El robo de la Mona Lisa (24 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—Marqués —empezó Ellen—, Edward… quizá yo pueda ser tan atrevida con usted como usted lo fue conmigo.

—No espero menos.

—Con mi querida madre difunta, no tengo ya ninguna razón para seguir con mi esposo.

Ella se detuvo, esperando alguna reacción. El corazón de Valfierno empezó a latir más deprisa, pero no estaba seguro de si se debía a la pura sorpresa o a algo más. Sabía que tenía que decir algo, pero no estaba seguro de lo que iba a decir.


Mistress
Hart… —empezó a decir, indeciso.

—Por favor, permítame terminar. Esto no es fácil para mí. Yo creo que usted conoce bien a mi marido, la clase de hombre que es, quiero decir. Puedo asegurarle que su aprecio por su colección sobrepasa con mucho su consideración hacia mí. Sin embargo, no permitiría que me fuese antes de lo que renunciaría a cualquiera del resto de sus adquisiciones.

—Quizá subestime su consideración hacia usted o malinterprete su forma de demostrarle su afecto.

Una mirada ligeramente desconcertada cruzó el rostro de Ellen.

—El deseo de posesión es muy diferente del sentimiento de amor.

Valfierno admitió esto con un ligero movimiento de cabeza.

—En consecuencia —continuó ella, con una inspiración mientras reunía cada elemento de su resolución—, le pediría, le rogaría que me llevara con usted a Francia.

Valfierno dio un respingo en su silla, incapaz de ocultar su sorpresa.


Mistress
Hart, yo…

—Ellen. Me llamo Ellen.

—Ellen, no sé qué decir.

—Quizá, entonces, tenga que reformularlo como una simple pregunta: ¿me llevará con usted?

Él hizo una profunda inspiración y exhaló despacio.

—Creo,
mistress
Hart… Ellen…, que comprendo su situación, el dilema en el que se encuentra y, si pudiera ayudarla de alguna manera, estaría encantado de servirle de ayuda. Pero debe comprender que lo que me está pidiendo es imposible. Con independencia de las circunstancias, su hogar está aquí. El mío está en Francia. Me temo que sea imposible. Lo siento. Si puedo ayudarla económicamente de alguna manera…

—No carezco por completo de medios. El quid de la cuestión es que no sabría lo primero que tendría que hacer para… escapar, fugarme, porque eso es lo que sería. Y para lo que necesitaría su ayuda.

Ella apartó la vista mientras levantaba su copa y tomaba otro sorbo de vino.

Valfierno sintió un diluvio de emociones contrapuestas. ¿Era esto lo que quería oír por encima de todo? ¿Era el apuro de la excitación que sentía lo que le decía que abrazara con todo su corazón este giro de los acontecimientos? ¿O se trataba de una señal de advertencia, una alarma emocional que le aconsejaba no implicarse en una situación que solo podía estar cargada de complicaciones imprevistas?

—Ellen —comenzó a decir por fin, sorprendido por la dificultad que tenía para hilvanar sus pensamientos—, me encantaría ayudarla de alguna manera; simplemente no me puedo permitir concitar tanta atención indebida sobre mí mismo. Tiene que entenderlo.

Ella asintió, aceptando la evidente lógica de su exposición. Valfierno podía sentir lo difícil que esto era para ella; las bravuconadas no servían con esta mujer. Ella tomó otro sorbo de vino como si tratara de reunir todo su valor.

—Edward —comenzó a decir lenta y deliberadamente—, sé mucho acerca de usted y estoy segura de que lo que sé sería de gran interés para la policía, para las autoridades. —Las palabras salían vacilantes; no había una pizca de amenaza en su voz.

—Eso es cierto —respondió Valfierno, tranquilo—, pero nunca podría decir nada sin desvelar el papel desempeñado por su esposo en el delito.

—¿Y cree de verdad que eso me disuadiría?

Valfierno suspiró.

—Me sorprende usted —dijo con aire de discreta indignación—. Quizá la haya imaginado como muchas cosas, pero nunca como chantajista.

Ella dejó asomar una sonrisita irónica.

—Tampoco yo. Quizá se deba a mi conocimiento de algunos tratos de mi esposo. E incluso, quizá, a usted mismo.

—¿No irá a acusarme ahora de haberla convertido en una cínica? —Valfierno sonrió—. Si mal no recuerdo, el pequeño plan para obligar a su esposo a consumar el trato que cerramos en Buenos Aires fue idea suya.

—O, al menos, usted me permitió que creyera que lo era —dijo ella.

—Bueno, no lo sé, pero…

—Siendo franca de nuevo —continuó ella—, aunque usted y yo solo nos hayamos encontrado unas pocas veces, había imaginado, quizá esperado, que no fuese usted tan poco comprensivo con respecto a mi situación.

—Puedo asegurarle que la comprendo perfectamente, pero lo que usted sugiere…

—Y además —continuó ella, apartando, nerviosa, la mirada—, que usted recibiría gustoso incluso la oportunidad de ayudarme.

Valfierno no dijo nada. Levantó su copa, consumiendo con parsimonia el líquido rojo oscuro. Hacía mucho tiempo que había aprendido a ocultar la duda, la confusión, el miedo incluso que eran inevitables en su línea de trabajo. Y, aunque en esa fachada cuidadosamente elaborada habían aparecido en los meses anteriores algunas pequeñas grietas, todavía estaba seguro de una cosa: un hombre no puede controlar sus sentimientos sobre el mundo, pero siempre puede controlar las acciones que lleva a cabo en respuesta a ese mundo.

—Ya veo —dijo ella—. Su silencio es suficiente respuesta y no me deja otra opción que prometerle tomar medidas más drásticas para forzar su ayuda en esta materia.

Valfierno la miró. Por supuesto, ella podía estar tirándose un farol, pero algo le decía que no. Había afrontado amenazas —si esto era, en realidad, una amenaza— en muchas ocasiones. Siempre le había parecido mejor considerarlas nada más que como desafíos bienvenidos.

—Ellen —comenzó, tratando de conservar el tono de un bondadoso profesor que ilustra a un estudiante ingenuo—, dice usted que cree que sabe mucho sobre mí, pero me pregunto si es realmente así. En mi vida he hecho cosas que son, como mínimo, lamentables. He sido amenazado, si puedo utilizar una palabra tan fuerte, antes, pero puedo asegurarle que esas amenazas nunca han tenido el efecto deseado. He hecho siempre, sin dudarlo, lo que era necesario para contrarrestar esos intentos de coacción. No la aburriré con los detalles de estos episodios, pero me parece que hay dos cuestiones que debe plantearse en este momento. Primero, ¿cómo sabe que, con el fin de protegerme, no he llegado nunca al extremo, incluso hasta el punto de, digamos, eliminar todas las amenazas contra mí? Y segundo, y más en concreto: si es así, ¿cómo sabe que no haría lo mismo de nuevo?

Sus palabras no produjeron el efecto esperado.

—Creo que hay algo que usted no entiende —dijo Ellen fríamente—. Ni siquiera la muerte me atemoriza en absoluto. Por el contrario, preferiría con mucho morir a volver a vivir con mi esposo.

Ella levantó la copa y la vació. Y Valfierno supo que, por el momento al menos, ella había ganado.

Capítulo 31

NEWPORT

C
uatro días más tarde, sonó el teléfono en el estudio de la mansión de Joshua Hart en Newport. Hart agarró la base negra en forma de palmatoria, levantó el receptor de su soporte y se lo llevó al oído. Su voz era brusca e impaciente.

—¿Sí?

—Soy Taggart.

—Sí, sí, ¿qué ha descubierto?

—He hecho algunas averiguaciones sobre el personal del caballero en cuestión.

Poco después de tomar posesión de la
Mona Lisa
, a Hart le asaltó una vaga sospecha de que había algo que no era como debía ser. Al principio, le ponía eufórico el hecho de saber que ahora poseía el colmo de las obras maestras; al final, su colección estaba completa. Ningún otro hombre en la Tierra podía igualarla.

Pero en su mente rondaba la cuestión del pasaporte. Una vez más comparó el documento falsificado con el emitido en sustitución del perdido. Aparte de las huellas del tiempo en la falsificación, los dos eran completamente idénticos en todos los aspectos. Esto significaba una de dos cosas: o los cómplices de Valfierno eran capaces de hacer copias sin defecto alguno —hasta el punto de falsificar artificialmente la edad de los documentos— o el hombre se las había arreglado de alguna manera para robarle su pasaporte auténtico y hacerlo pasar por una copia falsificada. Si había sido lo segundo, bien, el negocio es el negocio; él mismo había recurrido a medios poco limpios para conseguir una posición de poder sobre sus rivales a la hora de las negociaciones.

Pero si había sido lo primero, si Valfierno tenía recursos capaces de crear falsificaciones perfectas, ¿por qué iba a detenerse en los pasaportes?

Hart empezó a examinar su colección, pieza a pieza. La mayoría de las obras de arte se las había procurado el persuasivo caballero argentino. Valfierno se había adelantado siempre a explicar que los museos tenían reproducciones de máxima calidad que exponer sin previo aviso, pero, ¿por qué, de todas las obras que Valfierno había obtenido, nunca había habido ninguna noticia del robo hasta ahora? ¿Podía deberse a que Hart había insistido en que, en esta ocasión, tenía que haber una prueba absoluta de que la
Mona Lisa
había sido robada?

Acosado por las dudas, Hart había puesto a trabajar a Taggart. Recordó el nombre del potencial cliente que Valfierno le había susurrado al oído en su anterior visita, un conocido y poderoso rival en los negocios. Ese sería un buen punto de partida y, si alguien podía obtener alguna información, ese era Taggart.

—Encontré a uno de sus criados dispuesto a compartir información a cambio de algo de calderilla —informó Taggart—. Poco antes de entregarle el paquete a usted, Valfierno visitó al caballero en cuestión con un paquete de dimensiones similares. Se marchó poco después con un maletín lleno.

Hart empezó a jadear.

—¿Qué entregó exactamente?

—El criado lo vio brevemente. Le enseñé la fotografía. Era lo mismo que Valfierno le entregó a usted.

Las manos de Hart aferraron la base y el receptor del teléfono con tanta fuerza que sus brazos empezaron a temblar. Así que era cierto. Valfierno lo había engañado. Había hecho dos copias, incluso más, para todos los que conocía. ¿Cuántas condenadas cosas había vendido Valfierno?

Taggart rompió el silencio.

—Eso no es todo. Usted me pidió que investigara sobre
mistress
Hart.

Hart solo escuchaba a medias, con la mente consumida por los pensamientos sobre Valfierno y cómo había dejado que el hombre lo engañase.

—Descubrí —continuó Taggart— que había viajado a Nueva York en tren para quedarse con una pariente.

Hart trató de centrarse en lo que estaba diciendo Taggart.

—¿Nueva York? —dijo Hart—. Pero no estaba previsto que abandonara Filadelfia.

—Hice algunas averiguaciones —dijo Taggart— y descubrí que había comprado un pasaje en el vapor
Prinz Joachim
. Zarpó hace tres días hacia El Havre.

—¿Qué está diciendo?

Taggart hizo una pausa antes de seguir.

—Cuando embarcó, estaba en compañía de cierto caballero extranjero.

Un crujido eléctrico atravesó la línea.

—Valfierno… —dijo Hart, siseando el nombre como si le hubiesen perforado los pulmones. El silencio al otro lado de la línea era la confirmación que necesitaba—.
Mister
Taggart —dijo Hart, controlando rígidamente la voz.

—¿Señor?

—Quiero que se quede donde está. Muy pronto, tendrá noticias mías.

—Sí, señor.

Hart colgó el receptor y depositó lentamente el teléfono sobre el escritorio.

Joshua Hart atravesó rápidamente su galería subterránea, con la espalda encorvada y los ojos fijos en el suelo para evitar mirar su colección colgada en las paredes. Todo había cambiado; sus sospechas se habían confirmado y en el estómago se le había formado una espesa masa de terror como una roca. Atravesó la galería a grandes zancadas, dejando atrás la
Mona Lisa
, hasta la pequeña puerta que había al fondo. Sacó la llave, abrió la puerta y entró, encendiendo una luz. La estancia era pequeña, de dos metros setenta centímetros por tres metros sesenta y cinco centímetros, y en ella solo había tres cosas: un taburete, un caballete y una mesa redonda con una pequeña caja tallada sobre ella. Sobre el caballete, había un lienzo en blanco enmarcado.

Hart se mantuvo inmóvil un momento antes de sentarse en el taburete. Se detuvo a mirar la tela en blanco durante todo un minuto. Después, centró su atención en la caja, levantando la tapa abisagrada. Contenía una fila de tubos de pintura y una colección de pinceles de diversos tamaños. Una paleta de artista de tamaño infantil encajaba perfectamente en la tapa. Con cuidado, sacó un pincel de punta fina. Lo contempló durante un momento, dándole vueltas entre los dedos. Después, sacó la paleta en forma de riñón, sucia y salpicada de pequeñas manchas de pintura. Pasó el pulgar sobre el hueco para el dedo, adecuado para un niño y demasiado pequeño para él.

Joshua Hart se sintió paralizado un momento antes de devolver la paleta y el pincel a la caja y cerrar la tapa. Durante unos momentos, se detuvo a mirar el lienzo en blanco. Después, con un repentino y violento movimiento de barrido del brazo, golpeó la mesita, desparramando el contenido de la caja por el suelo. Se levantó abruptamente y salió de la estancia, acercándose directamente a su última adquisición. La agarró y la arrancó de las escarpias. La
Mona Lisa
. De valor inestimable. La posesión más magnífica que cualquier hombre pudiera decir suya, un tesoro que había resistido el paso de los siglos, mientras los simples mortales se acercaban a la conclusión de sus breves e insignificantes vidas. Y ahora era suya. Ningún hombre volvería a fijar la vista en ella. Él y solo él estaba en el centro del universo.

Y, en ese momento, no tenía la más mínima duda de que era falsa. La semilla de esa duda —tan mínima que solo le había dedicado un fugaz pensamiento— había tomado cuerpo y florecido en una terrible constatación: lo había engañado, le había dado gato por liebre un hombre que ahora se había llevado a su esposa.

Miró la mujer de la pintura, su sonrisa ligeramente condescendiente, los ojos algo entrecerrados, distante y burlona. Lo miraba directamente a él, engreída y segura de sí misma. Puso la tabla en el suelo, inclinada formando un ángulo con la pared. Tranquila y mecánicamente, levantó una pierna y, con todas sus fuerzas, lanzó el pie contra el rostro de la mujer. Una grieta se abrió en un ángulo a través de un ojo y sus labios fruncidos. Procurando mantener el equilibrio, levantó el pie y volvió a descargarlo una vez más, aplastando y astillando la tabla en la que había estado el rostro.

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