Soñaba sólo con brujerías, aquelarres y hostias profanadas. La calle de los Borboneses era su apropiado lugar. Beatriz lo colocó en casa de Engelberto que lo alojaba, lo alimentaba y, sobre todo, le proporcionaba una coartada ante el preboste. Así, Everardo, en su seboso antro, se creía verdadera encarnación de poderes satánicos, y se entregaba a esperanzas de venganza y visiones de lujuria.
Sin el tic nervioso que frecuentemente le deformaba bruscamente la cara, no hubiera estado desprovisto de cierto rudo atractivo. Su mirada tenía ardor y brillantez. Mientras recorría febrilmente con sus manos el cuerpo de Beatriz, complaciente siempre, ésta dijo:
—Debes estar contento. El Papa ha muerto.
—Sí… Sí… —dijo Everardo con alegría salvaje en la mirada—. Sus físicos le hicieron comer esmeraldas trituradas. ¡Buen revientatripas! Quienes quiera que sean, esos médicos cuentan con mi amistad. Comienza a cumplirse la maldición del gran maestre. Ya ha caído uno. La mano de Dios golpea rápidamente, cuando ayuda la mano del hombre.
—Y también la del diablo —dijo ella, sonriendo.
No parecía darse cuenta de que él le había levantado la falda. Los dedos barnizados de cera del ex Templario acariciaban un hermoso muslo firme, terso, cálido.
—¿Quieres ayudar a dar otro golpe? —prosiguió diciendo ella.
—¿A quién?
—A tu peor enemigo… al hombre a quien debes tu cojera.
—Nogaret… —murmuró Everardo.
Retrocedió un poco y la contracción deformó tres veces su rostro.
Ella se acercó entonces.
—Puedes vengarte si lo deseas —dijo—. ¿Acaso no es aquí donde se provee de luz? ¿No le vendéis las velas?
—Sí —dijo él.
—¿Cómo están hechas?
—Son candelas muy largas, de cera blanca con mechas que reciben un tratamiento especial para que despidan poco humo. También utiliza para su palacio largos cirios amarillos que llaman de legista. Estos los emplea solamente cuando dedica la noche a escribir. Quema dos docenas por semana.
—¿Estás seguro?
—Su portero viene a buscarlas por gruesas —y señaló un estante—; mira, su próxima provisión está ya lista, y la de Marigny al lado, y la de Millard, secretario del rey. Con ellas alumbran los crímenes que fabrica su mente. ¡Ojalá pudiera escupirles encima el veneno del diablo!
Beatriz seguia sonriendo.
—Puedo procurártelo —dijo—. Conozco el medio de envenenar una bujía.
—¿Es posible? —preguntó Everardo.
—Quien durante una hora respira su llama no vuelve a ver otra sino la del infierno. Es un veneno que no deja rastro y no tiene remedio.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Ah… eso! —dijo Beatriz, moviendo los hombros y entornando los párpados como si coqueteara—. Es un polvo que basta con mezclarlo a la cera…
—¿Y por qué deseas tú que Nogaret…? —preguntó Everardo.
Contoneándose con coquetería, ella respondió:
—Quizá, porque además de ti, hay otras gentes que también quieren vengarse. Nada arriesgas.
Everardo reflexionó un instante. Su mirada se volvió más aguda, más reluciente.
—En tal caso, apresurémonos —dijo, atropellándose al hablar—. Es posible que deba marcharme muy pronto. Sobre todo, no lo repitas… pero el sobrino del gran maestre,
messire
Juan de Lonnwy, ha comenzado a reunirnos. También él juró vengar la muerte de
messire
de Molay. No hemos muerto todos, a pesar del perro de Nogaret. Días pasados recibí la visita de uno de mis antiguos hermanos, Juan del Pré, quien me avisó que estuviera preparado para ir a Langres. Sería hermosa cosa llevar al señor de Longwy como presente el alma de Nogaret… ¿Cuándo podría tener esos polvos?
—Aquí están —dijo calmosamente Beatriz, abriendo su escarcela.
Tendió a Everardo un saquito que contenía dos sustancias mal mezcladas, una gris, cristalina, y la otra blancuzca.
—Esto es ceniza —dijo Everardo señalando el polvillo gris.
—Sí —respondió Beatriz—, la ceniza de la lengua de un hombre asesinado por Nogaret… La puse a secar en un horno a medianoche. Es para atraer al diablo. Esto es serpiente de Faraón
(Este veneno debía de ser el sulfacianuro de mercurio. Dicha sal se produce, por combustión, el ácido sulfúrico, vapores mercuriales y compuestos cianhídricos que pueden provocar una intoxicación a la vez cianhídrica y mercurial.
Casi todos los venenos de la Edad Media tenían como base el mercurio, substancia preferida por los alquimistas.
El hombre de “
Serpiente de Faraón
” designó, más tarde, un juguete de niño en cuya composición entraba dicha sal.)
—dijo, indicando el polvillo blanco—. Sólo mata al arder.
—¿Y dices que poniendo estos polvos en una candela…?
Beatriz bajó la cabeza, asegurándolo. Everardo dudó un momento, su mirada iba des saquito a Beatriz.
—Pero es preciso que se haga delante de mí —dijo ella.
El antiguo Templario fue en busca del hornillo, y atizó los carbones. Luego sacó una de las bujías preparadas para el guardasellos, la puso en un molde u la hizo ablandar. Por último practicó una hendidura en la mitad, a lo largo de la bujía y derramó en su interior el contenido del saquito.
La joven mascullaba a su alrededor palabras de conjuro, en las que se oyó tres veces el nombre de Guillermo. Luego, el molde fue puesto al fuego, y después, en un cubo lleno de agua para enfriar la bujía.
La candela, rehecha, no presentaba signo alguno de la operación.
—Para un hombre habituado al manejo de la espada no es mal trabajo —dijo Everardo con semblante cruel, contento de sí mismo.
Y repuso la candela en el lugar de donde la había sacado, diciendo:
—Esperamos que sea buena mensajera de la eternidad.
La bujía envenenada, en medio del paquete, sin que nada la diferenciara de las otras, era algo semejante al premio mayor de una macabra lotería. ¿Qué día la sacaría de allí el criado encargado de reponer las velas en los candelabros del guardasellos real? Beatriz sonrió levemente, pero ya Everardo retornaba a su lado y la rodeaba con sus brazos.
—Puede que sea la última vez que nos veamos.
—Tal vez sí… tal vez no… —respondió ella.
Él la llevó hacia el camastro.
—¿Cómo hacías para conservarte casto cuando eras Templario? —preguntó Beatriz.
—Nunca pude conseguirlo —respondió él con voz sorda.
Entonces la hermosa Beatriz levantó los ojos a las vigas de las que pendían cirios de iglesia, y se dejó dominar por la sensación de que el diablo la poseía.
Por otra parte, ¿acaso Everardo no era cojo?
Todas las noches,
messire
de Nogaret, legista, caballero y guardasellos, trabajaba hasta muy tarde en su gabinete, como lo había hecho durante toda su vida. Y todas las mañanas. La condesa de Artois se enteraba de que su enemigo había sido visto en perfecta salud, al parecer, dirigiéndose a buen paso, con las carpetas bajo el brazo, al palacio del rey. La condesa miraba entonces duramente a su doncella de compañía.
—Tened paciencia, señora… es una gruesa, son doce docenas… A razón de dos por semana…
Pero la paciencia no era la característica de Mahaut, que empezó a desconfiar de los poderes mortíferos de la serpiente de Faraón. Además, a saber si la candela envenenada había llegado a su destino, o si había sido cambiada por error, o si el criado la había dejado caer y se había roto precisamente aquella. Para tener seguridad, debería haberla puesto ella misma en el candelabro.
—La lengua no se puede equivocar, señora —aseguraba Beatriz.
Mahaut creía poco en brujerías.
—Costosos manejos y pobres resultados. Por de pronto, un buen veneno —refunfuñaba— se administra por la boca y no por el humo.
Pero con todo, cuando Beatriz le llevaba cada noche el candelero, no dejaba de preguntarle con su poco de inquietud:
—¿No serán las candelas del legista?
—¡No, señora, no! —respondía Beatriz.
Pero una mañana de mayo, Nogaret, en contra de lo que le era habitual, llegó tarde al consejo. Entró en la sala cuando el rey ya estaba sentado.
Nogaret, inclinándose profundamente ofreció sus excusas. Le sobrevino un vértigo y tuvo que agarrarse a la mesa.
La cuestión más urgente era la elección del Papa. La sede pontificia estaba vacante, hacía ya cuatro semanas y los cardenales, reunidos en cónclave en Carpentras según las últimas instrucciones de Clemente V estaban librando una batalla que parecía no tener fin.
Todos conocían la posición y el pensamiento del rey: quería que el papado permaneciera en Aviñón, donde él lo había puesto, lo más cerca posible de su mano; quería, si era posible, que el Papa fuera francés; quería que la enorme organización política representada por la Iglesia no actuara contra el reino de Francia, como a menudo había hecho.
Los veintitrés cardenales reunidos en Carpentras, procedentes de todas partes, de Italia, de Francia, de España, de Sicilia y de Alemania, estaban divididos en tantos partidos como capelos.
Las disputas teológicas, las rivalidades de intereses, los rencores familiares alimentaban sus luchas. Sobre todo, entre los cardenales italianos, los Caetani, los Colonna y los Orsini, existían odios inextinguibles.
—Los ocho cardenales italianos —dijo Marigny— sólo están de acuerdo en un punto: llevar el papado de retorno a Roma. Por fortuna, no sse entienden respecto al candidato.
—Pueden entenderse, con el tiempo —observó monseñor de Valois.
—Por eso no hay que dárselo —replicó Marigny.
En este momento, Nogaret sintió una náusea que pesaba sobre su estómago y estorbaba su respiración. Quiso enderezarse en el sitial donde se acurrucaba y tuvo que hacer esfuerzos para gobernar sus músculos. Luego, desapareció la fatiga, respiró hondamente y se enjugó la frente.
—Roma es la ciudad del Papa para todos los cristianos —dijo Carlos de Valois—. El centro del mundo está en Roma.
—Lo cual conviene a los italianos, sin duda, pero no al rey de Francia —dijo Marigny.
—De todos modos, no podéis cambiar la obra de los siglos,
messire
Engurerrando, ni impedir que el trono de san Pedro esté en el lugar donde fue establecido.
—Pero cuando el Papa quiere establecerse en Roma, no puede permanecer allí —exclamó Marigny—. Se ve obligado a huir ante las facciones que desgarran la ciudad y a refugiarse en algúncastillo bajo la protección de tropas que no le pertenecen. Se halla mucho mejor defendido por nuestra fortaleza de Villenueve, al otro lado del Ródano.
—El Papa permanecerá en su residencia de Avoñón —dijo el rey.
—Conozco a Francesco Caetani —replicó Carlos de Valois—. Es hombre de gran saber y de grandes méritos y puedo ejercer gran influencia sobre él.
—No quiero a ese Caetani —dijo el rey—. Pertenece a la familia de Bonifacio y volverá a los errores de la bula “Unam Saanctam”.
(Felipe el Hermoso puede ser considerado como el primer rey galiciano.
Bonifacio VIII, por la bula ‘Unam Sanctam’, había declarado que ‘toda criatura está sometida al Pontífice Romano y que dicha sumisión es indispensable para su salvación’.
Felipe el Hermoso luchó constantemente por la independencia del poder civil en lo temporal. Por el contrario, su hermano Carlos de Valois erra decididamente ultramontano.)
Felipe de Poitiers, inclinando su largo busto, indicó que aprobaba plenamente a su padre.
—En ese asunto —dijo—hay suficientes intrigas como para que se aniquilen entre sí. A nosotros toca ser los más tenaces y firmas.
Tras un breve silencio, Felipe el Hermoso se volvió hacia Nogaret. Este, muy pálido, respiraba dificultosamente.
—¿Vuestro consejo, Nogaret? —dijo el rey.
—Sí,
sire
—dijo el guardasellos, haciendo un esfuerzo.
Se pasó la mano temblorosa por la frente.
—Dispensadme —dijo—, pero este espantoso calor…
—Pero si no hace calor… —dijo Hugo de Bouville.
Haciendo un gran esfuerzo, Nogaret afirmó con voz lejana:
—Por el interés del reino y de la fe se impone actuar en este sentido.
Y se calló; nadie pudo comprender por qué había sido tan breve, y tan vago.
—¿Vuestro consejo, Marigny?
—Propongo que, con el pretexto de traer los restos mortales del Papa a Guyena según su voluntad, se demuestre al cónclave la necesidad de acabar pronto.
Messire
de Nogaret podría encargarse de la piadosa misión, asistido de los poderes necesarios, así como de una buena escolta armada, como es conveniente. La escolta garantizará los poderes.
Carlos de Valois volvió la cabeza; desaprobaba ese alarde de fuerza.
—Y a todo esto, ¿se apresurará mi anulación? —preguntó Luis de Navarra.
—Luis, callaos —dijo el rey—. Para eso trabajamos también.
—Sí,
sire
—dijo Nogaret, sin darse cuenta de que había hablado.
Su voz sonaba grave y ronca. Sentía una gran perturbación en la mente y ante sus ojos las cosas empezaron a deformarse. La bóveda de la sala le pareció tan alta como la Sainte-Chapelle. Luego se acercó hasta volverse tan bajo como las de los sótanos donde tenía por costumbre interrogar a los prisioneros.
—¿Qué sucede? —preguntó, tratando de desabrochar su sobrevesta.
Se había doblado, con las rodillas contra el vientre, la cabeza gacha y las manos crispadas sobre el pecho. El rey se puso en pie, y todos los presentes. Nogaret lanzó un grito ahogado y se desplomó, vomitando.
Hugo de Baubille, el chambelán, lo condujo a su palacio, donde los visitaron los médicos reales.
Estos celebraron una larga consulta. Nada fue revelado de su informe al soberano. Pero pronto en la corte y en toda la ciudad de habló de una enfermedad desconocida. ¿Veneno? Se aseguraba que habían sido ensayados los más poderosos antídotos.
Aquel día los asuntos del reino quedaron en suspenso.
Cuando la condesa Mahaut se enteró de lo sucedido, se limitó a decir: “La está pagando”, y se sentó a la mesa. Pero prometió a Beatriz un equipo completo, es decir las seis piezas: camisa, ropa de abajo, ropa de encima, sobrevesta, capa y manto, todo de la más fina tela, y además una hermosa bolsa para la cintura, si moría Nogaret.
Nogaret, efectivamente, estaba pagando. Hacía horas ya que no reconocía a nadie. Estaba en la cama, sacudido por espasmos y escupía sangre. Al principio había tratado de permanecer inclinado sobre un recipiente. Ahora ya no tenía fuerzas, y la sangre le corría por la boca sobre un paño grueso y doblado que un criado le cambiaba de vez en cuando.