El robo de la Mona Lisa (15 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—Desde luego. Puedo ser muy comprensiva… —dijo ella y, ante la mirada escéptica de Valfierno, añadió—: cuando quiero.

Valfierno levantó la vista hacia el adornado reloj dorado de la pared de cristal traslúcido que cerraba la bóveda de la estación. Tras comprobar que había tiempo suficiente, se volvió de nuevo hacia Julia.

—Cuando lo encontré por primera vez, o quizá debería decir cuando él
me
encontró, era un niño muy callado. Casi no hablaba y, en realidad, parecía no recordar nada de su vida antes de empezar a vivir en la calle. Yo no lo presioné. Pero tenía muchas pesadillas. Me despertaba en medio de la noche gritando. A menudo decía un nombre: «¡Madeleine, Madeleine!». A la mañana siguiente, le pregunté por sus sueños, pero no me respondió. No estoy seguro de que los recordara.

»Le comenté a
madame
Charneau mis inquietudes y ella recordó un trágico accidente unos años atrás. Una familia de cuatro personas, madre, padre, niño de ocho o nueve años y su hermana de siete, estaban de merienda a la orilla del Sena, al norte de París. El río iba crecido a causa de las recientes lluvias, la estación ya estaba avanzada y no había otras personas. Parece que los padres fueron a dar un paseo y dejaron al pequeño al cuidado de su hermana. Aparentemente, los dos niños estaban trepando a un árbol grande, algunas de cuyas ramas quedaban sobre el agua, cuando la niña se cayó al río. El niño trató de alcanzarla, pero la fuerte corriente la arrastró rápidamente. Cuando los padres regresaron, encontraron a su hijo recorriendo arriba y abajo la orilla llamando a la hermana por su nombre, pero nadie volvió a verla. Su cuerpo no se encontró nunca, perdido para siempre en los serpenteantes canales del río corriente abajo.

—Es terrible —dijo Julia.

—La desconsolada madre se ahogó una semana más tarde en el mismo lugar, o quizá estuviese tratando de encontrar a su hija, ¿quién sabe? El padre desapareció poco después, aunque hubo un informe que decía que había sido visto viajando solo por Marsella un mes después. Nadie sabía qué había pasado con el niño. Simplemente desapareció.

Valfierno se detuvo. Levantó la vista de su café a Julia.

—El niño se llamaba Émile.

—Y el nombre de su hermana —dijo Julia lentamente— era Madeleine.

Valfierno tomó un sorbo de café.

Julia se recostó en su silla.

—Eso explicaría por qué no le gusta el agua, claro.

En ese momento, Émile apareció de entre la multitud y se acercó rápidamente a la mesa.

—Será mejor que bajemos —dijo—. El equipaje está cargado.

—Bien —dijo Valfierno, dejando unas monedas sobre la mesa y levantándose del asiento—, parece que ha llegado el momento.

Cuando llegaban a la escalerilla del coche, un penacho de humo salía de la locomotora del tren de coches de madera reluciente.

—El plan es sólido —dijo Valfierno—. Nuestro amigo italiano se imagina que forma parte de una cruzada. Esto acentúa su talento para centrarse en los detalles de la operación hasta el punto de la obsesión. Haced lo que diga, pero solo hasta que tengáis en vuestro poder y a buen recaudo la pintura.

—Sigo pensando que yo sería más útil en el interior —dijo Julia—, donde se desarrollará la acción.

—No levantes la voz —advirtió Émile, mirando alrededor en el andén.

Valfierno le tocó amablemente la mejilla.

—Mi querida Julia, ya hablamos de esto antes. Piensa que eres un engranaje de una máquina.

—Los engranajes no se divierten en absoluto —dijo con un mohín.

Valfierno se le acercó, bajando la voz.

—Tu parte quizá sea la más importante de todas. Es esencial que el objeto que quede en poder de nuestro amigo italiano sea una copia y, más importante aún, que crea con toda su alma que es la pintura auténtica.

—Esa parte será fácil —dijo Julia.

—Tu confianza es admirable —continuó Valfierno—, pero me temo que no sea tan previsible como parece a veces. No des nada por supuesto.

—¡Pasajeros al tren para El Havre! —gritó el jefe del convoy mientras unos chorros de vapor salían por la chimenea de la locomotora.

—Émile. —Valfierno miró directamente a los ojos del joven y le puso la mano en el hombro—. Cuento contigo. Y no me cabe la menor duda de que eres el mejor hombre para el trabajo.

—No se preocupe —dijo Émile, confiado—. Todo irá según el plan.

—Así lo espero —dijo Valfierno—, pero recuerda: un plan no es más que un mapa de carreteras. Lo importante es llegar al destino con independencia de los obstáculos.

Émile asintió, ahora un poco menos seguro de sí mismo.

Valfierno besó a Julia en una mejilla y, mientras se movía para besarla en la otra, le susurró en un oído:

—No lo pierdas de vista, en mi nombre. ¿Lo harás?

Julia le dirigió a Valfierno una sonrisa de complicidad mientras él se apartaba y subía por la escalerilla del coche.

El tren dio una sacudida hacia delante, cobrando vida.

—¡Deseadme suerte! —dijo Valfierno, elevando la voz sobre el creciente estrépito.


Bon voyage
! —gritó Julia mientras movía la mano frenéticamente.


Bonne chance
! —dijo Émile.

—Entonces —le dijo Julia a Émile mientras el tren desaparecía envuelto en su propia nube de humo—, ¿crees de verdad que todo irá bien?

—Por supuesto —dijo Émile—, siempre que hagas lo que se supone que tienes que hacer.

—¿No lo hago siempre? —dijo Julia con una sonrisa.

Y después, antes de que Émile pudiera hacer nada al respecto, ella se puso de puntillas y lo besó en la mejilla. Él retrocedió, asombrado, llevándose reflexivamente la mano a la cara.

—¿Por qué has hecho eso? —dijo él.

Julia se encogió de hombros, con una sonrisa juguetona en los labios.

—Simplemente, creo que deberíamos ser amigos —dijo ella como quien no quiere la cosa.

Julia dio media vuelta y avanzó pavoneándose hacia los escalones del andén, deteniéndose solo para lanzar una breve mirada hacia atrás.

Émile la observó un momento, con una expresión desconcertada en su rostro. Después se palpó el bolsillo. Al sentir el tranquilizador bulto de su reloj, se permitió una sonrisa aliviada antes de seguirla.

Valfierno se relajó en el lujoso asiento de su departamento privado. En poco más de una semana, comenzaría quizá la parte más difícil de toda la operación. Tendría que convencer no a uno, sino a seis capitanes de la industria norteamericana para que cada uno se gastara una pequeña fortuna en un tesoro que nunca podrían exhibir a nadie más en el mundo. Lo había hecho muchas veces antes, por supuesto, pero nunca a esta escala.

Repasó los nombres que tenía en mente. Había mucho donde escoger. Con todos ellos había hecho negocios antes y la mayoría lo recibirían con los brazos abiertos. Excepto, quizá,
mister
Joshua Hart, de Newport (Rhode Island). Allí podría encontrar cierta resistencia.

Repasó de nuevo la lista de los candidatos, pensando en la mejor manera de abordar a cada uno. Pero, mientras lo hacía, en sus pensamientos surgió algo más. Trató de centrarse, pero le resultaba difícil. Mientras el tren dejaba atrás los suburbios de París, metió la mano en el bolsillo y sacó un único guante blanco de seda. No estaba seguro de por qué se había molestado en traerlo. Ridículo, ciertamente.

Liberándose de su ensoñación, volvió a guardarlo y se arrellanó en el asiento para tratar de dormir.

Capítulo 18

E
N el estrecho sótano de su estudio, de la
rue
Serpente, Diego aleccionaba a Émile, Julia y Peruggia:

—Una tabla de álamo, de setenta y siete por cincuenta y tres centímetros, reforzada con tiras de madera al dorso.

Tenía el aire de un profesor impaciente no especialmente dispuesto a compartir su conocimiento superior con sus alumnos. Estaba sentado en una banqueta, delante de su caballete, en el que se apoyaba la copia de
La Joconde
que les había mostrado primero en las Tullerías. Para mayor ilustración, una serie de tablas en diversos grados de terminación descansaba en la mesa que tenía junto a él.

—Así que no se puede enrollar —comentó Julia.

Émile le dirigió un gruñido de desaprobación, pero Diego sonrió.

—No,
querida mía
[48]
, no puede enrollarse.

Julia se volvió hacia Émile.

—¿Qué pasa? —le dijo ella—. Solo estaba pensando en voz alta.

—¿Es así como lo llamas? —dijo Émile.

—Creí que íbamos a ser amigos —dijo Julia, un tanto sarcástica.

—Es bastante pequeña —dijo Peruggia—. La sacaremos de allí, no te preocupes.

—Si habéis acabado… —interrumpio Diego antes de darle la vuelta a la tabla—. Al dorso…

—¿Qué tamaño tiene esta? —dijo Émile, interrumpiéndolo.

Diego le dirigió una dura mirada.

—Tiene el tamaño correcto.


Creía
que las copias tenían que ser mayores o menores.

—Esas son las normas del museo, sí —dijo Diego, sacando un Gauloise de una cajetilla que estaba encima de la mesa y encendiéndolo—, siempre que hagas caso a las normas.

Émile se enfadó ante el desafío no expresado con palabras.

—¿Normas? —dijo, lanzando una rápida mirada a Julia—. No, yo nunca les hago ningún caso.

—Un auténtico
cimarrón
[49]
, ¿eh? —dijo Diego, mencionando el antiguo nombre español de un caballo mesteño.

—Si te parece —dijo Émile, como si conociese el significado de la palabra.

Diego soltó una risita mientras volvía a centrar la atención en su tabla.

—Esta copia concreta es mi original, por así decir. Pasé mucho tiempo sentado frente al original… antes de que lo metieran en ese horrible cajón, por supuesto.

—¿Y nadie le llamó la atención por tener una tabla del mismo tamaño? —preguntó Peruggia.

—¡Oh, claro que me llamaron la atención! —dijo Diego con una sonrisa maliciosa—, pero lo único que tuve que hacer fue sacar esto. —Cogió de la mesa una cinta métrica de sastre—. Una joven señora a la que conozco tuvo la amabilidad de cortar un trozo de otra cinta métrica y coserlo al principio de esta. Yo la ponía simplemente sobre el borde de la tabla para demostrar que, en realidad, era más pequeña.

—Muy inteligente —dijo Julia.

Diego se encogió de hombros.

—¿Y todas las copias que has hecho hasta ahora —comenzó Émile— son de esta calidad?

—No seas ridículo —dijo Diego—. Son buenas, pero no tanto.

—Pero las nuevas serán perfectas, ¿no? —persistió Émile.

—¿Y qué crees tú? —le espetó Diego, aumentando su nivel de irritación con cada pregunta—. Ahora, si se me permite continuar, es vital recordar que el dorso de la tabla es tan importante como el frente.

Indicó una tira de madera de color claro, pegada verticalmente justo a la izquierda del centro, en el extremo superior de la tabla. Una pieza en forma de lazo había sido añadida transversalmente como refuerzo.

—Esta cola de milano se insertó en la madera para reparar una grieta causada por algún imbécil en el siglo pasado cuando quitó el marco original.

La reparación le recordó a Julia un pequeño crucifijo.

—¿Cómo te las has arreglado para ver la parte de atrás? —preguntó ella, claramente impresionada.

—No fue tan difícil —comenzó Diego aprovechando el interés de Julia, que lo miraba con unos ojos abiertos de par en par—. Tuve la oportunidad de visitar el estudio del fotógrafo en el que la estaban fotografiando. Uno de los ayudantes me debía algún dinero y me dejó examinarla brevemente. Pensé que le añadiría un toque interesante, aunque ni una entre mil personas lo supiese.

—Quizá este ayudante pudiera sernos de utilidad —sugirió Julia al grupo.

—No debemos cambiar el plan a estas alturas —dijo Peruggia.

A Émile también le molestó:

—Lo último que necesitamos es otro…

—Podría haber sido útil —interrumpió Diego—, pero el caso es que debía dinero a un montón de gente. Y no todo el mundo era tan tolerante como yo. Pescaron su cadáver en el río. Aparentemente, se olvidó de que no sabía nadar.

Diego sonrió sardónicamente a Émile, como si él apreciara esta muestra de humor negro. Julia sintió una punzada de empatía cuando Émile hizo una débil tentativa de sonrisa.

Diego dio la vuelta a la pintura y volvió a colocarla sobre el caballete; después cogió una tabla en blanco.

—La preparación lo es todo. Para conservar la tabla a salvo de la humedad, se cubren ambos lados con yeso mate. —Manteniendo en equilibrio la tabla sobre una rodilla, cogió un tarro de cristal pegajoso medio lleno del líquido oscuro—. Está hecho de piel animal. Sirve también de imprimación para la pintura al óleo.

—¿Cómo harás que parezca que tiene cientos de años? —preguntó Julia.

—Quinientos años, en realidad —replicó Diego—. Y no olvidéis que está cubierto con varias capas de barniz añadidas a lo largo de los siglos, tratando de conservarla. Pero, como en la mayoría de las cosas, hay un truco para eso. Yo uso dos capas de laca y hago que cada una seque a una temperatura diferente. Esto hace que la superficie se cuartee… craquelado le llaman. Solo comparando todas y cada una de las microfisuras con el original puede comprobarse que no coinciden exactamente.

—El marqués me dijo una vez que los falsificadores siempre dejan una marca diminuta en algún lugar de la pintura —dijo Julia—. ¿Dónde está la tuya?

—Yo no me permito esos juegos infantiles —dijo Diego, mientras en su cara aparecía una sonrisa de suficiencia—. Nadie que mire esta imagen encontrará la más ligera alteración.

—¿Pero cuánto tiempo llevará esto? —preguntó Peruggia bruscamente.

—Para captar el genio de una obra maestra no se puede correr. Aunque lo haga otro maestro.

Diego lanzó directamente este último comentario a Julia. El intento de ella de mantener su ecuanimidad se veía traicionado por un ligero rubor en su rostro.

Poco después, Peruggia fue impacientándose cada vez más y se marchó. Su partida puso punto final a la demostración formal y Émile se puso a examinar en plan informalmente los distintos lienzos esparcidos por la estancia. Solo Julia parecía aún interesada, presionando al pintor con sus preguntas. Diego le hizo una indicación para que se acercase más a la copia maestra.

—El fondo es importantísimo —dijo él, disfrutando con su atención—, un paisaje de otro mundo, ni real ni imaginado. Y la señora misma, posando serenamente sin prestar atención alguna al mundo. Está sentada con su cuerpo
contrapposto
, vuelto ligeramente al lado opuesto del espectador, pero gira su cabeza hacia nosotros, como si la hubiésemos sorprendido en medio de un pensamiento prohibido. —Cuando dijo esto, Diego se volvió hacia Julia para enfatizar lo que decía, satisfecho al ver que ella estaba pendiente de cada una de sus palabras—. Su boca —prosiguió—. ¿Esa sonrisa, la pintura del bienestar, o sus apretados labios fruncidos guardan algún secreto profundo que le ha transmitido un saber escandaloso, o incluso peligroso, que nadie más posee?

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