El Rey Estelar (25 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El Rey Estelar
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Dasce se frotó la cara con una mano mirando de lado a Gersen con sospecha y vacilación.

—¿Porqué tuvo que hacerlo?

Gersen había esperado una exclamación de sorpresa.

—¿Sabes a quién me refiero? —le preguntó.

Pero Dasce le miró inexpresivamente. Gersen recogió el proyector y abandonó la bodega. De vuelta al salón encontró las mismas condiciones anteriores en el ambiente. Hizo una señal a Robin Rampold para que atravesara el cuarto de máquinas de la nave.

—Me había solicitado usted cuidarse de Dasce, ¿verdad?

—¡Sí! —exclamó con una trémula excitación.

—No puedo hacerlo... pero le necesito para que me ayude a vigilarlo.

—¡Por supuesto!

—Dasce dispone de muchos trucos. No se le ocurra entrar en la bodega.

Rampold pareció desilusionado.

—E igualmente importante: no deberá usted permitir a nadie que entre en la bodega. Esos hombres son enemigos de Dasce. Podrían matarle.

—¡No, no! —exclamó Rampold—. ¡Dasce no debe morir!

A Gersen se le ocurrió una nueva idea. Malagate había ordenado la muerte de Pallis Atwrode por temor a que sin querer pudiese revelar su identidad. En el estado en que ella se encontraba ahora, no había cuidado; sin embargo, Pallis podía recobrarse. Malagate intentaría matarla en cuanto tuviera ocasión.

—Además, deberá usted cuidar de la señorita Pallis —continuó Gersen— y asegurarse de que nadie intente molestarla en lo más mínimo.

Rampold pareció menos interesado en aquello.

—Bien, haré lo que usted manda —respondió desanimado.

Capítulo 11

De «El aprendiz de avatar», en
El pergamino de la novena dimensión
:

«—¿La inteligencia? —preguntó Marmaduke, en uno de los intervalos permitidos, mientras escuchaba a la EMINENCIA, en la balaustrada—. ¿Qué es la inteligencia?

»—La inteligencia —respondió la EMINENCIA— es sólo una ocupación humana; una actividad a que los hombres dedican su cerebro, al igual que una rana mueve sus patas para nadar; es un concepto que los hombres, en su egoísmo, utilizan para medir otras y quizá más nobles razas que se hallan en situaciones diferentes.

»—¿Quiere usted decir, REVERENDO GREY, que ninguna criatura viviente, aparte del hombre, puede llevar en sí la calidad de la inteligencia?

»—Pero hijo, ahora yo podría preguntar, qué es la VIDA, qué es el VIVIR, sino una consecuencia del barro primitivo, una purulencia en el barro virgen original, que culminando a través de ciclos y graduaciones, por destilaciones y sedimentos, llega hasta la manifestación humana.

»—Pero, REVERENDO, es cosa conocida que otros mundos demuestran la existencia de la VIDA. Me refiero a las joyas del Olam, al igual que a las gentes del Clithonian Bog.

»—¿Y cómo has dirigido tu vista fuera del exacto trazo de la ESENCIA?

»—REVERENDO, suplico su indulgencia.

»—El camino que sigue a lo largo de la BARRERA no es para abandonarlo y salirse de él.

»—REVERENDO GREY, rogaré porque mi dirección siga estando perfectamente definida.

»Sonaron ocho golpes de gong.

»—Conténtate con el tiempo presente y ve a traer el vino de la mañana.»

El archivo del monitor de Lugo Teehalt alimentó los impulsos electrónicos del computador, que resumió la información, la combinó con las ecuaciones descriptivas de las posiciones previas de la espacionave y despachó las instrucciones al piloto automático, que gobernó la nave en un curso paralelo a la línea entre Alphanor y el planeta Smade. El tiempo transcurrió. La vida dentro de la nave siguió su rutina. Gersen, auxiliado por Rampold, custodiaba la bodega, aunque Gersen le prohibía entrar en el interior. Durante los primeros días, Hildemar Dasce fue alternando períodos de alegre optimismo con otros de terribles amenazas de venganza sobre un agente cuyo nombre rehusaba identificar.

—Pregunta a Rampold lo que piensa —dijo Dasce mirando con sus ojos sin párpados—. ¿Quieres que te ocurra a ti lo mismo?

—No. No creo que semejante cosa vaya a ocurrir.

En una ocasión, Dasce solicitó que Gersen respondiese a sus preguntas.

—¿Adónde me llevas? ¿A Alphanor?

—No.

—¿Dónde, pues?

—Ya lo verás.

—Respóndeme, o por... —y aquí Dasce barbotó una serie de obscenidades y juramentos imposibles de transcribir—. ¡Haré contigo cosas peores de cuanto hayas podido imaginar!

—Es un riesgo que tengo que aceptar —respondió Gersen fríamente—. Ya lo hemos calculado.

—¿Vosotros? ¿A quién más te refieres?

—¿No lo sabes?

—¿Por qué no viene aquí? Dile que quiero hablar con él.

—Puede venir en cualquier momento que lo desee.

Ante aquello, Dasce quedó en silencio. Ni con astucia, ni incitándole, ni valiéndose de todos los medios a su alcance, pudo Gersen conseguir que pronunciase el nombre tan deseado. Ni tampoco pareció que Dasce mostrase atención alguna por los tres prohombres de la Universidad.

En cuanto a Pallis, la pobre joven al principio parecía totalmente ausente de cuanto la rodeaba. Permanecía sentada horas y horas, observando el fantástico espectáculo de las estrellas. Comía despacio, vacilante, sin apetito, y dormía durante horas, enroscándose como una bola, tan apretadamente como le era posible. Después, volvió poco a poco a la realidad presente y en determinados instantes parecía de nuevo la alegre Pallis que había sido antes.

Los limitados confines de la astronave hacían imposible que Gersen pudiera hablar con ella en privado. La situación con Dasce encerrado y Attel Malagate en la delantera de la nave era algo ya casi insoportable.

Transcurrió el tiempo. La espacionave atravesaba nuevas regiones, donde ningún hombre había pasado jamás, excepto uno solo: Lugo Teehalt. Por todas partes brillaban las estrellas a millares, a millones, titilando, resplandeciendo de luz, sugiriendo la vastedad infinita del Universo, con sus incontables mundos habitados por quien sabía qué, cada uno trayendo a la mente fantásticas imágenes, evocando maravillas, ofreciendo la tentación de lo inédito, un misterio, la promesa de cosas jamás vistas, la oferta de conocer lo desconocido y de la belleza jamás sentida.

Una estrella ardiente blanco dorada apareció a la proa de la espacionave. El panel del monitor parpadeó sucesivamente en rojo, verde, rojo, verde. El monitor desconectó la fabulosa energía procedente del acelerador Jarnell y la inconcebible velocidad cósmica cayó en colapso con un breve crujido y una serie de extraños ruidos. La nave, a partir de tal momento, comenzó a deslizarse con la suavidad de un bote por la lisa superficie de un estanque.

La estrella blanco dorada ya se apreciaba como al alcance de la mano y en sus órbitas giraban tres planetas. Uno era de color naranja, pequeño y próximo, una escoria ahumada. Otro se desplazaba en una órbita lejana, como un lúgubre y tenebroso mundo perdido en el espacio. El tercero, brillando con una luz blanca, verde y azul, giraba próximo a la estrella, por debajo de la nave.

Gersen y los directivos de la Universidad, sus antagonismos puestos de lado, se lanzaron sobre el macroscopio. Aquel mundo era muy bello, rodeado de una amplia capa de atmósfera, grandes océanos y una variada topografía.

Gersen fue el primero en apartarse del macroscopio. Había llegado el momento de extremar su vigilancia al máximo. Warweave fue el segundo en hacerlo.

—Estoy completamente satisfecho —dijo—. Ese planeta no tiene igual. El señor Gersen no nos ha decepcionado.

—¿Crees que es innecesario tomar tierra?

—Lo considero innecesario. De todos modos, no me importaría hacerlo.

Y se dirigió hacia la vitrina donde estaba oculto el dispositivo de Suthiro. Gersen sintió que sus músculos se tensaban. ¿Sería Warweave? Pero Warweave pasó de largo. Gersen se sintió relajado en su estado de tensión nerviosa. Seguro que el momento no había llegado. Para aprovecharse del gas letal, Malagate debería protegerse previamente a sí mismo.

—Creo que deberíamos tomar tierra —dijo Kelle— y al menos hacer algunas comprobaciones biométricas. A despecho de su bella apariencia, ese mundo puede resultar de lo más hostil...

Detteras, con acento dudoso, añadió:

—Creo que eso es más bien una torpeza, teniendo cautivos e inválidos a bordo. Cuanto antes volvamos a Alphanor, mucho mejor.

Kelle restalló con un tono de voz como nunca le había oído Gersen.

—Hablas como un asno, Rundie. ¿Hacer todo este viaje para ponerse el rabo entre las piernas y volver a casa? ¡Ni qué decir que aterrizaremos, aunque sólo sea para pasear por su superficie cinco minutos!

—Sí —farfulló Detteras—. Sin duda tienes razón.

—Muy bien —intervino Warweave—. Iremos.

Sin pronunciar palabra, Gersen colocó el piloto automático en la posición de aterrizaje. Los horizontes fueron haciéndose más amplios, el panorama fue cambiando de aspecto: verdes praderas sin límites, suaves colinas, una cadena de lagos hacia el norte y una cresta de montañas nevadas al sur. La espacionave fue descendiendo lentamente, hasta tomar contacto con el suelo y el rugir de los motores cesó en el acto. Allí estaba la tierra firme bajo los pies, con el más absoluto silencio, excepto el chasquear del analizador del entorno, que en aquel momento brilló mostrando tres luces verdes: el veredicto óptimo.

Se produjo una corta espera para equilibrar la presión. Gersen y los tres administradores de la Universidad se vistieron con ropas para el exterior, se dieron un masaje en el rostro con inhibidor de alergenos, así como en manos y cuello, y se ajustaron los inhaladores contra bacterias y esporas de aquel mundo virgen y desconocido.

Pallis miraba desde las lucernas de observación maravillada como una niña; Robin Rampold se removía inquieto en su asiento como una gran rata gris, que intentara salir a toda costa; pero con miedo de abandonar la seguridad de su encierro temporal, representado por la cabina principal de la espacionave.

El aire del exterior irrumpió a bocanadas, fresco, perfumado, húmedo y limpio. Gersen se dirigió hacia la escotilla de salida, la abrió e hizo una cortés e irónica inclinación:

—Caballeros... su planeta.

Warweave fue el primero en salir y pisar la tierra firme con Detteras detrás, y después Kelle. Gersen les siguió más despacio.

El monitor les había llevado a un lugar apenas a una distancia de cien metros del aterrizaje de su descubridor, el desventurado Lugo Teehalt. Gersen encontró el lugar mucho más encantador de lo que las fotografías habían sugerido. El aire era fresco, perfumado agradablemente con la esencia de hierbas silvestres. A través del valle y más allá de un grupo de grandes árboles de oscuro follaje, las colinas se erguían macizas y suaves, marcadas con crestones de rocas grises, en cuyos huecos florecía una suave y verde frondosidad. En la lejanía una nube enorme en forma de castillo brillaba a la luz del mediodía.

A través de la pradera y al otro lado del río, Gersen vio lo que parecía ser un grupo de plantas floridas y comprendió que se trataba de las dríades. Permanecieron de pie e inmóviles en el borde del bosque meciendo suavemente sus miembros floridos con gracia y facilidad. Magníficas criaturas, pensó Gersen. Pero de algún modo eran... bien, un elemento discordante. Una noción absurda de la vida; pero así era. En su propio planeta hubieran parecido fuera de lugar. Exóticos elementos en una escena tan amada como... ¿como qué? ¿La Tierra? Gersen en realidad apenas se sentía ligado a la Tierra. No obstante, el mundo más parecido a aquel que entonces veían sus ojos era la vieja madre Tierra, o más exactamente aquellas zonas de la Tierra todavía a salvo de la mano del hombre, y de sus modificaciones artificiales. Aquel mundo era virginal, fresco, natural, inmodificado. Excepto por las dríades —una nota de color y movimiento— aquélla podría ser la antigua Tierra en su Edad de Oro, la Tierra del hombre natural...

Gersen sintió un impacto de alegría interior indefinible. Allí residía el básico encanto de aquel mundo: su casi identidad con el entorno en el cual se había desenvuelto y evolucionado el hombre. La vieja Tierra tuvo que haber conocido muchos de aquellos valles sonrientes, el sentimiento que se desprendía de aquel panorama permitía la total estructura de la psique humana. En el Oikumene, había muchos otros mundos atrayentes y agradables; pero ninguno como la vieja Tierra, ninguno de ellos, como el antiguo hogar de la Humanidad... Ya que allí, de hecho, es donde realmente Gersen hubiera deseado construirse una casita de campo, con un jardín a la antigua usanza, un huerto en el prado y un bote amarrado a la orilla del río. Sueños inalcanzables.... pero sueños que afectan a todo hombre.

Gersen apartó su atención de aquello y se dedicó a estudiar atentamente a sus acompañantes. Warweave se había aproximado al arroyo y miraba las aguas cristalinas. En aquel momento se apartaba del lugar y miraba con sospecha en dirección a Gersen.

Kelle, junto a un grupo de helechos tan altos que le llegaban al hombro, miró primero valle arriba y después se quedó extasiado a la vista de la inmensa llanura. Los bosques, a ambos lados del río, formaban una maravillosa avenida que continuaba hasta perderse en una borrosa imagen.

Detteras paseaba despacio a lo largo de la pradera, con las manos a la espalda. En un momento dado, se inclinó al suelo, recogió un puñado de césped, lo manoseó y lo dejó caer nuevamente. Se volvió para mirar con atención a las dríades y Kelle hizo otro tanto.

Las dríades, desplazándose con sus piernas flexibles, salieron de las sombras del bosque y se dirigieron hacia el estanque de aguas serenas. Sus frondas brillaban con colores magenta, cobre y ocre dorado. ¿Seres inteligentes? Gersen vigiló con atención redoblada a los tres hombres. Kelle se estremeció ante la sorpresa, Warweave inspeccionó a las extrañas criaturas con evidente admiración; pero Detteras se puso las manos en la boca y produjo un silbido penetrante, al que las dríades parecieron quedar indiferentes.

De la espacionave te llegó un ruido repentino. Gersen se volvió para mirar y vio a Pallis descendiendo apresuradamente la escalera. Elevó las manos al cielo, respiró y dijo:

—¡Qué hermoso valle! ¡Kirth, qué sitio tan maravilloso!

Y comenzó a vagabundear sin rumbo fijo, deteniéndose aquí y allá para mirar a su alrededor con verdadera fascinación.

Gersen, alarmado por una repentina idea, se volvió y corrió hacia la escalera, entrando en la astronave. Rampold... ¿dónde estaba Rampold? Gersen se lanzó a toda prisa hacia la bodega, avanzando a través del cuarto de máquinas lentamente y con toda clase de precauciones, atento al menor ruido.

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