—¿Habáeis venido acompañado, monseñor? —dijo—. ¿Era necesario? ¿Acaso no tenéis confianza en mí? ¿Suponéis que aquí corréis algún peligro? Debo deciros, en verdad, que me teníais habituado a otras maneras…
Su voz se esforzaba por ser cordial, pero su acento toscano era más marcado que de costumbre.
Juan de Marigny se sentó junto al fuego, tendiendo hacia el hogar su mano ensortijada.
—“Ese hombre no se siente seguro de sí mismo y no sabe a qué atenerse conmigo —pensó Tolomei—. Llega con gran estrépito de hombres armados como si fuera a comérselo todo y luego se queda mirándose las uñas.”
—Vuestra prisa en verme dio motivo a mi inquietud —dijo por fin el arzobispo—. Hubiera preferido elegir el momento de mi visita.
—Pero si lo habéis elegido, monseñor, lo habéis elegido… Vos recordaréis haber recibido de mí dos mil libras de anticipo sobre… ciertos objetos muy preciosos, provenientes de los bienes de los Templarios, que vos me confiasteis para su venta.
—¡Han sido vendidos? —preguntó el arzobispo.
—En parte, monseñor, en buena parte. Fueron enviados fuera de Francia, como convinimos, pues aquí no podíamos deslizarlos… Espero el estado de la cuenta, y confío que todavía quedará alguna cantidad para vos.
Tolomei, apoltronado en su silla y cruzadas las manos sobre el vientre, movía la cabeza con aire bonachón.
—¿Y el recibo que os firmé? ¿Lo precisáis todavía? —dijo Juan de Marigny.
Ocultaba su inquietud, pero la ocultaba mal.
—¿Tenéis frío, monseñor? Estáis pálido —dijo Tolomei, agachándose para echar un leño al fuego.
Luego, como si no hubiera oído la pregunta del arzobispo, añadió:
—¿Qué pensáis, monseñor, de la cuestión discutida esta semana en el consejo del rey? ¿Es posible que se proyecte robarnos nuestros bienes, reducirnos a la miseria, al destierro, a la muerte?…
—No estoy informado —dijo el arzobispo—. Son asuntos del reino.
Tolomei sacudió la cabeza.
—Ayer trasmití a vuestro hermano, el coadjutor, una propuesta cuyo significado creo que no acabó de entender. Es lamentable. Nos van a expoliar porque el reino está bajo de moneda, nosotros nos ofrecemos a servir al reino por medio de un préstamo enorme, monseñor, y vuestro hermano permanece mudo. ¿No os dijo nada? ¡Es lamentable, muy lamentable, en verdad!
Juan de Marigny se movió en su asiento.
—No puedo discutir las decisiones del rey, maese —dijo secamente.
—No es aún decisión del rey —replicó Tolomei—. ¿No podéis repetir al coadjutor que los Lombardos, obligados a das su vida, que pertenece al rey, creedlo, y su oro, que le pertenece igualmente, querrían, si fuera posible, salvar la vida? Entiendo por vida el derecho a permanecer en este país. Ofrecen de buena gana lo que se pretende arrebatarles por la fuerza. ¿Por qué no escucharlos? Para esto, monseñor, deseaba veros.
Hubo un silencio.
Juan de Marigny, inmóvil, parecía mirar más allá de los muros.
—¿Qué me decíais hace un momento? —prosiguió Tolomei—. ¡Ah, sí… el recibo!
—Me lo vais a dar —dijo el arzobispo.
Tolomei se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué haríais vos en mi lugar, monseñor? Imaginad por un momento…, es pura imaginación, ciertamente…, mas imaginad que os amenazan con vuestra ruina y que vos poseéis algo…, un talismán, eso es, un talismán, que puede serviros para evitar dicha ruina…
Fue hasta la ventana, pues había oído ruidos en el patio. Llegaron cargadores con cajas y envoltorios de telas. Tolomei calculó mentalmente el monto de las mercaderías que entraban en su casa aquel día, y suspiró.
—Sí…, un talismán contra la ruina —murmuró.
—No queréis decir que ese recibo…
—Sí, monseñor, quiero decirlo y lo digo —articuló Tolomei, con dureza—. Ese recibo prueba que habéis comerciado con los bienes del Temple secuestrados por la corona. Prueba que habéis robado, y habéis robado al rey.
Miró al arzobispo cara a cara. “La suerte está echada —pensó—. Veremos quién cede primero.”
—¡Seréis considerado mi cómplice! —dijo Juan de Marigny.
—En tal caso, nos balancearemos juntos en Montfaucon como dos ladrones —respondió fríamente Tolomei—, pero no me balancearé solo.
—¡Sois un abominable pillo! —gritó Juan de Marigny.
Tolomei se encogió de hombros.
—Yo no soy arzobispo, monseñor, y no fui yo quien se apropió de las custodias de oro, en que los Templarios presentaban el Cuerpo de Cristo. Soy solamente un mercader y en este momento tratamos un negocio, os convenga o no. Esta es la realidad de todas mis palabras. Nada de expoliación a los Lombardos, y nada de escándalo para vos. Pero si caigo, monseñor, también vos caeréis, y de más alto. Y vuestro hermano, que tiene demasiada fortuna para contar solamente con amigos, será arrastrado en pos de vuestra desgracia.
Juan de Marigny se había levantado. Estaba lívido. Su mentón, sus manos, todo su cuerpo temblaba.
—Devolvedme ese recibo —dijo, agarrando el brazo de Tolomei.
Este se desprendió suavemente.
—No —dijo.
—Os reembolsaré las dos mil libras que me prestasteis —dijo Juan de Marigny— y podréis guardaros el fruto de la venta.
—No.
—Os daré otros objetos del mismo valor.
—No.
—Cinco mil. Os doy cinco mil libras por ese recibo.
Tolomei sonrió.
—¿De dónde las sacaréis? ¡Tendría que prestároslas yo!
Juan de Marigny, con los puños apretados, repitió:
—¡Cinco mil libras! ¡Las encontraré! ¡Mi hermano me ayudará!
—Pues que os ayude como yo os requiero —dijo Tolomei abriendo las manos—. Yo, por mi parte de la cuota, he ofrecido diecisiete mil libras al tesoro real.
—El arzobispo comprendió que debía cambiar de táctica.
—¿Y si obtengo de mi hermano que seáis exceptuado de la ordenanza? Se os dejará toda vuestra fortuna y vender vuestros bienes inmuebles.
Tolomei reflexionó in instante. Le proponía la manera de salvarse, a él solamente. Todo hombre sensato, a quien se hace una tal proposición, la considera y tiene mucho mérito cuando la rechaza.
—No, monseñor —respondió—. Sufriré la suerte que se nos reserve a todos. No quiero recomenzar en otra parte y no tengo razones para hacerlo. Ahora pertenezco a Francia, tanto como vos. Soy burgués del rey. Quiero quedarme en París en esta casa que yo he construido. He pasado en ella treinta y dos años de mi vida, monseñor, y si Dios quiere, en ella la concluiré… Por otra parte, aunque tuviera el deseo de restituiros este recibo, no podría hacerlo. No está aquí.
—¡Mentís! —exclamó el arzobispo.
—No, monseñor.
Juan de Marigny se llevó la mano a la cruz pectoral, y la apretó como si fuera a romperla. Miró a la ventana; luego, a la puerta.
—Podéis llamar a vuestra escolta y hacer que registren la casa —dijo Tolomei—. Podéis hasta poner mis pies a quemar en la chimenea, como se hace en vuestros tribunales de la Inquisición. Haced todo el alboroto y el escándalo que queráis; pero saldréis de aquí como habéis venido, muera o no muera yo. Pero aunque yo muera, sabed que eso no os reportará bien alguno, pues mis parientes de Siena tienen orden, si me pasa algo anormal, de hacer llegar ese recibo al rey y a los grandes barones.
Dentro de su obeso cuerpo, el corazón le latía apresurado, y el sudor le corría por la espalda.
—¿En Siena? —dijo el arzobispo—. Pero vos me habíais asegurado que no saldría de vuestros cofres.
—No ha salido, monseñor. Mi familia y yo todo es lo mismo.
El arzobispo reflexionaba. En este momento comprendió Tolomei que había ganado, y que las cosas se desarrollarían como deseaba.
—¿Entonces? —preguntó Marigny.
—Entonces, monseñor —dijo Tolomei, con gran calma—, no tengo nada que añadir a lo que ya os he dicho hace un momento. Hablad con el coadjutor y apremiadlo para que acepte la oferta que le he hecho mientras aún sea tiempo. De lo contrario…
El banquero, sin terminar la frase, fue hasta la puerta y la abrió.
La escena que aquel mismo día se desarrolló entre el arzobispo y su hermano fue terrible. Dejando al descubierto su verdadero carácter, los dos Marigny, que hasta el momento habían marchado al unísono, se hicieron trizas uno al otro.
El coadjutor abrumó a su hermano menor con sus reproches y su desprecio, y el menor se defendió como pudo, cobardemente.
—¡Tenéis cara para recriminarme! —exclamaba—. ¿De dónde proceden vuestras riquezas? ¿De qué judíos desollados? ¿De qué Templarios quemados vivos? ¡No he hecho sino imitaros! ¡Os he servido bastante bien en vuestros manejos! Servidme ahora a mí.
—De haber sabido cómo erais, no os habría hecho arzobispo —dijo Enguerrando.
—No habríais encontrado a otro que condenara al gran maestre.
Sí, el coadjutor sabía que el ejercicio del poder obliga a infames colusiones. Pero le dolía comprobar, ahora, las consecuencias de ello en su propia familia. Un hombre que aceptaba vender su conciencia por una mitra, podía igualmente robar o traicionar. Y ese hombre era su hermano. Eso era la verdad.
Enguerrando de Marigny cogió su proyecto de ordenanzas contra los Lombardos y con rabioso ademán, lo arrojó al fuego.
—¡Tanto trabajo para nada! —dijo—. ¡Tanto trabajo!
Cressay, bajo la claridad de la primavera, con sus árboles de hojas traslúcidas y el estremecimiento plateado del Maudre había quedado en el recuerdo de Guccio, como una visión dichosa. Pero cuando aquella mañana de octubre el joven sienés, que a cada momento volvía la cabeza para asegurarse de que ningún arquero le pisaba los talones, llegó a las alturas de Cressay, no pudo menos de preguntarse si no se habría equivocado. Parecía que el otoño había empequeñecido la casa solariega.
“¿Eran tan bajas las torrecillas? —se decía Guccio—. ¿Basta medio año para cambiar hasta ese punto la memoria?”
Con las lluvias el patio se había convertido en un barrizal donde los caballos se hundían hasta las cuartillas. “Almenos —pensó Guccio—, hay pocas probabilidades de que vengan a buscarme aquí.” Arrojó las riendas a su criado y le dijo:
—Atad los caballos y que les den de comer.
Se abrió la puerta de la casa solariega y apareció María de Cressay.
La emoción le hizo apoyarse en la jamba.
“¡Qué hermosa es! —pensó Guccio—. Y no ha dejado de amarme.”
Entonces las grietas desaparecieron de los muros y las torrecillas recobraron para Guccio las proporciones que guardaban en su recuerdo.
Pero ya María gritaba hacia el interior de la casa:
—¡Madre! ¡
Messire
Guccio ha vuelto!
Doña Eliabel recibió al joven con grandes expresiones de alegría y besó sus mejillas, estrechándolo contra su fuerte pecho. La imagen de Guccio había llenado con frecuencia sus noches. Tomó sus manos, lo hizo sentar y ordenó que se le trajera sidra y pasteles.
Guccio aceptó de buen grado la acogida y explicó su venida tal como había pensado: tenía que poner en orden la factoría de Neauphle, que se resentía de una mala dirección. Los dependientes no sobraban los créditos a su debido tiempo… Doña Eliabel se inquietó al instante.
—Nos concedisteis un año —dijo—. El invierno se nos echa encima tras cosechas muy mezquinas y aún no hemos…
guccio dio a entender vagamente que los castellanos de Cressay eran sus amigos y que no permitiría que se les incomodara. El había recordado su invitación a quedarse… Doña Eliabel se regocijó. En ninguna parte de la ciudad, dijo, hallaría tales comodidades ni compañía. Guccio requirió su equipaje, que venía sobre el caballo del criado.
—Traigo en él —dijo— algunas telas que espero os han de agradar y algunos adornos… En cuanto a Pedro y Juan, tengo para ellos dos halcones adiestrados, que les harán cobrar más piezas si es posible.
Las telas, los adornos y los halcones deslumbraron a la familia y fueron recibidos con gritos de gratitud. Pedro y Juan, con los vestidos oliendo, como siempre, a tierra, a caballo y a caza hicieron mil preguntas a Guccio. Surgido milagrosamente ahora, cuando se preparaban para el largo aburrimiento de los malos meses, les pareció más digno de afecto que su primera visita. Se hubiera dicho que lo conocían desde siempre.
—¿Y qué es de nuestro amigo, el preboste de Portefruit? —preguntó Guccio.
—Pues sigue robando todo lo que puede, pero no en nuestra casa, gracias a Dios… y a vos.
María se deslizaba por la habitación, inclinando el busto delante del fuego que atizaba o poniendo paja fresca en el lecho con cortinas donde dormían sus hermanos. No hablaba, pero no le quitaba los ojos de encima a Guccio. En el instante en que se encontraron solos, éste la cogió suavemente de los brazos y la trajo hacia sí.
—¿No hay nada en mis ojos que os recuerde la dicha? —dijo, copinado la frase de un relato de caballería que había leído recientemente.
—¡Oh, sí,
messire
! —respondió María con voz temblorosa—. Nunca cesé de veros aquí, por lejos que estuvieseis. No he olvidado nada.
Guccio biscó una excusa que justificase su ausencia de seis meses sin enviar mensaje alguno. Pero con gran sorpresa de su parte, en lugar de hacerle un reproche, María le agradeció que hubiera vuelto antes de lo que esperaba.
—Dijisteis que vendríais al cabo de un año por los intereses. No os esperaba antes. Pero aunque no hubierais venido os habría aguardado toda la vida.
Guccio se había llevado de Crassay el pesar de una aventura inacabada en la cual, para ser franco, poco había pensado durante todos aquellos meses. Ahora encontraba un amor deslumbrante, maravilloso, que había crecido, semejante a una planta, a lo largo de la primavera y del verano. “Tengo suerte —se dijo—, podía haberme olvidado, haberse casado…”
Los hombres propensos a la infidelidad, por fatuos que parezcan, son realmente modestos en el amor, porque juzgan a los demás por sí mismos. Guccio se admiraba de haber inspirado un sentimiento tan pujante y raro, habiéndola tratado tan poco.
—María, tampoco he dejado de teneros presente y nada me desligó de vos —dijo con todo el entusiasmo necesario para ocultar tan gran mentira.
Estaban uno frente al otro, igualmente conmovidos, igualmente confundidos en sus palabras y gestos.
— María —dijo Guccio—, no he venido por la factoría no por crédito alguno. A vos no quiero ni puedo ocultaros nada; sería ofender el amor que nos une. El secreto que voy a confiaros atañe a la vida de muchas personas y a la mía propia… Mi tío y amigos poderosos me han encargado ocultar, en lugar seguro, escritos importantes para el reino y para su propia seguridad. A esta hora probablemente los arqueros han salido a buscarme.