El rey de hierro (28 page)

Read El rey de hierro Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

BOOK: El rey de hierro
13.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero ¿era necesario, después, utilizar la fuerza contra Bonifacio?

—Se disponía a excomulgaros, sire, porque no practicabais en vuestros Estados la política que él deseaba. No habéis faltado a los deberes de rey. Permanecisteis en el lugar donde os puso Dios y proclamasteis que de nadie sino de Dios habíais recibido vuestro reino.

Felipe el Hermoso indicó uno de los rollos:

—¿Y los judíos? ¿No quemamos a demasiados? Son criaturas humanas, sufrientes y mortales como nosotros. Dios lo ordenaba.

—Seguisteis el ejemplo de San Luis,
sire
, y el reino necesitaba riquezas.

El reino, el reino, siempre el reino; en respuesta a todo acto, las necesidades del reino: “Era necesario para el reino… Debemos hacerlo por el reino.”

—San Luis amaba a la fe y la grandeza de Dios. Pero yo ¿qué he amado? —dijo Felipe el Hermoso en voz baja.

—La justicia —dijo Marigny—, la justicia que es necesaria para el bien común y aniquila a todos los que no siguen la marcha del mundo.

—Muchos han sido a lo largo de mi reinado los que no siguieron la marcha del mundo. Y muchos más serán si se reúnen los de todos los siglos.

Levantaba los legados de Nogaret y los dejaba caer sobre la mesa, uno tras otro.

—Amarga cosa el poder —dijo.

—nada es grande, sire, si no tiene su parte de hiel —respondió Marigny—. Nuestro Señor Jesucristo lo supo también. Habéis reinado con grandeza. Pensad que habéis agregado a la corona a Chartres, Beaugency, la Champaña, la Bigorrre, Angulema, la Marca, Douai, Montpelier, el Franco-Condado, Lyon y una parte de la Guyena. Habéis fortificado vuestras ciudades, como deseaba vuestro padre, nuestro señor Felipe III, para que no estén a merced de nadie de fuera o de dentro… Rehicisteis la ley siguiendo las leyes de la antigua Roma. Reglamentasteis el Parlamento, para que formulara mejores decretos. Conferisteis a muchos de vuestros súbditos la condición de burgueses del rey
(Los ‘
burgueses del rey’
, instituidos hacia mediados del siglo XIII, constituían una categoría especial de súbditos. Apelando a la justicia real se desligaban tanto de sus obligaciones para con el señor feudal, como de la residencia en determinada ciudad. En cualquier lugar del reino no obedecían sino al poder central. Esta institución adquirió gran desarrollo durante el reinado de Felipe el Hermoso. Bien puede decirse que los
burgueses del rey
fueron los primeros franceses que poseyeron un estatuto jurídico similar al de los modernos ciudadanos.)
. Liberasteis a vuestros siervos de muchos bailazgos y senescalías. No,
sire
, os equivocáis al temer haber errado. Hicisteis de un reino desgarrado un país que comienza a tener un solo corazón.

Felipe el Hermoso se levantó. Lo tranquilizaba la inquebrantable convicción de su coadjutor y se apoyaba en ella para luchar contra una flaqueza que no era habitual en su carácter.

—Puede que estéis en lo cierto, Enguerrando. Mas si el pasado os satisface, ¿qué decís del presente? Ayer, muchos debieron se sometidos por los arqueros en la calle de Saint Merri. Leed lo que escriben los bailíos de la Champaña, de Lyon y de Orleáns. Por todas partes la gente se amotina, en todas partes se queja del encarecimiento del trigo y los magros salarios. Y los que se quejan, Enguerrando, no pueden comprender que lo que reclaman, y que no puedo darles, depende del tiempo y no de mi voluntad. Olvidarán mis victorias para recordar tan sólo mis impuestos y me acusarán por no haberlos alimentado durante toda la vida…

Marigny escuchaba, más inquieto ahora por las palabras del rey que por sus silencios. Jamás le había oído hablar tanto ni confesar tales incertidumbres, ni dejar traslucir tal desaliento.


Sire
—dijo por fin—, es preciso atender a muchas cuestiones.

Felipe el Hermoso echó otra mirada a los documentos de su reinado, esparcidos sobre la mesa. Luego de pronto se irguió como si acabara de darse una orden.

—Sí, Enguerrando, es preciso —dijo.

Propio es de hombres fuertes no desconocer las dudas y titubeos, que son patrimonio común de la naturaleza humana, sino sobreponerse rápidamente a ellas.

IV.- El verano del rey

Con la muerte de Nogaret, Felipe el Hermoso pareció penetrar en una región donde nadie podía reunírsele. La primavera caldeaba la tierra y las casas.

París vivía a pleno sol, pero el rey estaba como aislado en un invierno interior. La predicción del gran maestre no se borraba de su mente.

A menudo partía hacia alguna de sus residencias de campo donde dedicaba largo tiempo a la caza, al parecer, su única distracción. Pero muy pronto lo reclamaban de París alarmantes noticias. La situación alimentaria en el reino era mala. Aumentaba el costo de la vida; a las regiones pobres no afluían los excedentes de riqueza de las regiones prósperas. Se decía abiertamente: “¡Demasiados guardias y poco trigo!” Las gentes se negaban a pagar los impuestos y se revelaban contra los recaudadores y los prebostes. Aprovechando el mal trance, las ligas de los barones de Borgoña y de la Champaña volvían a unirse, para mantener sus viejas pretensiones feudales. Roberto de Artois, valiéndose provechosamente del escándalo de las princesas y del descontento general, reavivaba la agitación sobre las tierras de la condesa Mahaut.

—Mala primavera para el reino —dijo Felipe el Hermoso delante de monseñor de Valois.

—Estamos en el decimocuarto año del siglo, hermano mío —respondió Valois—. Un año que la suerte ha marcado siempre con la desdicha.

Recordaba, para confirmarlo, una perturbadora comprobación de los años catorce: 714, invasión de los musulmanes en España, muerte de Carlomagno y desmembramiento de su imperio; 914, invasión de los húngaros y el hambre, 1114, pérdida de la Bretaña; 1214, la coalición de Otón IV vencida en Bouvines… una victoria lindante con la catástrofe. Sólo el año 1014 estaba exento de drama.

Felipe el Hermoso miró a su hermano como si no lo viera. Dejó caer su mano sobre el cuello de Lombardo, al que acarició a contrapelo.

—Ahora bien, eta vez vuestras dificultades, hermano mío, provienen de vuestros malos consejeros —dijo Carlos de Valois—. Marigny no tiene medida. Usa la confianza que le tenéis, para engañaros y comprometeros cada vez más por el camino que le es útil; pero que no pierde. Si me hubieses escuchado en el asunto de Flandes…

Felipe el Hermoso se encogió de hombros como si quisiera decir: “Nada puedo sobre eso.”

La cuestión de Flandes resurgía periódicamente. Brujas, la rica e irreductible, alentaba los levantamientos comunales. El condado de Flandes, de estatuto mal definido, se negaba a aplicar la ley general. Con negociaciones y combates, tratados y subterfugios, la cuestión flamenca era una llaga incurable en el costado del reino. ¿Qué quedaba de la victoria de Mons-en-Pevéle? Una vez más sería necesario emplear la fuerza.

Pero la leva de un ejército exigía oro. Y si iniciaba la campaña, el presupuesto sobrepasaría al de 1299, inolvidable por ser el más elevado que el reino había conocido: 1’642,694 libras. Con un déficit de 70,000. Ahora bien, desde hacía unos años, los ingresos ordinarios eran alrededor de las 500,000 libras. ¿Dónde encontrar la diferencia?

Contra la opinión de Carlos de Valois, Marigny convocó una asamblea popular para el 1° de agosto de 1314, en París. Ya había recurrido a tales consultas, sobre todo, con ocasión de los conflictos con el papado. Fue precisamente ayudando al poder civil a liberarse de la obediencia a la Santa Sede, como la burguesía había conseguido su derecho a la palabra. Pero ahora, por primera vez, el pueblo iba a ser consultado en materia de finanzas.

Marigny preparó la Asamblea con el mayor cuidado, enviando mensajeros y secretarios a las distintas ciudades, y multiplicando entrevistas, gestiones y promesas.

La Asamblea tuvo lugar en la Galería Merciere, cuyas tiendas se cerraron aquel día. Se había levantado un gran estrado, donde se instalaron el rey, los miembros de su consejo, los pares y los principales barones.

Marigny tomó la palabra el primero. Habló en pie, no lejos de su efigie de mármol, y su voz parecía más firme que de costumbre, y más segura de expresar la verdad del reino. Iba sobriamente vestido, tenía prestancia y gestos de orador. El discurso, por su redacción, iba dirigido al rey; pero lo pronunciaba de cara a la multitud, que, por esto sólo, se sentía un poco soberana. A sus pies, en la inmensa nave de dos bóvedas, escuchaban varios centenares de hombres venidos de toda Francia.

Marigny explicó por qué no debían sorprenderse de que los víveres fueran más escasos, por tanto, más caros. La paz mantenida por Felipe el Hermoso favorecería el acrecentamiento de la población. “Comemos el mismo trigo, pero somos más para compartirlo”, dijo. Por consiguiente, se hacía preciso sembrar más, y para sembrar, era necesaria paz en el Estado, obediencia a las ordenanzas, y participación de cada región para la prosperidad de todas.

Ahora bien, ¿quién amenazaba la paz? Flandes. ¿Quién rehuía contribuir al bien general? Flandes. ¿Quién guardaba su trigo y sus paños, y prefería venderlos al extranjero entes de dirigirlos al interior del reino donde se ensañaba la penuria? Flandes. Al negarse a pagar los impuestos y derechos de comercio, las villas flamencas agravaban fuertemente la proporción de las cargas de los otros súbditos del rey. Flandes debía ceder, o se le obligaría por la fuerza. Pero para esto hacía falta dinero, todas las villas representadas aquí por sus ciudadanos, debían, pues, por su propio interés, aceptar una elevación de impuestos.

—Así demostrarán —acabó Marigny— quiénes son los que darán ayuda para ir contra los flamencos.

Se alzó un rumor dominado inmediatamente por la voz de Esteban Barbette.

Barbette, jefe de la moneda de París, regidor, preboste de los comerciantes y muy rico por su comercio de telas y de caballos, era aliado de Marigny. Los dos habían preparado esta intervención. En nombre de la primera ciudad del reino, Barbette prometió la ayuda pedida, arrastró el ánimo de los presentes, y los diputados de las cuarenta y tres “buenas ciudades” aclamaron al unísono al rey, a Marigny y Barbette.

Aunque la asamblea fue una victoria, los resultados se mostraron decepcionantes. El ejército fue puesto en pie de marcha antes de que se cobrara enteramente la subvención.

El rey y su coadjutor deseaban una rápida demostración de autoridad más que una verdadera guerra. La expedición fue un imponente paseo militar. Apenas puestas las tropas en marcha, Marigny hizo saber al adversario que estaba dispuesto a negociar, se apresuró a ultimar, a primeros de septiembre, el convenio de Marquette.

Pero no bien se hubo alejado el ejército, Luis de Nevers, hijo de Roberto de Béthume, conde de Flandes, denunció el convenio. Para Marigny esto fue un fracaso. Valois, que llegaba hasta alegrarse de las desgracias del reino, si ello perjudicaba al coadjutor, acusó públicamente a éste de haberse vendido a los flamencos.

La cuenta de la campaña quedaba impagada y los oficiales reales continuaban, pues, percibiendo, con gran descontento de las provincias, la ayuda extraordinaria acordada para una empresa acabada ya sin éxito.

El Tesoro estaba agotado y, una vez más, Maraigny debió arbitrar nuevos recursos.

Los judíos habían sufrido ya dos expoliaciones; nueva esquila proporcionaría escasa lana. Los Templarios ya no existían y su oro había sido fundido hacía ya mucho tiempo. Quedaban los Lombardos.

Ya en 1311 se había decretado su expulsión, sin intención de llevarla a cabo, sino sólo para obligarlos a comprar, muy caro, su derecho de permanencia. Esta vez, no se trataba de un rescate, sino del embargo total de sus bienes y su entrega a Francia. Eso proyectaba Marigny. El comercio que mantenían con Flandes, despreciando las instrucciones reales, y el apoyo financiero que prestaban a las ligas de los señores, justificaban la medida prevista.

Pero era un hueso duro de roes. Los banqueros y negociantes italianos, burgueses del rey, se habían organizado sólidamente en “compañías” con un “capitán general” elegido, al frente de todas. Controlaban el comercio extranjero y dominaban el crédito. Los transportes, el correo privado y hasta ciertos re-cobros de impuestos pasaban a sus manos. Incluso daban limosna, cuando el caso lo requería.

Por tanto, Marigny pasó varias semanas perfilando su proyecto. Era hombre tenaz y la necesidad lo espoleaba.

Pero Nogaret ya no estaba allí. Por otra parte, los Lombardos de París, gente bien informada y aleccionada por la experiencia, pagaban bien los secretos del poder.

Tolomei, con un ojo solo abierto, velaba.

V.- El poder y el dinero

Una tarde de mediados de octubre, se reunieron en casa de Tolomei unos treinta hombres a puerta cerrada.

El más joven, Guccio Baglioni, sobrino de la casa, tenía dieciocho años; el más viejo, Boccanegra, capitán general de las compañías lombardas, setenta y cinco. Por diferentes que fueran en edad y aspecto, había en todos los reunidos una singular semejanza en la actitud, en la movilidad de expresión y de los gestos, y en la manera de llevar los vestidos.

Iluminados por gruesos cirios colocados en candelabros forjados, aquellos hombres de tez morena formaban una familia que se entendía fácilmente. Era una tribu de guerra, cuya fuerza igualaba a la de las ligas de la nobleza o a las de las asambleas de burgueses.

Allí estaban los Peruzzi, los Albizzi, los Guardi, los Bardi, con su primer comisario y viajero Boccaccio, los Pucci, los Casinelli, todos ellos de Florencia. Estaban los Salimbene, los Buonsignori, los Allarani y los Zaccaría, de Génova; estaban los Scotti de Palestina y el clan de Siena dirigido por Tolomei. Entre todos aquellos hombres existían rivalidades de prestigio, de competencia comercial y antiguos rencores heredados de sus respectivas familias por asuntos de amor. Pero ante el peligro se unían como hermanos.

Tolomei acababa de exponer la situación, con calma, pero sin disimular su gravedad. Para nadie fue una sorpresa. Había pocos imprevisores entre los hombres de la banca, y la mayoría había puesto ya a buen recaudo, fuera de Francia, buena parte de su fortuna. Pero hay cosas que no se pueden trasladar y cada uno pensaba angustiado, colérico o despechado, en lo que tenía que abandonar: bella mansión, bienes raíces, mercancías, situación adquirida, clientela, amantes y algún hijo natural…

Other books

Fake by Beck Nicholas
The Lesser Blessed by Richard van Camp
The Mystery Off Glen Road by Julie Campbell
Full House by Carol Lynne
Support and Defend by Tom Clancy, Mark Greaney