Read El río de los muertos Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (46 page)

BOOK: El río de los muertos
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sentaos todos, por favor —pidió Laurana mientras ocupaba la silla que había junto a la del gobernador, una silla que Medan se había asegurado de que permaneciera vacía—. Siento llegar tarde, pero se me ocurrió una idea y quise meditarla a fondo antes de mencionarla. Contadme qué me he perdido.

Medan relató los detalles de la reunión hasta ese momento sin saber realmente lo que estaba diciendo, recitándolos de memoria. Al igual que su jardín, Laurana estaba embrujadoramente hermosa esa noche. La luz de la luna absorbía todos los colores, de manera que el dorado cabello era plateado, su piel blanca, sus ojos luminosos, su vestido gris. Podría haber pasado por un espíritu, un espíritu de su jardín, con el aroma a jazmín que la envolvía. Grabó en su mente la imagen de la elfa con el propósito de llevarla consigo al reino de la muerte donde, esperaba, sería la luz que alumbrase la infinita oscuridad.

La reunión continuó. Pidió informes a los comandantes elfos, los cuales notificaron que todo estaba preparado ya o casi a punto. Necesitaban más cuerda, pero una nueva remesa se entregaría pronto, ya que quienes la hacían no habían dejado de trabajar ni lo harían hasta el último momento. Las barricadas se alzaban en su sitio, las trincheras ya estaban excavadas, las trampas puestas. A los arqueros se les había encomendado su inusitada misión, y aunque al principio su trabajo les había resultado extraño y difícil, enseguida se habían acostumbrado a lo requerido y sólo esperaban la señal para atacar.

—Es imperativo... Imperativo —repitió Medan con firmeza—, que el dragón no vea a ningún elfo caminando por las calles. Beryl tiene que creer que la ciudad está expedita, que todos los qualinestis han huido o han caído prisioneros. Los caballeros patrullarán abiertamente las calles, acompañados por los elfos disfrazados como caballeros para completar nuestro contingente habitual. Mañana por la noche, una vez que se me informe de que la familia real se encuentra a salvo —miró al rey mientras hablaba y recibió como respuesta un asentimiento a regañadientes de Gilthas—, enviaré un mensajero a Beryl para decirle que la ciudad de Qualinost se rinde a su poder y que hemos llevado a cabo todas sus órdenes. Ocuparé mi posición en lo alto de la Torre del Sol y será entonces cuando...

—Perdonad que os interrumpa, gobernador —dijo Laurana—, pero no habéis cumplido las instrucciones del dragón.

Medan lo había visto venir. Y reconoció por la actitud tensa y la repentina palidez de Gilthas que el rey también había adivinado que aquello ocurriría.

—Perdonadme
vos,
señora —dijo Medan cortésmente—, pero no se me ocurre nada que haya dejado sin hacer.

—El dragón exigía que se le entregaran los miembros de la familia real. Creo que yo estaba entre los que nombró específicamente.

—Con gran pesar mío —contestó el gobernador, esbozando una sonrisa irónica—, los miembros de la familia real se las ingeniaron para escapar. Se los está persiguiendo en este momento, y no me cabe duda de que serán capturados...

Se interrumpió al ver que Laurana sacudía la cabeza.

—Eso no funcionará, gobernador Medan. Beryl no es estúpida. Sospechará. Todos nuestros planes tan cuidadosamente fraguados no habrán servido de nada.

—Yo me quedaré —anunció firmemente Gilthas—. Es lo que quería hacer, de todos modos. Conmigo como prisionero del gobernador, junto a él en lo alto de la torre, el dragón no albergará sospechas. La Verde estará ansiosa por hacerme su cautivo. Tú guiarás a los nuestros al exilio, madre. Negociarás con los silvanestis. Eres una experta diplomática. El pueblo confía en ti.

—El pueblo confía en su rey —repuso quedamente Laurana.

—Madre... —La voz de Gilthas sonaba angustiada, suplicante—. ¡Madre, no puedes hacer esto!

—Hijo mío, eres rey de Qualinesti. Ya no me perteneces. Ya no te perteneces a ti mismo. Te debes a ellos. —Laurana extendió el brazo por encima de la mesa y asió la mano de su hijo—. Comprendo lo duro que es aceptar la responsabilidad de miles de vidas. Sé a lo que te enfrentas. Tendrás que decir a quienes acudan a ti buscando respuestas que lo único que tienes son interrogantes. Tendrás que decir a los desesperados que tienes esperanza, cuando el desaliento pesa como una losa en tu corazón. Exhortarás a los aterrados a que sean valientes, cuando dentro de ti estás temblando de miedo. Hace falta valor para enfrentarse al dragón, hijo mío, y te admiro y respeto por demostrar tanto coraje, pero esa bravura no es nada comparada con el valor que necesitarás para dirigir a tu pueblo hacia el futuro, a un futuro de incertidumbre y peligro.

—¿Qué puedo hacer, madre? —Gilthas se había olvidado de todos los presentes. Sólo estaban ellos dos—. ¿Y si les fallo?

—Fallarás, hijo mío. Una y otra vez. Yo les fallé a quienes me seguían cuando antepuse mis deseos a sus necesidades. Tu padre les falló a sus compañeros cuando los abandonó mientras revivía su amor por la Señora del Dragón Kitiara. —Laurana esbozó una sonrisa trémula. Las lágrimas brillaban en sus ojos—. Eres fruto de unos padres imperfectos, hijo mío. Tropezarás y caerás de rodillas y yacerás magullado en el polvo, como hicimos nosotros. Pero sólo fracasarás realmente si no te levantas del suelo. Si te pones de pie y sigues adelante, harás de ese fracaso un éxito.

Gilthas guardó silencio durante largos instantes. Se asía a la mano de su madre con fuerza, y Laurana apretaba la de él, consciente de que cuando la soltara, también habría soltado a su hijo para siempre.

—No te fallaré, madre —dijo quedamente el joven monarca, que se llevó la mano de la elfa a los labios y la besó reverentemente—. Ni a la memoria de mi padre. —Le soltó la mano y se puso de pie—. Te veré por la mañana, madre, antes de marcharme. —Pronunció esas palabras sin vacilar.

—Sí, Gilthas. Te estaré esperando —contestó Laurana.

Él asintió en silencio. La despedida que pronunciaran en ese momento perduraría por toda la eternidad. Sagradas, desgarradoras, esas palabras eran para decirlas en privado.

—Si no hay nada más que tratar, gobernador —dijo Gilthas, eludiendo los ojos—, aún me queda mucho por hacer esta noche.

—Lo entiendo, majestad —repuso el gobernador—. Sólo quedan por ultimar pequeños detalles sin importancia. Gracias por venir.

—Pequeños detalles sin importancia —murmuró Gilthas. De nuevo miró a su madre. Sabía muy bien de lo que hablarían. Inhaló profundamente—. Entonces os deseo buenas noches, gobernador, y buena suerte para vos y para todos vosotros.

Medan se puso de pie. Alzó su copa de vino elfo en un brindis.

—Por su majestad, el rey.

Los elfos corearon las palabras al unísono. Granito Blanco pronunció las palabras con un sonoro bramido que hizo que el gobernador se encogiera y echara una rápida ojeada al cielo, confiando en que ninguno de los espías de Beryl estuviese lo bastante cerca para haberlo oído.

Laurana alzó la copa y brindó por su hijo con voz suave, rebosante de amor y de orgullo.

Gilthas, abrumado, hizo una brusca inclinación de cabeza. No se fiaba de la firmeza de su voz para responder con palabras. Su esposa lo rodeó con el brazo y Planchet se situó detrás. Era la única guardia del rey. Sólo había dado unos pocos pasos cuando giró la cabeza para mirar hacia atrás. Sus ojos buscaron los del gobernador.

Medan entendió el silencioso mensaje y, disculpándose, acompañó al rey a través de la oscura casa. Gilthas no habló hasta que llegaron a la puerta. Allí se detuvo y se volvió para mirar al gobernador cara a cara.

—Sabéis lo que mi madre planea, gobernador Medan.

—Creo que sí, majestad.

—¿Pensáis como ella que semejante sacrificio por su parte es necesario? —demandó, casi con ira—. ¿Permitiréis que lleve a cabo esto?

—Majestad, conocéis a vuestra madre —dijo Medan seriamente—. ¿Creéis que hay algún modo de impedírselo?

Gilthas lo miró de hito en hito, y entonces se echó a reír. Cuando la risa se acercó peligrosamente al llanto, se calló hasta recobrar el control. Respiró hondo y miró al gobernador.

—Hay una posibilidad de que derrotemos a Beryl, quizás incluso de que acabemos con ella. Hay una posibilidad de detener a sus ejércitos, de obligarlos a retirarse. La hay, ¿verdad, gobernador?

Medan vaciló, reacio a dar esperanzas cuando, a su entender, no había ninguna. Sin embargo, ¿quién sabía qué les deparaba el futuro?

—Hay un antiguo proverbio solámnico, majestad, que podría citar en este momento, un proverbio que dice que hay tantas posibilidades de que ocurra esto o aquello como de que las lunas desaparezcan del cielo. —Medan sonrió—. Como vuestra majestad sabe, las lunas
desaparecieron
del cielo, así que sólo os diré que sí, que hay una posibilidad. Siempre la hay.

—Lo creáis o no, gobernador Medan, me levantáis el ánimo —comentó Gilthas, que le tendió la mano—. Lamento que hayamos sido enemigos.

Medan estrechó la mano del rey, poniendo la otra encima. Sabía que el miedo acechaba en el corazón del joven elfo, y el gobernador lo respetaba por no manifestarlo en voz alta, por no menoscabar el sacrificio de Laurana.

—Estad seguro, majestad, que la reina madre será un deber sagrado para mí —manifestó—. El más sagrado de mi vida. Os juro por la admiración y el respeto que me inspira que seré fiel a ese deber hasta mi último aliento.

—Gracias, gobernador —musitó Gilthas—. Gracias.

Su apretón de manos fue breve, y el rey se marchó. Medan se quedó un momento en la puerta, viendo cómo Gilthas se alejaba por el sendero que relucía gris plateado a la luz de la luna. El futuro que le aguardaba a él era sombrío y funesto; podía contar con los dedos de una mano los días que le quedaban de vida. Sin embargo, no lo cambiaría por el futuro que le esperaba a ese joven.

Sí, Gilthas viviría, pero su vida no le pertenecería nunca. Si no le importara su pueblo, sería distinto. Pero le importaba, y ese sentimiento lo mataría.

25

Solos juntos

Tras unas cuantas preguntas más y una corta y desganada conversación, los comandantes se marcharon. Medan y Laurana no hablaron, pero entre ellos las palabras ya no eran necesarias. Ella se quedó cuando los demás se fueron, y los dos se encontraron solos, juntos.

Solos juntos. Medan pensó en esa frase. Era todo lo que dos personas podían ser la una para la otra, suponía. Solos. Juntos. Porque los sueños y los secretos del corazón pueden decirse, pero las palabras no son buenas servidoras. Nunca pueden expresar completamente lo que uno desea que digan, porque se atropellan, vacilan y rompen la más fina porcelana. Porque lo mejor que uno puede esperar es encontrar a lo largo del camino alguien que lo comparta, satisfecho con caminar en silencio, ya que los corazones alcanzan una mejor comunión cuando no intentan hablar.

Los dos permanecieron sentados en el jardín, bajo la luna que era extraña y pálida, como un fantasma de sí misma.

—Ahora sí que Beryl vendrá a Qualinost —dijo el gobernador con satisfacción—. No dejará pasar la oportunidad de veros, de ver al Áureo General, que derrotó a la reina Takhisis, encogerse de espanto ante su hinchada majestuosidad. Daremos a Beryl lo que quiere. Montaremos un excelente espectáculo.

—Ya lo creo que sí —convino Laurana—. Tengo algunas ideas al respecto, gobernador Medan, como comenté a mi llegada. —Echó una mirada pesarosa al jardín—. Este lugar es tan hermoso que es una lástima abandonarlo, pero lo que tengo que mostraros se verá mejor bajo el manto de la oscuridad. ¿Queréis acompañarme de vuelta a Qualinost, gobernador?

—Estoy a vuestras órdenes, señora. Hay un largo trecho y podría ser peligroso. ¿Quién sabe si Beryl tiene asesinos merodeando por ahí? Deberíamos ir a caballo, si os parece bien.

Cabalgaron bajo la luz de la luna, hablando de dragones.

—Se cuenta que el Áureo General jamás se dejó amedrentar por el miedo al dragón —comentó Medan mientras la miraba con admiración. La elfa montaba espléndidamente, aunque afirmaba que no se había subido a un caballo desde hacía años.

Laurana rió tristemente y sacudió la cabeza.

—Los que afirmen eso no me conocen. El miedo al dragón era espantoso, nunca desaparecía.

—Entonces, ¿cómo os las arreglabais? —preguntó el hombre—. Porque luchasteis contra dragones, eso es indiscutible, y lo hicisteis bien.

La elfa guardó silencio unos segundos, en comunión con voces del pasado. Él ya no oía las de su pasado, pero recordaba cómo hostigaban a un hombre o a una mujer, de modo que respetó su silencio.

—Al principio creí que no podría continuar. Estaba demasiado asustada, pero entonces un hombre sabio, Elistan, me enseñó que no debía temer a la muerte. La muerte es inevitable, es parte de la vida. Nos llega a todos, seamos elfos o humanos o incluso dragones. Derrotamos a la muerte viviendo, haciendo que de nuestro paso por la vida quede algo que perdure más allá de la tumba. Lo que temo es el miedo, gobernador. Nunca me lo he quitado de encima. Lo combato constantemente.

Continuaron en silencio, solos juntos.

—Quiero daros las gracias, gobernador —dijo después Laurana—, por hacerme el cumplido de no intentar disuadirme de este curso de acción.

Medan respondió con una inclinación de cabeza, pero continuó callado. Laurana tenía algo más que decir, y estaba pensando cómo decirlo.

—Aprovecharé esta oportunidad para resarcir errores —continuó, hablando ahora no sólo para él sino para esas voces del pasado—. Era su general, su líder. La Guerra de la Lanza estaba en una fase crítica. Los soldados esperaban que los guiase, y les fallé.

—Os visteis en la disyuntiva de elegir entre el amor y el deber, y elegisteis el amor. Una elección que también yo he hecho —comentó el hombre, con la mirada prendida en los álamos entre los que pasaban.

—No, gobernador, vos elegisteis el deber. El deber hacia lo que amabais. Es diferente.

—Al principio, tal vez —admitió Medan—. Pero no al final.

Laurana lo miró y sonrió.

Se acercaban a Qualinost. La ciudad estaba desierta, como una población abandonada. Medan refrenó su caballo.

—¿Adónde nos dirigimos, señora? No deberíamos cabalgar por las calles. Podrían vernos.

—Vamos a la Torre del Sol. Dentro encontraremos los instrumentos requeridos para mi plan. Parecéis tener reservas, gobernador. Confiad en mí. —Lo miró con una sonrisa traviesa y el hombre la ayudó a desmontar—. No puedo prometeros que la luna desaparezca del cielo, pero puedo daros el regalo de una estrella.

BOOK: El río de los muertos
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Winter's Edge by Anne Stuart
Pleasure in Hawaii (Kimani Romance) by Archer, Devon Vaughn
My Life in Pieces by Simon Callow
Her Bodyguard: A BBW Billionairess Romance by Mina Carter, Milly Taiden
Love Me for Me by Jenny Hale
Bones and Heart by Katherine Harbour
Crime and Punishment by Fyodor Dostoyevsky