Hilley fue el primero en vomitar y Boggs no tardó mucho en imitarle.
—Intrigante —afirmó Quill—. ¿No le parece?
«Dios todopoderoso», pensó Hawkwood asintiendo con desgana y mirando fijamente el horrendo espectáculo que tenía ante sí. Intentó taparse la nariz para evitar el olor, pero era imposible.
Quill utilizó el escalpelo como puntero.
—Como puede ver, en los dos cadáveres se han practicado incisiones para acceder a los órganos internos, algunos de los cuales han sido extraídos.
—¿Órganos? —preguntó Hawkwood.
—Bazos, riñones… —empezó a enumerar Quill, interrumpiéndose para dirigirle una mirada—. ¿No querrá la lista completa?
—No —admitió Hawkwood.
—Es curioso pero muchos de ellos tienen relación con el aparato digestivo —musitó Quill.
—¿Tiene alguna importancia? —inquirió Hawkwood.
—No tengo ni idea —replicó con jovialidad Quill añadiendo acto seguido—: Como puede ver, también han tomado varios trozos de piel de la frente, mejillas, antebrazos y muslos, así como de las pantorrillas y la espalda —el cirujano se dio la vuelta—. Me va a preguntar si se trata de la misma persona ¿no es cierto?
—¿Lo era?
El cirujano bajó la vista hacia los cuerpos y frunció el ceño.
—La verdad es que la similitud es asombrosa; sobre todo en lo que se refiere a las extirpaciones faciales. Indiscutiblemente quienquiera que sea el que ha empleado el chuchillo sobre estas pobres mujeres, lo ha hecho con el mismo grado de precisión del que le arrancó la piel del rostro al cuerpo que examiné antes.
—¿Se refiere a que poseía conocimientos médicos? —sugirió Hawkwood.
—Casi con toda certeza.
—¿Un cirujano?
—Es muy probable. De no ser así, tiene que ser una persona con un conocimiento de anatomía muy preciso. También puedo decirle que las intervenciones no se realizaron sólo
post mortem
sino también tras el enterramiento. ¿Tengo entendido que los encontraron a las puertas de Saint Bartholomew?
Hawkwood asintió.
El cirujano frunció los labios.
—No es nada inusual.
Quill no se equivocaba. Las tres canastas de enea que estaban tras la cancela del hospital lo atestiguaban. No se las había dejado olvidadas un camillero de hospital despistado. Las habían colocado allí deliberadamente, para conveniencia de los resucitadores. La mayoría de las bandas estaban compinchadas con el personal de los hospitales —camilleros o ayudantes de las salas de disección que trabajaban bajo las órdenes de los cirujanos—, y las cestas facilitaban el transporte de los cuerpos a los alzamuertos, sobre todo cuando tenían que entregar a sus clientes la mercancía por partidas múltiples.
El cirujano contempló los restos y frunció el ceño.
—Aunque he de confesar que no es frecuente que los cuerpos estén en este estado
antes
de la entrega. También es interesante que las dentaduras sigan intactas —Quill insertó la hoja del escalpelo entre los labios del cadáver más próximo, abriéndole la boca—. ¿Lo ve?
—Me basta con su palabra —dijo Hawkwood.
—¿Y los hospitales niegan tener conocimiento alguno de ello?
Hawkwood asintió. Aunque sospechó que si los hombres de la patrulla nocturna hubieran llegado diez minutos más tarde, los cuerpos estarían dentro de una de las canastas y ahora irían camino de la sala de disecciones. Era improbable que el hospital pusiese pegas al estado de los cadáveres. Los hospitales estaban tan faltos de especímenes que probablemente los hubieran aceptado sin hacer preguntas. Los ladrones habían tenido la mala suerte de haber sido avistados antes de la recogida de los cuerpos. Ni siquiera habían tenido tiempo de meterlos en una canasta. Aun así, el hallazgo hubiera pasado desapercibido si los guardias hubieran ignorado lo que habían visto y optado por buscar otro sitio en el que echarse un trago y fumar. Y eso es probablemente lo que habrían hecho, si no se hubieran supuesto inmediatamente que se trataba de las víctimas de un cruel asesinato, y no de una práctica médica ilícita. Mientras Hilley aguardaba junto a los cuerpos, su compañero había dado aviso a Bow Street. Fueron precisamente los informes y las descripciones de las espantosas lesiones proporcionadas por los dos guardias lo que despertó el interés de Hawkwood. Se quedó mirando la carne grisácea sin vida.
—Parece perplejo, agente Hawkwood —dijo Quill.
—Lo estoy —dijo Hawkwood—. Me estaba preguntando cómo podría haber hecho esto un hombre muerto y por qué.
La expresión de James Read era de total incredulidad.
—¿Qué me está diciendo exactamente, Hawkwood? ¿Que espera que me crea que el individuo que profanó los cadáveres de las mujeres y la persona que asesinó y mutiló al reverendo Tombs son la misma?
—Es lo que piensa el cirujano Quill.
—¿Eso le dijo?
Hawkwood vaciló.
—No exactamente, pero comentó que era una posibilidad. A las mujeres les habían extraído fragmentos de piel en varias zonas, incluida la cara. Dijo que la persona que lo había hecho conocía bien la anatomía femenina.
Read parecía escéptico.
—Los cuerpos fueron encontrados en el exterior de un hospital. Lo lógico es que provinieran de allí.
—No. Los guardias vieron cómo se producía la entrega. En cualquier caso, los camilleros no iban a dejar los cuerpos allí en sacos y en ese estado. Los hospitales no se deshacen de cuerpos, los aceptan. Lo cierto es que no se dedican a dejar trozos de cuerpos desperdigados por ahí; son demasiado valiosos para hacer algo así. Fue Hyde. Sé que fue él.
El magistrado jefe suspiró.
—Me parece que no sabemos… más bien, no sabe usted
nada
con total seguridad. E incluso si hubiera sido Hyde, ¿por qué iba a andar por ahí descuartizando cuerpos?
—Es cirujano. Se dedica a eso.
La expresión de James Read seguía reflejando su escepticismo.
—¿Cree que él fue uno de los hombres que
dejó
los cuerpos allí?
—No lo sé. En cualquier caso, dudo que fuera él quien los desenterrara. Además debe de tener un techo que lo cobije, y necesitará un sitio donde trabajar. Lo cual significa que hay
alguien
ayudándole.
Read negó con la cabeza.
—No, lo siento, Hawkwood, no acierto a comprenderlo. Eso no son más que puras especulaciones. El coronel Hyde está muerto. Se suicidó. Usted lo vio morir.
—Lo vi saltar. No lo vi morir.
El magistrado jefe se arrellanó en su silla, juntando las yemas de los dedos.
—Y ¿qué hay de los cuerpos encontrados en la iglesia? Usted ha visitado a Quill y ha visto los restos; o ¿es que se le ha borrado completamente de la memoria?
Hawkwood negó con la cabeza. Sabía que el magistrado jefe llevaba razón, naturalmente. La idea era tan incoherente como la de cualquiera de los pacientes de Bedlam. Y sin embargo…
Algo le rondaba en lo más profundo de su mente: el recuerdo de su encuentro con el boticario Locke. Intentó recordar la conversación; era sobre el reverendo Tombs. ¿Qué era exactamente? Y entonces cayó en la cuenta. Era la razón por la que la visita del pastor había sido más tarde de lo acostumbrado. Le vinieron al pensamiento las palabras del boticario: «…había estado atendiendo asuntos parroquiales. Un entierro, creo».
Entonces una pequeña idea comenzó a cobrar cuerpo en su mente.
El magistrado jefe volvió a su escritorio.
—Necesito que me consiga algo —dijo Hawkwood.
Read levantó la vista.
—¿De qué se trata?
Hawkwood le contó su plan.
El magistrado jefe lo miró con escepticismo.
—Lo que me está pidiendo es del todo irregular. Podría incluso considerarse inmoral. ¿Con qué propósito? No estoy seguro de que pueda probar nada.
—Me quedaría más tranquilo —respondió Hawkwood.
El magistrado jefe frunció los labios.
—La tranquilidad de su conciencia no es razón suficiente para llevar a cabo un acto de tal gravedad —Read suspiró—. No obstante, por su expresión veo que está decidido a seguir adelante y que no va a dejar descansar el asunto, ¿me equivoco? —Read obsequió a Hawkwood con una mirada perspicaz—. No, ya me lo imaginaba yo. Muy bien,
haré
las diligencias oportunas, aunque no acierto a ver qué beneficio sacaremos de ello, aparte de abrir más interrogantes. ¿Algo más?
—Puede que necesite algo de ayuda.
—Eso también me lo temía —había un tono de aceptación resignada en la voz del magistrado jefe—. ¿Pensaba en alguien en particular?
—Hopkins. Me dio la impresión de ser un chico competente. Además es joven y está en buena forma.
James Read enarcó una ceja.
—¿Eso es relevante?
Hawkwood sonrió.
—Alguien
tendrá que cavar.
El fuego había hecho su trabajo.
La torre continuaba en pie al igual que el cuerpo de la iglesia, pero habían quedado completamente destruidos por las llamas. La ennegrecida y derruida cantería daba fe de lo acontecido. Esquirlas del cristal de las ventanas rotas yacían esparcidas por el suelo como si fueran cáscaras de huevo aplastadas. En el interior de la nave, dos vigas del techo calcinadas se habían desplomado de manera desordenada sobre los restos del altar y media docena de bancos carbonizados. Todos los tejidos ornamentales —los tapices, los paños del altar, los cortinajes y similares— habían quedado reducidos a jirones de trapo. La nieve caída durante la noche y que había contribuido a apagar las llamas, se había derretido por completo, dejando tras de sí una brillante ristra de gotas. En el húmedo ambiente flotaba un inquietante olor a madera quemada.
El asistente parroquial Pegg miró fijamente las ruinas. Tenía el rostro demacrado. A juzgar por la destrucción, Hawkwood dudó que quedara gran cosa de valor que rescatar, pero entonces recordó que el asistente no había perdido sólo su modo de subsistencia, sino también a su mujer.
Le había encargado a Hopkins buscar al asistente y traerlo a la iglesia. Las primeras palabras del anciano al ver a Hawkwood habían sido: «¿Cuándo me la van a devolver?»
Hawkwood había tardado un segundo en darse cuenta de que el asistente se refería a su difunta esposa. Notó que el guardia Hopkins le lanzaba una mirada de consternación por detrás del anciano.
—Todavía estamos investigando —le respondió Hawkwood diplomáticamente—. Puede tardar.
«Aunque de todas formas no creo que quiera verla —pensó— no con el aspecto que tiene en estos momentos».
El anciano aceptó la noticia con filosofía encogiéndose de hombros.
—Aunque a veces era una verdadera arpía, habrá que enterrarla de todas maneras.
Se produjo un incómodo silencio.
—Hubo
un entierro… —anunció Hawkwood rompiendo el silencio—. Un hombre, quizá de mediana edad. Lo enterraron hace unos días; probablemente a última hora de la tarde o por la noche. Habría sido el último funeral del reverendo Tombs.
El asistente parroquial levantó la vista, arrugando la frente ante el cambio de tema.
—Efectivamente. Un tal Foley —después frunció el ceño extrañado—. ¿Por qué lo pregunta?
Hawkwood señaló a Hopkins con el pulgar.
—Porque él lo va a desenterrar.
El asistente se quedó boquiabierto. El propio Hopkins parecía desconcertado, a pesar de que sabía qué esperar.
—¿No estará hablando en serio? No puedo permitirle hacerlo. No es… —el asistente buscó la palabra adecuada—…legal. ¿No?
—Tengo un documento firmado por un magistrado de Bow Street que dice que sí lo es —replicó Hawkwood.
Hawkwood se preguntó por qué Hopkins no había avisado previamente al anciano, y entonces se le ocurrió que el guardia habría optado por ir a lo seguro, eximiéndose de toda responsabilidad y dejando que fuera Hawkwood el que le diera la noticia. Al menos demostraba que el guardia Hopkins pensaba por sí mismo.
El asistente miró distraídamente a su alrededor y al que antaño había sido su lugar de trabajo. Parecía un hombre que estuviese hundiéndose poco a poco aún siendo plenamente consciente de su incapacidad para evitarlo. Cuando habló, su voz era apenas un tenue murmullo.
—Sigue sin parecerme bien —replicó encorvando sus estrechos hombros en señal de derrota.
—¿Por qué no nos muestra la tumba? —preguntó Hawkwood—, Necesitaremos una pala y un par de linternas.
—¿Linternas? —El asistente pareció vacilar—. Estamos a plena luz del día.
—Limítese a conseguirlas —ordenó Hawkwood.
El cementerio estaba junto a la iglesia. La tumba estaba retirada, en uno de los lados, cerca de un montículo y del tocón de lo que parecía ser un roble muerto hacía mucho. No tenía lápida, sólo una pequeña cruz de madera sobre la que habían tallado el nombre del difunto con una letra no excesivamente elegante.
—La cruz es temporal —explicó Pegg—. Los canteros siguen trabajando en la inscripción de la lápida.
El joven guardia miró primero a la pala y después a Hawkwood antes de pasar a concentrarse en la tarea que tenía ante sí. Cuando Hawkwood le había informado de la misión, el guardia Hopkins se había mostrado curioso, y luego extrañamente ilusionado ante la perspectiva. Pero ahora, viéndose ante la inminente exhumación de un cadáver, su entusiasmo se transformó de repente en una creciente sensación de inquietud.
—Mírelo por el lado bueno, guardia —le sugirió Hawkwood—, podría ser peor. Podría estar lloviendo.
Hopkins no parecía ni contento ni convencido.
—¿Sabe para que sirve una pala, guardia? El extremo más ancho se utiliza para mover tierra de un sitio a otro. Es fácil una vez que se le coge el tranquillo.
El guardia se sonrojó.
—Pues le queda una buena faena —dijo apesadumbrado el asistente Pegg. Como enfatizando la validez de su observación, éste remató su comentario aclarándose la garganta y expectorando el esputo de moco resultante contra el flanco de la lápida de una tumba cercana— a éste lo enterramos bien hondo.
Al oír las palabras del asistente, el ánimo del guardia decayó aún más. Pero entonces se acordó de que Hawkwood lo había hecho llamar específicamente a él, con su nombre y apellidos, lo que, al menos, significaba que el
runner
de cara implacable no le consideraba un completo patán; a menos, claro está, que no hubiera nadie más disponible. Esta podría ser la oportunidad que llevaba tiempo esperando, la oportunidad de demostrar que estaba listo para un ascenso. ¿Cómo era el dicho sobre dientes y caballos regalados?