El robo de la Mona Lisa (19 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—Vale, mueve los pies; estás ocupando la mitad del almacén —protestó Julia, tratando de tumbarse en una postura cómoda—. Todavía no entiendo por qué no podemos esperar unas horas y coger la pintura por la noche.

—Los suelos crujen —dijo Peruggia—. Los vigilantes que hacen la ronda de noche nos oirían.

Julia le dio una patada a Émile en el pie.

—¡Mueve las piernas!

—¡Cállate! —dijo bruscamente Peruggia—. Escuchad.

Todos contuvieron la respiración. Desde el vestíbulo llegaba el sonido de unos pasos que se acercaban.

—¡La luz! —susurró Peruggia.

Émile buscó a tientas un momento antes de encontrar el interruptor de corredera y deslizarlo hacia atrás, sumiéndolos de nuevo en lo que debería haber sido una oscuridad completa. Sin embargo, un estrecho rayo de luz penetraba en la estancia. Una de las puertas del almacén había quedado ligeramente abierta.

Las pisadas se detuvieron y la puerta crujió al abrirse lentamente. Contra la tenue luz del corredor se proyectaba la forma de un hombre que llevaba un quepis de vigilante. Permaneció inmóvil, mirando en la penumbra.

En ese momento, los pies de Julia, que ella había recogido hacia el cuerpo, se deslizaron de repente hacia delante, haciendo un chirrido. El vigilante retrocedió alarmado. Un instante después, un animalito salió disparado por la puerta, pasando sobre los pies del vigilante. Las pisadas retrocedieron rápidamente por el vestíbulo hasta que el único sonido que se oía en la estancia era el de su respiración.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Julia en un tenso susurro.

—Una rata —dijo Peruggia.

—No te darán miedo las ratas, ¿no? —preguntó Émile.

—No si estás tú para protegerme.

—Ella estaba más asustada que nosotros —dijo Peruggia.

—Ahí hay otra —dijo Julia de repente.

Émile dio un salto cuando sintió la cosa que correteaba por su brazo. Con un grito ahogado, buscó a tientas el interruptor de su linterna eléctrica. Deslizó la corredera y vio cómo los dedos de Julia se deslizaban hacia su hombro.

—¡Deja de hacer idioteces! —gruñó Émile—. Nos vas a delatar.

—Lo siento, no pude resistirme.

—Si habéis terminado de jugar —dijo Peruggia—, tenemos que dormir algo. Mañana tenemos mucho que hacer.

Trataron de adoptar unas posturas más cómodas, pero era imposible. Julia se quedó en una postura apretada, casi fetal, haciendo muecas al inhalar el aire húmedo, rancio. Aquella iba a ser una larga noche.

Capítulo 24

L
A cerilla brilló en la oscuridad, dejando una nubecilla de humos sulfurosos. Peruggia la levantó y el débil halo de luz reveló a Émile doblado, profundamente dormido, con la cabeza en el regazo de Julia. Julia gimió ligeramente y cambió de postura, pero se resistía a despertar. Peruggia encendió una vela con la cerilla y sacó el reloj. Después de mirar la hora, le dio un golpecito a Émile en el pie.

—Despierta.

Émile no se despertó, pero los ojos de Julia se abrieron, primero uno y después el otro, mientras se adaptaba a la luz de la vela y se reorientaba. Bajó la vista y vio la cabeza de Émile en su regazo. Sonriendo, empezó a acariciarle suavemente el pelo.

—Despierta, dormilón —susurró con exagerada familiaridad.

Émile se movió en busca de una postura más cómoda. Sus ojos parpadearon, miraron los pliegues del vestido de Julia y se cerraron de nuevo.

—¿Cómodo? —preguntó ella.

Émile lanzó un gruñido. Después, sus ojos se abrieron de par en par. De repente, muy despierto, dio un salto, quedándose sentado.

—¿Qué…? —tartamudeó—. ¿Qué estaba…? No me di cuenta…

—Está bien —dijo Julia con una sonrisa de oreja a oreja—. Al menos, no eres una rata.

—Tenías que haberme apartado.

—Pero parecías tan tranquilo —dijo ella con un tono socarrón en su voz—, como un bebé.

—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Peruggia.

Peruggia sacó media
baguette
y un botellín de vino de su maletín, que compartieron rápidamente. Después, empezaron a quitarse sus chaquetas mientras Peruggia sacaba tres hatos. Julia comenzó inmediatamente a desabrocharse su camisa. Un poco aturdido todavía, Émile se dio cuenta de que estaba mirándola.

—Quizá deberías encender tu linterna —dijo ella con sorna—. Tendrías una vista mejor.

Aun a la tenue luz, ella pudo ver la mirada mortificada en el rostro de Émile cuando él se dio rápidamente la vuelta.

—Como si me interesara siquiera.

—No te preocupes —dijo Peruggia—, estos blusones lo tapan todo.

—Está muy bien —dijo Julia, haciéndole una mueca a Émile mientras se abrochaba de nuevo la camisa.

Los dos hombres se pusieron unos pantalones bastos sobre los suyos antes de colocarse los largos blusones blancos y las gorras de trabajadores que constituían el uniforme de los empleados de mantenimiento del museo. Julia tuvo que subirse la falda, arrugándola, cuando se puso su pantalón. Por fortuna, el bulto alrededor de la cintura quedaba cubierto por el blusón, que le llegaba casi a las rodillas.

—¿Qué tal estoy? —preguntó, recogiéndose el pelo bajo su gorra.

—Perfectamente —respondió Peruggia.

—Trata de mantener la boca cerrada —añadió Émile adrede—. Aunque ya sé lo difícil que te resulta.

—Alguien se ha levantado con el pie izquierdo —comentó Julia.

Peruggia metió sus chaquetas junto con el sombrero que había llevado Julia en su maletín.

—Estamos preparados. Aseguraos de que no os dejáis nada.

Satisfecho, Peruggia se puso de rodillas al lado de la puerta y escuchó. Hizo una seña a los otros con la cabeza y sopló la vela.

Peruggia abrió la puerta lentamente. El almacén se llenó de la pálida luz de la primera hora de la mañana que entraba por las ventanas que daban a la Cour du Sphinx.

—Tenemos cinco minutos antes de que se abran las puertas del museo —dijo en voz baja.

Émile y Julia se levantaron y siguieron a Peruggia a la sala Duchâtel. Mientras sus ojos se adaptaban a la luz diurna, estiraron con cuidado las extremidades, tratando de desentumecer los músculos después de la larga e incómoda noche. Peruggia comprobó el equipo de Émile y después el de Julia. Su blusón era grande y su gorra, demasiado grande para su cabeza, pero asintió satisfecho.

—Émile está bien —dijo Peruggia—. Es mejor que nos dejes hablar a nosotros. ¿Estáis preparados?

Julia y Émile se miraron mutuamente y después asintieron con la cabeza.

—Muy bien —dijo Peruggia—. No tardaremos mucho.

Detrás de una de las entradas abovedadas más pequeñas del museo, en el muelle del Louvre, François Picquet miró su reloj de bolsillo. Era casi la hora. Se estiró el traje recién planchado. Como supervisor jefe de mantenimiento, ya no tenía que llevar un blusón blanco y suspiraba por el día en que pudiera permitirse adquirir un traje nuevo. El que llevaba ahora no era exactamente viejo, pero estaba peligrosamente cerca de serlo.

A las siete en punto de la mañana, abrió las puertas de la verja. Inmediatamente, un pequeño ejército de trabajadores vestidos con blusones blancos y mujeres de la limpieza uniformemente vestidas se pusieron en una fila irregular. Los hombres iban primero, tocando cada uno su gorra o boina cuando se comprobaba su nombre en la lista que Picquet tenía en sus manos. A continuación iban las mujeres, elevando sus largas faldas al caminar arrastrando los pies. Hoy era un grupo especialmente grande, como siempre los primeros lunes de mes.

Fuera, un vigilante hablaba con dos turistas muy decepcionados.

—Lo siento —decía, aplicando rígidamente las normas—, pero el museo cierra siempre los lunes.

Escaleras arriba, en el primer piso, Peruggia había ubicado a Émile y a Julia y se había colocado él mismo en distintos sitios en torno al gran rellano presidido por la
Victoria alada de Samotracia
. Esperó hasta que un grupo de trabajadores de mantenimiento subió por la ancha escalinata antes de hacer una seña a los otros. Cuando los trabajadores llegaron al rellano principal y empezaron a ir a derecha e izquierda, Peruggia y Émile salieron y se mezclaron con ellos. Sin embargo, cuando Julia salió de donde se encontraba, detrás de una estatua, se dio de bruces con un hombrón que llevaba un tubo largo al hombro. El hombre soltó un taco sofocado mientras ella retrocedía.

Julia recuperó el equilibrio y se obligó a mantener la cara vuelta hacia el lado opuesto a él.

—¡Mira por donde vas, mastuerzo! —dijo ella, con una voz lo más ronca y baja que pudo.

El hombre soltó otro taco y siguió su camino. Émile miró hacia atrás y, con un seco movimiento de cabeza, le indicó que se pegara a ellos. Los tres atravesaron la sala Duchâtel, giraron hacia el salón Carré y se dirigieron a
La Joconde
mientras los trabajadores de mantenimiento seguían pasando tras ellos. Durante un momento, permanecieron en silencio ante la pintura, con la mirada fija en los ojos penetrantes aunque evasivos de la dama.

—¿Y ahora, qué? —murmuró Julia.

—Ahora —dijo Peruggia lenta y deliberadamente, sin quitar los ojos de la pintura— la descolgamos de la pared.

Julia se volvió hacia él.

—¿Eso es todo? —dijo ella—. ¿Ese es tu plan? ¿Descolgarla de la pared?

Peruggia volvió lentamente la cabeza hacia ella y le dirigió una dura mirada. Después observó a Émile y habló en un tono bajo, de advertencia:

—Y procura que no se te caiga.

Julia miró con aprensión alrededor mientras Peruggia ponía su maletín en el suelo y él y Émile tomaban posiciones a ambos lados de la vitrina. Sosteniendo el marco, los dos hombres empezaron a levantarla de la pared.

Émile hizo una mueca.

—No sabía que fuese tan pesada.

—Te lo dije —dijo Peruggia—. Solo la vitrina pesa casi cuarenta kilos.

Émile sacudió la cabeza.

—No sale.

—Tenemos que levantarla juntos.

—Tened cuidado —añadió Julia.

Émile la miró.

—Gracias por el consejo.

—¿Estás preparado? —preguntó Peruggia—. Contaré hasta tres.

—Quieres decir uno, dos, tres y después arriba o uno…

Pero Peruggia ya había comenzado su cuenta.

—¡Uno, dos, tres!

Juntos levantaron la vitrina de sus escarpias. Émile, sin embargo, no se había preparado adecuadamente para el peso, tropezó y se tambaleó, tratando desesperadamente de mantenerla agarrada. Julia avanzó rápidamente y consiguió aguantar la vitrina, evitando que se le escapara de las manos.

—Ponedla en el suelo —dijo Peruggia, y los tres la bajaron suavemente hasta el suelo. Julia observó a Émile, pero sus miradas solo se cruzaron un instante.

—¡Bienvenida! —dijo ella.

Peruggia miró alrededor. Había otras cuatro personas en la sala, todas mujeres de la limpieza: dos barriendo el suelo y dos limpiando los cristales de otras vitrinas. Ninguna de ellas parecía especialmente interesada por el hecho de que tres tipos de mantenimiento acabaran de retirar de la pared la pintura más famosa del Louvre.

—¿Preparado? —preguntó Peruggia.

Émile asintió con la cabeza y los dos hombres se arrodillaron, volvieron a agarrar la vitrina por cada extremo y la levantaron del suelo. Ajustaron su forma de agarrarla para equilibrar el peso entre ellos y la levantaron del suelo y empezaron a recorrer la galería arrastrando los pies como un par de cargadores de muebles, yendo Peruggia hacia atrás. Julia recogió el maletín del italiano y los siguió. Solo tuvieron que dar unos pasos hasta llegar al final del salón Carré y a la entrada de la Grande Galerie. Sin embargo, antes de que pudieran atravesarla, Picquet, el supervisor de mantenimiento, se detuvo de repente en la esquina cortándoles el paso.

—¿Qué es esto? —preguntó Picquet—. ¿Adónde vais?

Sabiendo que lo reconocería, Peruggia solo pudo bajar la cabeza y mirar al suelo. Émile abrió la boca para hablar, pero no le salió ni palabra.

—¿Y bien?

Julia dio un paso adelante.

—Estamos llevándolo al estudio de los fotógrafos —dijo con voz áspera.

La pausa que siguió pareció extenderse al infinito.

Finalmente, Picquet habló:

—¿Otra vez? ¿No le han hecho ya bastantes fotografías?

Julia se encogió de hombros.

—Yo hago lo que me han dicho.

—En todo caso, ¿quién eres? —preguntó Picquet—, ¿uno de los chicos nuevos?

—Acabo de empezar hoy —respondió Julia.

Picquet la miró de arriba abajo y después se volvió a los otros.

—Muy bien. —Se hizo a un lado—. ¡Adelante! —Mientras lo dejaban atrás arrastrando los pies, Picquet añadió—: Pero decidles que la próxima vez me lo hagan saber de antemano.

Una vez dentro de la Grande Galerie, el trío giró de inmediato a su derecha, entrando en una galería larga y estrecha conocida como la sala des Sept-Mètres. Inmediatamente a su derecha había una puerta doble con las palabras «ACCÈS INTERDIT»
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grabado en ellas. Julia tiró de una de las puertas, abriéndola, y los dos hombres llevaron la vitrina a un pequeño rellano, delante de una escalera que llevaba a la planta inferior. Con una rápida mirada alrededor para asegurarse de que nadie los estaba mirando, Julia los siguió, cerrando la puerta tras ella.

—Por los pelos —dijo Émile mientras Peruggia y él bajaban al suelo la vitrina.

—Yo no podía hablar —dijo Peruggia—. Habría reconocido mi voz.

—¿Y cuál era tu excusa? —preguntó Julia, incisiva—. ¿Te comió la lengua el gato?

—Tenemos trabajo que hacer —dijo Peruggia antes de que Émile pudiera responder.

Peruggia se puso de rodillas y sacó algunas herramientas de su maletín.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Julia.

—Con suerte, toda la mañana —replicó Peruggia mientras metía una palanca en una junta de la vitrina.

—¿Y qué hacemos si a alguien se le ocurre hacer una visita al estudio de los fotógrafos? —preguntó Émile con una mirada a Julia.

—Eso —comenzó Peruggia, tratando de sacar la cubierta trasera de la vitrina— iría más bien por el lado de la mala suerte.

—Es lo único que se me ocurrió —dijo Julia—. Recordé lo que contó Diego de su amigo.

—Hiciste bien —dijo Peruggia cuando saltaba un clavo de la cubierta trasera y tintineaba en el suelo—. Pon la mano ahí y tira —le dijo a Émile.

Émile metió los dedos en la ranura que se ensanchaba entre la cubierta trasera y el marco de la vitrina y tiró. Con un crujido, la cubierta se aflojó, revelando la parte trasera de la tabla. Julia se fijó en la reparación en forma de crucifijo mientras Peruggia la retiraba de la vitrina. Sacó un pequeño destornillador y quitó cuatro tornillos pequeños que unían unos tirantes metálicos con los tirantes cortos de madera pegados al dorso de la tabla, sacándola del marco. Le dio la vuelta a la tabla y se quedó mirándola un momento. Después, levantó la vista hacia Émile y Julia con una expresión de tranquila satisfacción.

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