Hawkwood había sido afortunado. Gracias a cartas de referencias y recomendaciones, si bien no del todo convencionales, había conseguido empleo y un techo, algo por lo que se sentía agradecido. De no ser así, en lugar de compartir una cama caliente con Maddie Teague, aún seguiría aterido de frío ante un fuego de campamento guerrillero en el interior de alguna cueva bloqueada por la nieve allá por montañas españolas.
Por ello, el fuego de la chimenea suponía un bien sumamente apreciado para Hawkwood, el cual murmuró una silenciosa oración de gratitud por la consideración de Maddie. Ya no le llegaba el sonido de la lluvia, aunque el continuo goteo que seguía cayendo desde los canalones sobre el alféizar de la ventana, sonaba como el lento tictac de un reloj de repisa de chimenea.
Observó que la chica, Daisy, incluso le había preparado una jarra de agua caliente para lavarse. Era un gesto de amabilidad y tomó nota mentalmente para agradecérselo. Estaba secándose cuando oyó que tocaban a la puerta. Hawkwood se echó la camisa por encima y fue a ver quién era.
—¿Le apetecería al caballero que le calentaran la cama? —preguntó Maddie Teague. Sus ojos chispeaban a la luz de la vela del candelabro de pared en el rellano.
—¿Con qué? —preguntó Hawkwood, echando una ojeada a los vasos y la botella de brandy que Maddie portaba en una bandeja. Alzó la vista para mirarla a la cara y esperó.
Maddie sonrió. Levantando una mano, apagó la llama entre el índice y el pulgar, y entró en la habitación, pasando por delante de él.
—Conmigo —respondió.
Fue después, mientras yacían desnudos bajo una manta para mantener el frío a raya, cuando le contó su visita al Perro y el ataque en el puente. La explicación había surgido a consecuencia de la pregunta de Maddie sobre las manchas de su abrigo, que a él le habían pasado inadvertidas en la oscuridad. Había sangre en la costura del dobladillo; probablemente del hombre al que Hawkwood le había destrozado la nariz con la cachiporra. De qué poco me han servido mis dotes de observación, había pensado Hawkwood.
—Si no eran asaltantes —especuló Maddie—, ¿quién crees que pudo haberlos enviado?
—No lo sé —respondió Hawkwood.
—¿Crees que mandarán a alguien para que lo intente otra vez?
—Puede ser.
—¿Qué vas a hacer?
—Eso tampoco lo sé —replicó Hawkwood—. No hasta que suceda.
—¿Pero te encargarás de ellos?
—Sí.
—Pareces muy seguro.
—Es que lo estoy —sentenció Hawkwood—. Es lo que se me da bien.
La miró. Maddie apartó la cara rápidamente.
—Tengo que irme —anunció—. Tengo desayunos que preparar. Si dejo a esas chicas solas cinco minutos, sólo Dios sabe la que pueden liar.
—Maddie… —dijo Hawkwood.
Ella contestó con una negación de cabeza y se levantó de la cama. Sin darse la vuelta, dijo:
—La próxima vez podría ser alguien mejor.
—Entonces tendré cuidado.
Hawkwood contempló cómo se vestía. No estaba seguro de qué era más seductor, si Maddie cuando se desvestía, o cuando se vestía. Sus movimientos transmitían una elegancia natural que no dejaba de maravillarle, independientemente de lo que estuviera haciendo en el momento.
Ella notó que la estaba contemplando, se dio la vuelta y se pasó la mano por la mejilla.
—¿Qué?
Hawkwood no dijo nada. La miró y negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.
Maddie regresó a la cama y se sentó en ella, con semblante serio.
—Dijiste que pensabas que el segundo hombre te había atacado después de anunciarle que eras agente de policía porque no te había creído.
—Es posible —respondió Hawkwood encogiéndose de hombros—. En ese momento no lo pensé. Se me ocurrió mientras hablábamos.
—Bueno, quizá deberías volver a pensarlo.
Hawkwood la observó. Los ojos verde esmeralda de Maddie le devolvieron la mirada, escrutando su rostro.
—¿No se te ha llegado a ocurrir que, si no eran asaltantes y alguien los contrató para atacarte, la razón por la que ese individuo intentó matarte después de que te identificaras era porque tenía más miedo de la persona que lo enviaba que de ti?
Dicho esto, Maddie se puso en pie y, recogiéndose a la nuca la indómita melena con un pasador, salió de la habitación sin volver a mirar atrás. Aunque lo hizo con elegancia.
En el sótano reinaba la penumbra y un frío comparable al de una caverna. La que fuera la antigua cripta de una iglesia, estaba ubicada bajo un anexo del hospital Christ, en un callejón que desembocaba en Newgate Street. Por su proximidad a los hospitales Christ y Saint Bartholomew, pero sobre todo debido a que sus macizas puertas la hacían inexpugnable a las bandas de resucitadores, las autoridades llevaban varios años usándola como morgue.
El suelo de losas de piedra era irregular y estaba cubierto de una arenilla de residuos negruzcos. Hawkwood supuso que la mayor parte de las manchas del suelo eran sangre coagulada, acumulada desde Dios sabía cuándo. En cuanto al resto, intentó no imaginárselo. Estaba más que acostumbrado al olor nauseabundo y dulzón de la muerte, con todo, en aquel espacio cerrado, el olor entre fruta podrida y carne putrefacta de los fluidos corporales y la carne en descomposición era sofocante. Recorriendo con la vista el contenido del sótano, concluyó que había visto hospitales de campaña más limpios.
Con su bajo techo abovedado, sus bastos muros de ladrillo y su círculo de nichos oscuros, la única diferencia entre la antigua función de la cripta y la actual era el estado de sus ocupantes.
Adosados horizontalmente a las paredes de los nichos, había anaqueles. Antiguamente, habían contenido ataúdes. Ahora era el lugar donde yacían los cadáveres en espera de ser examinados o enterrados. La cripta se había convertido en una sala de espera para difuntos; un depósito de cadáveres.
El espacio más amplio, situado en el centro, se utilizaba como sala de exploraciones y de disección. En medio de la habitación, había cuatro mesas de madera. Sobre cada una de ellas yacía un cuerpo cubierto por una tosca sábana. Las sábanas estaban mugrientas y acartonadas por la sangre seca, al igual que el delantal del cirujano, el cual, ante la llegada de Hawkwood, no se molestó siquiera en apartar los ojos de su tarea, limitándose simplemente a ordenarle con brusquedad que cerrara la puerta.
Hawkwood hizo lo que se le pedía.
El hombre del delantal siguió sin levantar la mirada; continuó explorando el cuerpo que tenía ante sí.
—Buen hombre. ¿Usted es…?
Hawkwood se lo dijo.
—¡Ah, sí!, Hawkwood. ¡Pase! Enseguida estoy con usted. Me llamo Quill, por cierto. Parece algo extrañado. ¿Esperaba quizá a otra persona? Me temo que mi antecesor tiene gota. Tendrá que conformarse conmigo.
Tras decir eso, el hombre alzó por fin la cabeza.
Hawkwood se quedó mirando a aquel hombre, cuya estatura sugería que podría irle más regentar una atracción de boxeo en una feria rural que manejar un bisturí de cirujano. Su cabeza alargada y completamente afeitada, brillaba por el sudor; mientras que su gorro manchado de sangre recordaba más bien a los de un matadero de Smithfield.
Era cierto que Hawkwood se había esperado a otra persona. Al cirujano de costumbre, McGregor, un hombre corpulento, vanidoso y dominante a quien no agradaba tratar con subordinados —categoría entre la que se encontraban los
runners—,
así pues, no es que Hawkwood hubiera estado esperando el encuentro con impaciencia. Ver esta nueva cara era como un soplo de aire fresco, lo que, dadas las circunstancias, era un bien algo escaso.
El cirujano dejó el cuchillo, se apartó de la mesa y se secó las manos con un trapo que llevaba metido entre las cintas del delantal. Le hizo una señal con el dedo a Hawkwood para que se acercara.
—Parece que ha estado ocupado.
Quill retiró la primera sábana. Eran los restos del porteador, Doyle. En la oscuridad de la cripta, las órbitas de los ojos devorados por los cuervos conferían a los macilentos rasgos faciales la hueca apariencia de una calavera.
—Éste tuvo una muerte agónica —dijo Quill. El vaho del cirujano flotaba en el aire cual nube de vapor. Parecía indiferente al frío del sótano e insensible al hedor de los cadáveres que lo rodeaban.
Hawkwood volvió a mirar el cuerpo, acordándose de cómo lo había visto la primera vez. El paso del tiempo apenas había logrado borrar el recuerdo. Sus ojos se clavaron en la cara. Advirtió que había algo sobresaliendo de la boca abierta del cadáver. Se quedó mirándola fijamente. Parecía un renacuajo, aunque sabía que no lo era.
Siguiéndole la mirada, Quill frunció el ceño e indicó con un gruñido que se trataba de algo irrelevante.
—Purga. La produce la expansión de gases dentro del cuerpo. Lo habrá visto antes, ¿no? Los gases hacen presión en el estómago, provocando que su contenido más reciente pase al esófago y sea expulsado por la boca. No es infrecuente. Si estuviera vivo, eructaría o se tiraría un pedo. Una semana o dos más y ya no será la bilis lo que expulse, sino lo que le quede de cerebro.
Hawkwood no dijo nada. No se le ocurría una respuesta adecuada.
El cirujano frunció los labios.
—La causa de la muerte fue la rotura del cuello, que resultó en asfixia; sin embargo, me atrevería a decir que eso ya lo sabía usted —Quill no levantó la mirada, se limitó a dar unos pasos alrededor del cuerpo, pasando a levantar y examinar detenidamente las muñecas—. Interesante.
—¿El qué? —preguntó Hawkwood.
Quill levantó el brazo que sujetaba.
—Estos estigmas. Los clavos atravesaron las muñecas en vez de las palmas de la mano. Si no lo hubieran hecho así, los clavos no habrían podido contener el peso del cuerpo, que con toda probabilidad se hubiera desprendido. Uno se pregunta dónde aprenderán los asesinos el oficio. Las muñecas han sufrido un gran daño, aunque no como resultado de los clavos, por cierto.
Hawkwood le describió los esfuerzos de los dos sepultureros para bajar el cuerpo del árbol.
—¿Podría haber estado vivo cuando lo clavaron? —preguntó.
Quill no respondió de inmediato. Bajó el brazo del difunto y entonces explicó:
—Probablemente lo hicieron
post mortem.
He encontrado restos de piel en sus uñas que coinciden con las marcas de arañazos del cuello, ¿las ve aquí? —señaló el cirujano—. Pueden deberse a los intentos de arañar la cuerda, lo que indicaría que estaba vivo cuando lo subieron. Imagino que alguien pudo sujetarle por brazos y piernas mientras lo subían. Una vez en la posición correcta, le soltarían los miembros, dejando que colgara y se fuera asfixiando. El peso del cuerpo, la presión de la cuerda y la gravedad harían el resto.
—Le arrancaron los dientes y la lengua —añadió Hawkwood.
El doctor hizo una mueca de disgusto. Era la primera vez que mostraba algún signo de emoción.
—Efectivamente. Y la extracción, como habrá visto, se efectuó con brutalidad.
—Eso
no hubieran podido hacérselo mientras estaba con vida —especuló Hawkwood—, ¿cierto?
—Es improbable. Dudo que se haya prestado a abrir la boca de buen grado —Quill sonrió con tristeza—. Y es que es difícil forzar a alguien a abrir la boca en contra de su voluntad. Lo más probable es que esperaran a que estuviera muerto, entonces lo habrían bajado al suelo, ejecutado el acto y vuelto a subir; posición en la que lo habrían atravesado con clavos para mantener el cuerpo en su sitio. Un tanto retorcido, he de admitir, aunque eficaz. Como dije antes, tuvo una muerte agónica.
Hawkwood se preguntaba cuántas personas habrían hecho falta para hacerlo. Al menos cuatro, pensó: dos para sujetarle los brazos mientras ataban la cuerda, otro para agarrarle los pies, y el cuarto para que hiciera el trabajo. No era agradable imaginárselo.
El cirujano volvió a cubrir el rostro exangüe con la sábana y pasó a la mesa siguiente. Levantó la segunda sábana.
—Extraordinario —murmuró Quill, bajando la vista.
Hawkwood se preguntó si sería cosa de su imaginación, el caso es que creía haber advertido un tono de admiración en la voz del doctor.
Quill levantó la vista.
—¿Entiendo que se trata de un clérigo?
—El reverendo Tombs —dijo Hawkwood.
—Interesante nombre para un beato
[4]
—observó Quill.
Hawkwood pensó si el comentario había sido un conato de broma. No respondió.
—No presenta signos de violencia —dijo Quill—. No cabe duda de que la víctima ya estaba muerta antes de que se produjera la mutilación. Le he explorado el pecho; los pulmones estaban sanos, aunque había un pequeño encharcamiento de sangre. Sospecho que puede haber ingerido láudano, administrado posiblemente con una bebida. Tenía un ligero olor a esta sustancia alrededor de la boca. No veo ningún otro daño, aparte del obvio, por lo que deduzco que asfixiaron a la víctima una vez el narcótico hubo surtido efecto. Le arrancaron la piel del rostro una vez muerto. Es evidente que lo hicieron manos expertas —Quill levantó la vista—. Es curioso que la asfixia sea el denominador común, no obstante, dudo que se trate del mismo asesino. Supongo que los crímenes
no
están relacionados.
Hawkwood asintió. Las conclusiones de Quill confirmaban algunas de las sospechas del boticario Locke. Y lo que era más concluyente aún, indicaban que el bisturí no había sido lo único que el coronel había hurtado de la bolsa del boticario. Hawkwood se acordó de la botella de cordial que había en la mesa de la habitación de Hyde. El coronel no habría tenido que golpear a su víctima para reducirla. Había utilizado láudano mezclado con cordial. De seguro no habría hecho falta mucha cantidad para adormecer al párroco. Quizá Hyde le había ofrecido entonces su cama. Momento en el que habría utilizado la almohada.
Un paso más hacia el fin del boticario, y ni que decir tiene del párroco.
Quill bajó la mirada hacia el cadáver.
—Extraordinario —repitió.
Hawkwood había estado preparándose para el tercer y cuarto cuerpo. Aún así, nunca podría haberlo hecho del todo. Ya había visto antes los efectos del fuego sobre un cadáver, era algo inevitable en una guerra. Lo cual no significaba que la vista fuera más soportable.
Los cuerpos habían quedado reducidos a poco más que un macabro revoltijo de carne carbonizada y huesos ennegrecidos. Por la forma en que el fuego había contraído los miembros, transformando las extremidades en garras retorcidas, los cuerpos guardaban un curioso parecido con una mantis. Los cadáveres se acercaban más una especie de insecto grotesco que a algo humano.