de sirvientes, con todos sus deseos materiales cubiertos. Pero todas estas cosas se habían convertido en una piedra de molino pendiente de su cuello que la ataba a una vida que se había visto obligada a escoger. Su devoción por su madre le había dado el único incentivo para seguir adelante; su muerte le había dejado una tristeza en el corazón que le pesaba como el plomo, al haberse extinguido de repente y para siempre su razón de vivir. Solo una esperanza se le había presentado, una luz distante en el horizonte: Eduardo Valfierno. Y esa esperanza la había traído ahora a París, donde, a pesar de un futuro incierto, la sentía tan cálida y luminosa como los ritmos fluidos del idioma que la rodeaba. Parte de su amplia educación como joven dama consistió en aprender a hablar francés, el idioma de los diplomáticos. De hecho, ella había hablado en francés con su madre muchas veces y su uso actual le traía recuerdos queridos de aquellas conversaciones. Incluso se encontró conversando con Julia en francés. Imaginaba que Julia sentía lo mismo que ella: que era más que una lengua una forma diferente de pensar, de relacionarse, de vivir.
Su estancia en la casa de
madame
Charneau, en la
cour
de Rohan, había sido cómoda y agradable. La anciana era como una tía bondadosa que hacía todo lo posible para que se sintiese en casa; Julia podría haber sido una prima más joven que charlaba sin parar sobre lo ingenuo que era Émile y de cómo Diego estaba siempre dirigiéndole miradas lascivas y sugerentes, aunque a veces no le resultara fácil decidir si a Julia esto le parecía mal o bien. Ellen encontraba amable y divertida a la joven, aunque tenían poco en común.
Los patios enclaustrados y la telaraña de caminos y soportales a los que daban los escalones de la puerta principal de
madame
Charneau eran un oasis en medio de la ciudad. La cercana
cour du
Commerce Saint-André estaba llena de pequeñas tiendas y negocios, cada cual más encantador y fascinante que el anterior. Las tiendas de antigüedades estaban pared con pared con pequeños restaurantes,
papeteries
, salones de té y
chocolateries
. La preferida de Ellen era una juguetería con los escaparates engalanados con muñecas, barcos de juguete y soldaditos de plomo, todo ello dispuesto en torno a un magnífico globo de aire caliente, con la tela que lo cubría, sobre la cesta del mismo, tan cuidadamente decorada que le recordaba un huevo de Fabergé.