El robo de la Mona Lisa (17 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—Debe serlo por el precio que pagué —dijo Hart.

Valfierno se volvió y vio a Taggart de pie, en la puerta. El hombrón lo miraba fijamente; su cara era una máscara inexpresiva.

—¿Qué pasa con la copia —continuó Hart—, la que ocupa su lugar en el museo?

—Allí está, cumpliendo con su cometido —replicó Valfierno—. Creo que tuvieron que atenuar algo las luces para completar el efecto.

—¿Es cierto? —dijo Hart, volviendo sus ojos a la pintura—. Aquí no es preciso hacer eso, evidentemente.

Estudió la pintura un momento antes de volverse a Valfierno, repentinamente entregado a los asuntos de negocios.

—Bien, permítame ir al grano, marqués. He aceptado verlo por cortesía y, tengo que admitirlo, con la esperanza de ver de nuevo a su encantadora sobrina, pero me temo que usted ha venido hasta aquí para nada. Tengo todo lo que he deseado aquí, en estas paredes. Un hombre tiene que saber cuándo es suficiente lo que tiene, ¿no le parece?

Valfierno empezó a caminar lentamente por la sala.

—Tiene usted una colección considerable, se lo aseguro. Los españoles, los británicos, los neerlandeses están bien representados. Ahora tiene su obra maestra francesa, por supuesto, pero… —vaciló como si estuviese configurando lentamente sus pensamientos— los italianos no tienen una representación suficiente, ¿no le parece?

—No se moleste en intentarlo —le advirtió Hart afablemente—. Sea lo que sea lo que esté vendiendo, no lo compro.

—Había previsto que me dijera eso —dijo Valfierno, dando muestras de alivio—. Tengo que visitar a otro cliente y, en realidad, le había prometido la primera opción de compra del objeto en cuestión. Solo he venido aquí por cortesía. De hecho, hará muy feliz a la persona a la que me refiero. —Como si hubiese aclarado todo, Valfierno sacó su reloj de bolsillo para ver la hora—. ¡Ah, mi tren! Tengo un taxi esperándome fuera. Si salgo ahora, llegaré a tiempo.

—No es que me importe —dijo Hart, tratando de parecer desinteresado—, pero, ¿a quién va a ver, exactamente?

—¡Oh, nunca hablo de un cliente con otro!

—Vamos, vamos —dijo Hart—, sin duda me lo debe.

Valfierno vaciló, como si lo estuviese considerando. Después, tras mirar de reojo a Taggart, se acercó a Hart, se inclinó hacia delante y le susurró el nombre al oído.

Los ojos de Hart se abrieron de par en par.

—¡Ese viejo pirata! ¡Podría comprar la mitad de las pinturas del British Museum y su colección aún no le llegaría al tobillo a la mía!

—Cierto —concedió Valfierno—, y así seguirá siendo. Hasta que tenga en sus manos el objeto en cuestión, evidentemente.

Agitado, Hart recorrió nervioso la estancia, con un amplio movimiento del brazo.

—¡No tiene sentido! Él no podría igualar mi colección en un millón de años. Mire, mire: ¡Manet, Constable, Murillo, un Rembrandt, incluso! ¿Qué cree que va a comprar, la
Mona Lisa
?

La mirada de Valfierno, unida a una ligera inclinación de su cabeza, no podía ser más reveladora.

La expresión petulante de Hart se disolvió instantáneamente.

—¡Madre de Dios!

De vuelta a su estudio, Joshua Hart deambuló por la estancia, chupando frenéticamente un cigarro.

—Y esta vez —dijo, con la excitación elevando el tono de la voz— nada de esta mierda de la copia en el museo. Quiero ver todos los condenados periódicos del mundo salpicados con noticias del robo. ¿Nos entendemos?

Valfierno se sentó en la lujosa silla ocultando con éxito su propia excitación. Contempló un cigarro no encendido que Hart le había obligado a coger.

—Nos entendemos perfectamente, señor
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Hart.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—No se puede correr, por supuesto. Implica una considerable planificación. Pongamos, ¿seis meses?

—¿Y está usted seguro de que puede conseguirlo?

—Me juego la vida en ello. Fracasar en este trabajo sería fatal. Lo menos que podría esperar es pasar el resto de mi vida pudriéndome en la isla del Diablo.

—El fracaso es una cosa —dijo Hart—. Puedo aceptarlo. Después de todo, no me cuesta nada: solo pago a la entrega. Pero si sospecho que, de alguna manera, trata de jugármela… —Se detuvo para causar efecto.

Valfierno sonrió despreocupado.

—Puedo asegurarle, señor…


Mister
Taggart —dijo Hart, cortándolo y haciendo una pausa mientras paseaba por detrás de la silla en la que estaba sentado Valfierno—, díganos, por favor, en el curso de su trabajo, ¿a cuántos hombres ha matado?

Taggart estaba sentado en una silla de madera en un oscuro rincón del estudio. Al principio no respondió, pero después se inclinó hacia delante, dejando que lo iluminase un rayo de luz solar.

—Dependiendo de cómo los cuente —dijo, pensando—, a once o doce.

Hart sacudió la ceniza de su cigarro en un cenicero de plata incrustado en una mesita de madera.

—¿Estoy siendo demasiado sutil para usted, marqués?

—¿Demasiado sutil? —dijo Valfierno, deslizando su cigarro en el bolsillo interior de su chaqueta y levantándose—. En absoluto.

—Excelente —dijo Hart—. Entonces, ¡trato hecho! Y, con suerte, todavía llegará a tiempo de tomar su tren.

El evidente entusiasmo de Hart con respecto al trato que acababa de negociar despertaba su locuacidad. Al conducir a Valfierno a través de la biblioteca hasta el vestíbulo principal, fue hablando de la obsesión de sus empleados por cosas tan insignificantes como las condiciones de falta de seguridad en el trabajo y la vivienda insuficiente. Sus constantes protestas lo habían forzado a contratar a un hombre como Taggart en primer lugar. En su opinión, la chusma debería estar contenta por tener trabajo. Valfierno asentía una y otra vez para dar la impresión de que prestaba atención, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Cuando llegaron a la entrada, Hart tendió su mano y Valfierno la estrechó.

—En seis meses, pues —dijo Hart.

Valfierno se volvió y vio a
mistress
Hart de pie, en medio de la escalinata principal. El cruce de sus miradas fue breve, pero había algo en su expresión que indicaba que estaba tratando de decirle algo, algo que no podía expresarse hablando. O quizá él lo estuviese imaginando. En cualquier caso, fue una imagen que recordaría muchas veces en los meses posteriores.

Capítulo 20

PARÍS

J
ulia estaba en el centro de la Grande Galerie del Louvre. Con voz alta y petulante dijo:

—¡Pero dijiste que te casarías conmigo! ¡Prometiste que harías de mí una mujer honesta!

—Dije un montón de cosas. ¿Por qué montas esta escena?

La mirada de Émile revoloteó por la galería; era plenamente consciente de que estaban llamando la atención de todo el mundo.

—¡Todos los hombres sois iguales!

Los visitantes del museo los miraban de reojo y murmuraban entre ellos dando muestras de desaprobación. Por encima de los hombros de Émile, Julia se dio cuenta de que un vigilante, un hombre voluminoso de unos cincuenta y tantos años con un gran mostacho sin recortar, se les acercaba lo más rápido que podía.

—Lo único que os interesa es robar la virtud de una chica —añadió Julia para enfatizar lo que había dicho cuando el vigilante puso la mano sobre el hombro de Émile y le hizo volverse.

—¡Por favor! —dijo el hombre, medio airado y medio rogando—, deben bajar la voz. Están causando un alboroto.


Monsieur
—le suplicó Julia, suavizando la voz—, usted es un hombre de mundo. ¿Engañaría usted a una joven inocente con promesas vacías y luego la abandonaría como un periódico viejo?

La reacción aturullada del vigilante era justo la que esperaba Julia.


Mademoiselle
—dijo él, mirando a su alrededor a los visitantes que lo observaban—, este no es lugar para una conversación así.

Julia lanzó una mirada a Émile. Ahora le tocaba a él.

—¿Acaso no puede un hombre divertirse un poco sin tener que prometerle las estrellas a una chica? —dijo tratando de ganarse su simpatía.

—¡Oh, tú me prometiste las estrellas —dijo Julia—, pero lo único que has hecho es arrastrar mi reputación por el barro!

—Se lo ruego,
mademoiselle
—dijo el vigilante—, por favor, mantenga la voz… —Pero antes de que pudiera acabar, Julia se volvió hacia él con mayor fervor aún.

—¡Dígaselo! —le pidió al vigilante—. ¡Dígale que no puede tratar a una joven como si fuese poco más que una mujer de la calle!

—Por favor —le imploró el vigilante—, tiene que ser razonable. Tiene que bajar la voz.

—¿Es que no hay un solo hombre en toda Francia que me defienda?

A regañadientes, el vigilante se irguió y levantó la vista hacia Émile.


Monsieur
—comenzó en tono solemne—, no debe tratar a esta pobre joven con tan poco respeto.

Julia dirigió la vista al pequeño anillo de latón enganchado en el cinturón del vigilante. De él pendía una sola llave.

—¡Ahora todo el mundo está de su parte! —exclamó Émile—. ¡Si supieran qué difícil puede ser! ¡Si supieran todo lo que me hace pasar! —Para causar mayor efecto, levantó dramáticamente los brazos y se alejó.

—Muchas gracias,
monsieur
—dijo Julia, tocando el brazo del vigilante—. Es usted un caballero y eso es raro en estos días.

Con su sonrisa más dulce, Julia rodeó con sus brazos al hombre y le dio un fuerte abrazo.


Mademoiselle
—le suplicó el hombre.

En un rápido movimiento, Julia desenganchó al anillo con la llave y lo escondió en la palma de la mano. Soltó al hombre y retrocedió, brindándole una última sonrisa antes de alejarse. El vigilante, con el rostro de color carmesí, se quitó el quepis y se enjugó la frente.

Un momento después, Julia se reunía con Émile en un pequeño lavadero al final de la adyacente Sala de los Estados. Tras asegurarse de que nadie los observaba, ella le entregó el anillo de latón con la única llave que colgaba de él.

—¿Estás segura de que no se ha dado cuenta? —preguntó Émile.

—Estoy segura, pero se percatará pronto si no te das prisa.

Émile sacó una pequeña lata del bolsillo y abrió la tapa, mostrando una capa sobreelevada de cera. Se llevó la llave a la boca y calentó las muescas con su aliento antes de hacer cuidadosamente un molde de ambos lados en la cera.

—No tenemos todo el día —dijo Julia, vigilante.

—Hay que hacerlo bien —dijo él, despacio y deliberadamente.

—Vamos —susurró ella cuando él cerró por fin la tapa y le devolvió el anillo con la llave.

Ella limpió el residuo de cera con un pañuelo, la deslizó en el bolsillo de su abrigo y se dirigió rápidamente a la Grande Galerie.


Monsieur, monsieur
! —gritó mientras se deslizaba sobre el suelo hacia el vigilante que, instintivamente, se volvió—. ¡Maravillosas noticias! No sé cómo agradecérselo. —Se plantó frente a él, sin aliento, juntando las manos bajo la barbilla—. Su severa reprimenda ha hecho el milagro. Ha aceptado casarse conmigo. Y todo gracias a usted. ¡Es usted mi héroe!

Mientras decía esto último, sus manos se abrieron para abrazarlo, arrancándole el quepis en el intento.

—¡Oh, soy una patosa! Permítame que lo coja.

—No, por favor,
mademoiselle
—balbuceó—, no debe armar un escándalo.

Mientras él se inclinaba para recoger su gorra, ella volvió a engancharle el anillo de la llave en su cinturón.

Nervioso, se irguió y volvió a ponerse el quepis en la cabeza, ajustándoselo para asegurarse de que quedase bien puesto.

—Bueno —comenzó ella—, ahora debo irme. ¡Tengo que contarle a
maman
las buenas noticias! —Y con eso desapareció, dejando al hombre con unos ojos como platos, ligeramente aturdido y con la cara roja como un tomate.

Émile esperaba al lado de la escalinata que descendía hasta el vestíbulo. Julia subió corriendo y lo rodeó con sus brazos.

—¡Lo hemos hecho! —dijo ella.

—Sí, lo hemos hecho —asintió, dándole una palmadita, más bien recatada, en la espalda—. Pero no exageremos.

Se separaron y ella se estiró el abrigo.

—Bueno —dijo ella—, creo que hacemos una pareja excelente.

Ella lo cogió del brazo y comenzaron a bajar la escalera.

Capítulo 21

NEWPORT

E
l empleado de la Hudson River Import and Export Company de la orilla oeste de Manhattan tenía toda la razón para estar encantado con la llegada de Valfierno. El bien vestido caballero aparecía cada mes más o menos como un reloj. Volvería dos o tres días consecutivos hasta que hubiese llegado el paquete que esperaba. Y, ciertamente, daba propinas muy generosas.

—¡Ah, hoy está de suerte, señor! —dijo el empleado, con su acento irlandés de West Cork solo ligeramente suavizado por los años que llevaba viviendo en Nueva York—. Creo que tengo lo que viene a buscar.

Ignorando a otros clientes, el hombre recuperó un cajón rectangular de un metro por setenta y seis centímetros y trece centímetros de grosor. Lo puso sobre el mostrador.

—Hace el número seis, si no me falla la memoria —dijo el empleado alegremente.

—Sí, y me parece que es el último.

—Necesitará ayuda ahí fuera —sugirió el empleado, ilusionado.

—Muchas gracias, puedo arreglarme.

Valfierno sacó del bolsillo un billete nuevecito de veinte dólares, cuatro veces su propina habitual.

—Muchas gracias, señor —dijo el empleado, radiante—. Muchísimas gracias, señor.

Valfierno se limitó a asentir con la cabeza y, con una ligera inclinación de cabeza a los ignorados clientes del empleado, agarró el cajón y salió.

Como conocido importador de copias de obras de arte, no era nada raro que Valfierno regresara al hotel con sus nuevas remesas. Quizá resultara algo extraño que prefiriera subir personalmente los cajones a su habitación sin ayuda, pero sus excentricidades eran igualmente conocidas para el personal del hotel. Y, después de todo, era francés, italiano o de algún país por el estilo. En todo caso, no era estadounidense, desde luego, y era previsible un comportamiento poco convencional y había que tolerarlo.

De vuelta a sus habitaciones, Valfierno abrió el cajón con todo cuidado. Retiró una tabla envuelta en tela y apartó a un lado el cajón de madera. Después de desenvolver la tabla, no tuvo más que echar un breve vistazo al trabajo terminado para quedar satisfecho. Desde la primera copia, a Valfierno le había impresionado la obra de Diego. Este era tan preciso que le hubiese gustado compararla con el original colgado en el Louvre. Sabía que resistiría el escrutinio de cualquiera, salvo del experto en arte más perspicaz.

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