El robo de la Mona Lisa (25 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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Un poco después, Joshua Hart se sentaba agotado y empapado de sudor en su estudio, con la base del teléfono en una mano y el auricular en la otra.

—¿Sí,
mister
Hart? —dijo la voz de Taggart.

—Vamos a encontrarlos —dijo Hart lenta y deliberadamente—. Y, cuando lo hagamos, después de que hayamos recuperado mi dinero… ¿está escuchando,
mister
Taggart?

—Sí, señor.

—Quiero que, por sus pecados, este hombre, Valfierno, sufra y muera. ¿Puede hacer eso por mí,
mister
Taggart?

Se produjo un breve silencio antes de que Taggart replicara:

—Sí,
mister
Hart. Puedo hacerlo.

Capítulo 32

PARÍS

S
entado en una banqueta, en su estudio del sótano de la
rue
Serpente, con una pierna ligeramente levantada y el pie encima de un cajón de embalaje que estaba en el suelo, a su lado, Diego dijo:

—Se te está cayendo la cabeza. ¡Mantenla levantada! ¿No puedes mirar hacia delante?

Frente a él, al otro lado de su caballete, Julia Conway estaba sentada en otra banqueta. Excepto por la larga bufanda que llevaba puesta alrededor del cuello y le caía por la espalda, estaba desnuda.

Julia levantó la cabeza, mientras el persistente dolor de cuello le recordaba que llevaba sentada casi dos horas seguidas. Nunca antes había posado para un pintor. Siempre había imaginado que sería un trabajo fácil. Después de todo, te limitas a sentarte sin hacer nada. Pero ahora le dolía la espalda, tenía irritado el culo, se le habían dormido las piernas y estaba cansada, por no hablar del frío.

Al principio, había rehusado quitarse la ropa, pero Diego no había demostrado el más mínimo interés por pintarla de otra manera. No parecía insinuante ni provocativo al respecto; en realidad, los calificativos que describían mejor su postura eran clínico y desinteresado. Había coqueteado con ella antes, pero, en cuanto aceptó posar para él, su comportamiento cambió. Estaba completamente volcado en su tarea, o quizá fuese mejor hablar de su arte.

No es que ella se sintiera particularmente atraída por él. Era demasiado intenso para su gusto y, aunque su físico bajo y fornido y sus penetrantes ojos le conferían cierta presencia animal, no era su tipo en absoluto. De todos modos, se sentía vagamente insultada por el hecho de que pareciese más interesado por su arte que por ella.

Entonces, se preguntaba ella, ¿por qué había accedido a posar para él a la primera? La respuesta más obvia era el aburrimiento. Durante meses había estado viviendo en la casa de
madame
Charneau y, aunque hubiera dedicado algún tiempo a pasear por la ciudad y visitar sitios interesantes, sus paseos le habían servido para sentir la tentación de practicar sus habilidades en medio de las omnipresentes masas de turistas.

Le había divertido especialmente el sórdido barrio de Pigalle, que había visitado tomando una serie de tranvías, después de haber aguantado las advertencias de
madame
Charneau. Al haber tenido muchos contactos con las prostitutas durante su estancia en Charleston, reconoció al instante el carácter de las calles que conducían a la plaza Pigalle. De hecho, al cabo de unos minutos de bajar del tranvía, no solo le había pedido sexo una joven muy atractiva, sino que también la habían importunado dos veces para que se uniera a las filas de las pobres
grisettes
[53]
recién llegadas de provincias, que se ganaban la vida viviendo como
filles de joie
.

Al final, encontró el camino a través del estrecho laberinto de calles hasta el pie de la loma de Montmartre en cuya cima estaba la basílica del Sacré-Coeur, el templo católico romano que tiene cierto parecido a una mezquita musulmana. Había tomado el funicular hasta la cima y la llenó de orgullo el hecho de reconocer con facilidad el pequeño ejército de carteristas que se cernía sobre los turistas. Lo más destacable había sido cuando un joven tropezó accidentalmente delante de ella, manchándole el vestido de sirope del pastel al ron que llevaba en la mano. Casi no había empezado su rosario de disculpas cuando ella se dio la vuelta y le estrelló en la cara al cómplice el mismo bolso que había tratado de robar. Había disfrutado de modo especial al reprender a los dos ladrones frustrados para diversión de los turistas.

Sintió la tentación de demostrar a aquel par de aficionados cómo se hacía en realidad. El problema era que le había prometido a Valfierno que resistiría el impulso y se sentía obligada a cumplir su promesa.

Hasta cierto punto, en todo caso.

Bajando de la basílica en el funicular, iba sentada detrás de un turista alemán grandote que se quejaba en voz alta de una u otra cosa a su pobre mujer, molestando a todo el coche. Cuando los viajeros salían en fila al pie de la colina, se colocó detrás de él y lo liberó de su cartera. El hombre se lo merecía, razonó ella, y además, tenía que practicar. Aun así, en deferencia a su promesa a Valfierno, momentos después de bajar del funicular, tiró la cartera al estuche del violín de un chico que tocaba, animoso, su instrumento para ganarse algunas monedas de los turistas.

Le había divertido observar las distintas técnicas utilizadas en las diversas atracciones de la ciudad. Los carteristas que trabajaban con las muchedumbres que esperaban para subir al Arco del Triunfo, por ejemplo, tendían a presentarse como amables paseantes por los bulevares que distraían a las jóvenes parejas con conversaciones encantadoras mientras un cómplice liberaba al caballero de su cartera; los que trabajaban entre las hordas que pululaban entre las patas de la Torre Eiffel parecían ser adeptos a echar subrepticiamente cagadas de paloma en las elegantes levitas y ofrecerse amablemente a limpiarlas mientras un colega aligeraba la carga del caballero; por las abarrotadas aceras de Saint-Germain abundaban bandas de chicos, dos de los cuales hacían como que se peleaban mientras los otros se trabajaban al público espectador. Todo muy entretenido; pero la imposibilidad de participar hacía que para Julia perdiese interés y, antes de que se diese cuenta, ya se había cansado de las muchas diversiones de París.

—¿No has terminado todavía? —preguntó, petulante, a Diego—. ¿Cuándo puedo verla?

—La impaciencia es el mayor enemigo del arte —replicó en un tono monótono y enfadado—. ¿Tratarías de apresurar el florecer de una rosa?

—Bueno, esta rosa está empezando a hartarse.

Ella había estado mirando todo el tiempo su bañera de zinc.

—¿De verdad te bañas en esa cosa mugrienta? —le preguntó con una mueca desdeñosa.

—A veces.

El hombre no le estaba prestando apenas atención. Parecía imposible fastidiarlo.

—¿Y por qué tienes flores artificiales? —dijo ella, aludiendo al ramo dispuesto en el jarrón que estaba en un taburete al lado de la bañera—. ¿No puedes permitirte las de verdad?

—Me gustan más los colores —respondió él en un tono tranquilo, distraído.

—De todos modos —insistió ella—, tengo el culo escocido.

Diego sonrió. En ese mismo momento, había estado tratando de hacer justicia a aquella parte particularmente agradable de su anatomía. Pero su sonrisa se apagó. Aquello no iba bien de ninguna manera y no estaba seguro de la razón. Era una obra de arte perfectamente aceptable —aunque inacabada—, pensó. Hacía justicia a un motivo muy atractivo; no había ningún error. Pero entonces se dio cuenta de cuál era el problema: no había errores en la pintura. Era como otros cientos de ellas que había hecho en los últimos años. Sus colegas —cuya opinión acerca de su obra había pasado de una inicial suspicacia e incluso animosidad a una aceptación irritantemente pasiva— la considerarían como una mera adición más a su creciente corpus pictórico. Esta no era la razón por la que se había aislado del mundo que conocía con el fin de abrir nuevos caminos.

Julia se volvió al oír un sonido de pasos por la escalera.

—Por favor —imploró Diego—, ¿no puedes estarte quieta?

—¿Hola? ¿Diego? —La voz de Émile resonó desde arriba.

—Tu amor está aquí —dijo Diego a Julia, con evidente fastidio.

—No seas ridículo —dijo ella, volviendo el rostro hacia la pared—. No es más que Émile.

Émile bajó la escalera y se paró en seco, con la boca abierta por la sorpresa.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

—¿Qué haces aquí? —inquirió Julia, sin mirarlo a propósito.

—No importa lo que yo esté haciendo aquí —dijo—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?

—¿Qué te parece? José está pintando mi retrato.

—¿José? —tartamudeó Émile, incrédulo.

—Toma asiento —dijo Diego—. Aprende del maestro.

Émile se acercó hacia Julia, observando la ropa amontonada en una silla cercana.

—Te has quitado toda la ropa.

—Tus poderes de observación son notables —comentó ella con sequedad.

—Y estás desnuda.

—A menudo, las dos cosas ocurren al mismo tiempo. ¿Y por qué no debería estarlo? Soy la modelo de un artista.

—¿La modelo de un artista? —dijo el joven con desprecio—. ¿Y es así como lo llaman ahora?

—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó ella, volviendo la cabeza bruscamente.

—Esto es inútil —dijo Diego, tirando el pincel, frustrado—. Estás arruinando la atmósfera, ¿sabes? —añadió, dirigiéndose a Émile.

—¿Arruinando la atmósfera? —dijo Émile—. Yo te enseñaré cómo se arruina la atmósfera. —Y diciendo eso, cogió el montón de ropa y lo arrojó al regazo de Julia.

—Ponte eso.

—¿A ti que te importa? —dijo ella, poniéndose el vestido por delante mientras se ponía de pie de un salto.

Émile no dijo nada, momentáneamente paralizado ante la visión de las curvas exteriores de sus caderas que el vestido no llegaba a cubrir.

—Quizá deberías quitarte también tú la ropa —sugirió Diego— y juntarte con ella.

—¡Pedazo de cabrón! —bramó Émile, y dio un paso hacia él.

Diego retrocedió con una divertida sonrisa en su rostro, que solo sirvió para enfurecer aún más a Émile.

—No te salgas de tus casillas, Romeo —dijo el pintor mientras Émile avanzaba otro paso hacia él.

Pero antes de que pudiera entrar en contacto con él, Émile tropezó con el cajón que Diego había estado utilizando como escabel y trastabilló. Se agarró al caballete en busca de apoyo, pero se derrumbó tras él y él dio con sus huesos en el suelo, encima del lienzo.

—¡Estás destrozando mi pintura! —gritó Julia mientras cogía una manta del catre de Diego y se envolvía en ella.

Diego cogió su raída chaqueta y su gorra.

—De todos modos, no era buena —dijo despectivamente.

—¿Qué quieres decir con que no era buena? —chilló Julia—. ¿Por qué no?

Émile trató de levantarse, pero resbaló en los pegotes de pintura de la paleta de Diego.

—El tema no inspiraba lo suficiente —dijo Diego.

—¿Que no inspiraba lo suficiente? —dijo Julia, indignada.

Diego había llegado al pie de la escalera cuando ella le lanzó un bote de barro lleno de pinceles. Él desvió fácilmente el bote con el brazo, estrellándolo contra la pared.

—¡Necesito beber! —dijo él mientras subía rápidamente la escalera—. ¡Quizá un madeira me dé la inspiración que ansío!

Émile se levantó con dificultad, mirando en la dirección de la escalera. Cogió un trapo y trató de eliminar los pegotes de pintura de su chaqueta, consiguiendo únicamente que las manchas aumentaran.

Julia dirigió su atención al revoltijo del suelo, agachándose y levantando la pintura.

La boca se le abrió de puro asombro. La mujer —si podía llamársele tal cosa— se parecía a lo que se vería en un espejo de la casa de la risa del carnaval. Por una parte, todas las proporciones estaban mal, con los contornos dibujados caprichosamente. Los pechos —más parecidos a un par de mangas de masa pastelera de las que se utilizan para adornar un pastel— parecían salir de su espalda. La exagerada curva de su talle se extendía hasta unas nalgas de tamaño desmesurado que, de alguna manera, aún conseguía transmitir sensualidad.

—¡Mi culo no es tan grande! —bramó ella—. ¿Y qué se supone que son estas cosas? —Señaló, horrorizada, las mangas pasteleras de puntas rojas.

—¿Qué quieres? —dijo Émile en tono de burla—. Me parece que es clavada a ti.

Julia lanzó un gruñido de frustración.

—Te gusta exhibirte. Sabes que lo haces —dijo Émile mientras trataba de quitarse pintura de la cara, con el único resultado de extenderla, dándole el aspecto de un indio del oeste.

Julia cogió un cuchillo que había caído del bote roto y, por un momento, Émile creyó que iba a utilizarlo contra él. Sin embargo, ella le dio la vuelta al lienzo, adornándolo con una serie de airadas cuchilladas.

—Solo puedes culparte a ti misma —dijo Émile con aire altanero.

—¿Qué decías? —dijo Julia entre dientes mientras se volvía hacia él, con el cuchillo dispuesto.

—Cuidado con ese cuchillo. —Émile retrocedió.

Julia miró el arma que tenía en la mano como si la viese por primera vez y la tiró al suelo, indignada. Cogió la paleta manchada de pintura de Diego y la estrelló contra lo que quedaba de su retrato hecho jirones en el suelo. Por si acaso, tiró al revoltijo una mesita, desparramando un periódico viejo, trapos y un cenicero lleno.

—Estás loca, lo sabes, ¿no? —dijo Émile.

—¡Lárgate! —bramó ella—. ¡Lárgate!

Agarrando la manta y levantándola hasta el cuello con una mano, estaba a punto de empujarlo físicamente por la escalera con la otra cuando los distrajo una voz que llegaba desde arriba.

—¡Julia! ¡Émile! —gritó
madame
Charneau mientras arrastraba los pies bajando la escalera, recogiéndose la falda para evitar pisar el dobladillo—. ¿Se lo has dicho?

—¿Decirme qué? —preguntó Julia.

—El
signore
Peruggia —empezó a decir Émile, haciendo un gesto que indicaba que ella era la culpable de que no hubiese tenido oportunidad de decírselo antes—. Está decidido a marcharse.

Segura al pie de la escalera,
madame
Charneau contempló el desorden que la rodeaba.

—¿Qué ha pasado aquí?

—Pregúntele a ella —dijo Émile, señalando con la cabeza a Julia.

—Deberías habérmelo dicho inmediatamente —reprendió Julia a Émile.

—Está bien —dijo Émile a la defensiva—. No se irá durante unos días.

—Pero esa es la cuestión —dijo, frenética,
madame
Charneau—, me acaba de informar de que se va esta misma tarde. Y se lleva la pintura con él.

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