El Rey Estelar (23 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El Rey Estelar
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El paisaje resultaba de lo más singular, incluso para los viajeros acostumbrados a mundos extraños. Era una superficie esponjosa y oscura con diversos matices de marrón, pardo y gris, alterada aquí y allá por conos volcánicos y colinas ondulantes de poca altura, tal vez materia residual de una verdadera estrella, las escorias muertas de un fuego apagado tras millones de años de actividad energética. Quizá pudiera ser también materia procedente del espacio exterior y sedimentada a lo largo de milenios.

Lo más probable es que se diesen ambas circunstancias. La sensación de hallarse sobrevolando la superficie de una estrella apagada ¿contribuiría a aumentar la sensación de irrealidad? La débil atmósfera permitía una visión perfecta y clarísima de las cosas, el horizonte se expandía en todas direcciones y el panorama parecía no tener fin. Y sobre su cabeza la enorme masa suavemente resplandeciente de la enana roja, cubría la octava parte del cielo visible.

El terreno se elevó gradualmente hasta la meseta que formaba la palma de la mano de aquella extraña formación orográfica: un titánico flujo de lava. Gersen se inclinó hacia la derecha. Frente a él pudo ver una línea de colinas oscuras yaciendo a través del paisaje como la espina dorsal de un tricerátopo petrificado de tamaño monstruoso. Aquello era el «dedo pulgar», al final del cual surgía el volcán apagado de Dasce. Gersen voló lo más bajo posible sobre el terreno, aprovechando todos los escondites que le hicieran pasar inadvertido, escurriéndose de un lado a otro, muy cerca del muro de la meseta, aproximándose así a la línea de los dentados picos de la cordillera.

Poco a poco, con las máximas precauciones, fue remontando la ladera, el zumbido de los reactores apagado por el suave viento que sólo producía un débil murmullo. Dasce tendría probablemente instalados detectores a lo largo de las laderas, aunque, pensándolo bien, parecía poco verosímil. Debería considerar tal esfuerzo algo superfluo. ¿Por qué ser atacado por tierra cuando un torpedo desde el espacio sería mucho más fácil?

Gersen llegó al borde. Allí y a dos millas de distancia, se hallaba el volcán que esperaba fuese el escondite de Hildemar Dasce. Y allá abajo Gersen pudo ver lo más interesante de toda su vida, algo que le produjo una salvaje alegría hasta el extremo de saltársele las lágrimas de los ojos: un pequeño bote espacial. Su hipótesis era correcta. Allí estaba Thumbnail Gulch con toda certidumbre y allí se hallaba su mortal enemigo. ¿Qué sería de la pobre Pallis?

Gersen tomó tierra en la plataforma y continuó a pie, deslizándose por el terreno, evitando aproximarse a los posibles emplazamientos de los detectores, aunque tal precaución sólo era mera formalidad. El destino no podía haberle llevado hasta allí para dejarle fracasar... Gersen acabó de subir la ladera, compuesta de basalto, obsidiana y toba. Alcanzando el borde del cráter, se aproximó hasta la cúpula que surgía construida de una red de finos cables y una transparente película de material resistente distendida por la presión de aire interior. El cráter no era muy grande: unos cincuenta metros de diámetro, casi perfectamente cilíndrico, con las paredes formadas por cristales volcánicos estriados.

En el fondo del cráter, Dasce había realizado un intento de conformar un paisaje. Se observaba la instalación de una piscina de agua salobre, un puñado de palmeras y un enmarañado conjunto de enredaderas. Gersen miraba la escena como un dios implacable, un dios de venganza.

En el centro del cráter había una jaula y en su interior un hombre desnudo, sentado en el centro de la pequeña prisión; un individuo alto, macilento y ojeroso, con un rostro en el que se veían escritos incontables sufrimientos, como una ruina humana. Su cuerpo encorvado mostraba las señales de cien azotes. Gersen recordó en el acto la explicación que Suthiro le dio del por qué Dasce había perdido los párpados. Mirando de nuevo, recordó las fotografías del cuarto de estar de Dasce, en Avente: aquel hombre era, en efecto, el sujeto de esas fotografías.

Gersen registró por todas partes. Directamente debajo de él se hallaba un pabellón de tejido negro en forma de una serie conectada de tiendas de campaña. No se advertía el menor signo de Hildemar Dasce. La entrada al cráter era un túnel que conducía a través del muro del volcán.

Siguió moviéndose alrededor del borde sin dejar de vigilar la ladera. La porosa planicie marrón y negra se extendía sin límites en tres direcciones. En sus proximidades descansaba la pequeña nave espacial, que parecía un juguete metálico en la claridad de la atmósfera. Gersen volvió su atención hacia la cúpula. Con un cuchillo cortó un trozo de la película protectora y esperó.

No habrían pasado diez minutos cuando la presión interior, al descender, activó una señal de alarma automática. De una de las tiendas surgió Hildemar con unos simples pantalones blancos y el resto del cuerpo desnudo. Gersen le observó con salvaje delectación. El torso, manchado con púrpura desvaída, resaltaba sus potentes músculos. Miró hacia arriba con sus ojos sin párpados y las mejillas azuladas en su horrible rostro pintado de rojo. Atravesó el piso del cráter, mientras el prisionero de la jaula no le perdía de vista.

Dasce desapareció del ángulo visual de Gersen, que se escondió en una grieta. Instantes después, emergió en la planicie vestido con un traje espacial llevando una caja bajo el brazo. Subió hasta el borde del cráter con enérgicas zancadas, pasando muy cerca del escondite de Gersen. Dasce dejó la caja en el suelo, sacó un proyector de energía radiante y dirigió un rayo hacia el desgarro de la cubierta de la cúpula. El aire que se escapaba resplandeció con un fulgor amarillo, porque probablemente existiría en su composición algún agente fluorescente. Al inclinarse sobre el corte, Gersen creyó observar un súbito instante de sospecha en Hildemar. Gersen se ocultó rápidamente. Cuando volvió a mirar, Dasce estaba trabajando y terminando de tapar la grieta de la cúpula con un trozo de material y soldándolo. Toda la operación le llevó poco más de un minuto. Después, volvió a colocar el material utilizado en la caja y tras inspeccionar por el borde, la ladera y la planicie, se dirigió hacia el piso del volcán.

Gersen salió de su escondite y le siguió a unos 15 metros de distancia. Hildemar, saltando de roca en roca, no miró hacia atrás, hasta que Gersen hizo un ruido imprevisto al rodar una roca de las que había pisado. Dasce se detuvo y se volvió. Gersen ya estaba oculto tras la falla de una roca, con una mirada de loco en los ojos.

Hildemar continuó su camino con Gersen a sus talones. En la base del muro del volcán un sonido y una vibración alarmaron nuevamente a Dasce. Una vez más se volvió a mirar ladera arriba... directamente hacia una figura que se le venía encima. Gersen soltó una feroz carcajada ante el espectáculo de su mortal enemigo que le miraba, fijamente con la boca abierta por la sorpresa y entonces le descargó un golpe demoledor. Dasce rodó por el suelo, se puso en pie y comenzó a correr frenéticamente, hacia la cámara de descompresión. Gersen le disparó en una de sus musculosas piernas y Dasce cayó rodando por el suelo. Gersen le cogió por el tobillo y le arrastró hacia la cámara, le arrojó en su interior y cerró de un portazo. Dasce comenzó a luchar y forcejear como un condenado con la horrible cara roja y azul distorsionada por la furia. Entonces. Gersen le disparó nuevamente en la otra pierna, paralizándosela en el acto. Dasce quedó tendido, con el aspecto de un jabalí acorralado. Gersen le ató por los tobillos con un rollo de cuerda y le aprisionó el brazo derecho, obligándole a tumbarse de espaldas, hasta que terminó de atarle ambos brazos al dorso. El mecanismo de cierre se llenó de aire y Gersen le quitó el casco transparente que llevaba sobre los hombros.

—Volvemos a encontrarnos, amigo —dijo Gersen con feroz alegría.

Después le arrastró como a un fardo sobre el piso del cráter. El prisionero de la jaula se irguió sobre sus pies y aplastándose contra los barrotes se quedó mirando fijamente al recién llegado como si viese a un arcángel con sus alas, trompeta y aureola.

Gersen se aseguró bien del estado de las ligaduras de su mortal enemigo y corrió hacia la tienda con el proyector dispuesto para disparar sobre cualquier posible criado o guardaespaldas de Dasce. El prisionero continuaba observándole con la sorpresa más inaudita pintada en sus facciones.

Pallis Atwrode yacía arrebujada bajo una sucia sábana de cara a la pared. No había nadie más. Gersen la tocó en el hombro apreciando con fascinación el color de su carne. Su alegría se mezcló con el horror, hasta producirle una dolorosa punzada en el estómago, como jamás había sentido antes.

—Pallis —dijo—. Soy Kirth Gersen...

Las palabras llegaron a oídos de la joven apagadas por el globo transparente que cubría la cabeza de Gersen y se acurrucó todavía más. Gersen le dio la vuelta. Tenía los ojos cerrados. Su carita, antes tan alegre y encantadora, aparecía helada y sin expresión.

—¡Pallis! —gritó nuevamente Gersen—. ¡Abre los ojos! ¡Soy Kirth Gersen! ¡Estás a salvo!

Ella sacudió la cabeza con los ojos siempre cerrados.

Gersen se apartó de la joven. La contempló otra vez desde la puerta de la tienda. Pallis le miraba con los ojos distendidos por el asombro. Volvió instantáneamente a cerrarlos.

Gersen la dejó, registró todo el cráter y cuando estuvo seguro de que no había otra persona, regresó con Dasce.

—Bonito sitio te buscaste aquí, Dasce —le dijo, con voz calmosa—. Un poco difícil de encontrar cuando tus amigos lo desean, ¿eh?

—¿Cómo pudo encontrarme? —preguntó Dasce en tono gutural—. Nadie conoce este lugar.

—Excepto tu jefe.

—No lo sabe tampoco.

—¿Cómo supones que lo encontré yo?

Dasce quedó silencioso. Gersen se acercó a la jaula, corrió el cerrojo y habló al prisionero preguntándose si estaría todavía en su sano juicio.

—Vamos, salga.

El prisionero saltó fuera de su encierro.

—¿Quién es usted?

—No importa. Está usted libre.

—¿Libre? —El hombre se quedó con una expresión estúpida en los ojos y su mandíbula se aflojó al oír aquella palabra—. ¿Y... él?

—Le mataré enseguida.

—Esto tiene que ser un sueño —murmuró el hombre.

Gersen volvió su atención a Pallis. Permanecía sentada en la cama con la sábana ajustada al cuerpo. Tenía los ojos abiertos. Miró a Gersen, se puso en pie y se desmayó. Gersen la tomó en sus brazos y la sacó al exterior, dejándola sobre el suelo del cráter. El cautivo miraba a Dasce desde una respetuosa distancia. Gersen le habló:

—¿Cómo se llama usted?

El hombre pareció momentáneamente aturdido. Encogió las cejas como haciendo un esfuerzo por recordar.

—Yo soy Robin Rampold —contestó con una extraña voz———. Y usted... ¿es su enemigo?

—Yo soy su ejecutor. Su Némesis.

—¡Es fantástico, una maravilla! —exclamó Rampold—. Después de tanto tiempo, apenas sí puedo recordar el comienzo... —Y las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas. Miró la jaula, se aproximó a ella y la inspeccionó—. Conozco muy bien esto. Cada nudo, cada barrote, cada hueco, cada empalme del metal.

Y su voz se desvaneció. De repente preguntó:

—¿En qué año estamos?

—En mil quinientos veinticuatro.

Rampold pareció reducirse de tamaño, aplastado por aquella revelación.

—No sabía que hubiese transcurrido tanto tiempo; había olvidado ya su valor. Es increíble... —Y miró a la cúpula—. Cuando él se va, no sucede nada... He permanecido en esa jaula diecisiete años. Y ahora estoy fuera de ella... —Se dirigió hacia donde estaba Dasce atado en el suelo y le dedicó una mirada indefinible—. Hace mucho tiempo, éramos dos personas muy diferentes. Le enseñé una buena lección. Le hice sufrir. La memoria es todo lo que me queda vivo.

Dasce rió entre dientes.

—Busqué la forma de que me lo pagaras con creces. —Y miró a Gersen—. Mejor será que me mate ahora que puede, o haré lo mismo con usted.

Gersen se detuvo a reflexionar un instante. Dasce tenía que morir. Pero tras aquel cráneo pintado de rojo había un conocimiento que Gersen necesitaba. ¿Cómo extraerlo? ¿La tortura? Gersen sospechó que Dasce reiría como un fanático mientras le retorcía miembro tras miembro. ¿Con trucos? ¿Mediante la astucia? Examinó aquel horrible rostro pintado de rojo y azul. Dasce no hizo el menor movimiento.

Se volvió hacia Rampold.

—¿Sabría pilotar la nave de Dasce?

El interpelado movió tristemente la cabeza en señal negativa.

—Entonces, supongo que tendrá que venir conmigo.

—¿Y qué será de él? —preguntó con voz trémula.

—Le mataré a su debido tiempo.

—Démelo a mí —suplicó Rampold.

—No.

Gersen estudió de nuevo a Hildemar Dasce. De algún modo tenía que revelarle la identidad de Attel Malagate. Una pregunta directa seria mas inconveniente que útil.

—Dasce —Preguntó—, ¿por qué trajiste a Pallis Atwrode hasta aquí?

—Era demasiado bonita para matarla —contestó sin vacilar.

—¿Y por qué tendrías que haberla matado?

—Disfruto matando a las mujeres bellas.

Gersen tuvo que contenerse para no aplastarle la cabeza. Quizá Hildemar trataba de provocarle.

—Puedes o no vivir para lamentar tus iniquidades.

—¿Quién le envió hasta aquí? —preguntó Dasce.

—Alguien que lo sabía.

—Sólo hay una persona, y ésa jamás le habría enviado —repuso Dasce moviendo la cabeza despectivamente.

No era fácil convencer a aquel monstruo. Bien. Llevaría a Hildemar a bordo de la espacionave, no había otra solución. El encuentro podría producir la reacción adecuada.

Pero entonces se planteaba un nuevo problema. No se atrevía a dejar a Robin Rampold solo con Dasce mientras trasladaba a Pallis. Rampold podría matar a Hildemar. O Dasce podría ordenar a su antiguo prisionero que le soltase las ligaduras. Tras diecisiete años de degradación total de la voluntad, Rampold caería fácilmente bajo la influencia del criminal. Y Pallis Atwrode ¿qué haría con ella?

Se volvió y la halló nuevamente envuelta con la sábana, mirándole fascinada y confusa. Se le aproximó cuando intentaba esconderse en la tienda. Gersen no estaba seguro de que le hubiera reconocido.

—Pallis... querida... soy Kirth Gersen.

Ella hizo un gesto sombrío con la cabeza.

—Ya sé. —Y miró a la figura tendida de Hildemar Dasce—. Le has maniatado —dijo con voz en la que se advertía una turbación producto del asombro.

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