Los hermanos trabajaban con rapidez. El encargado de la funeraria les había informado de que habían enterrado el ataúd a mayor profundidad de la acostumbrada, supuestamente como método disuasorio contra las exhumaciones, lo que significaba que habría que extraer una mayor cantidad de tierra de lo normal. Sin embargo, los hermanos Ragg se lo tomaron como un desafío personal y la excavación se convirtió en un duelo entre los dos.
Habían cerrado la tumba esa misma mañana y, pese a la brillante capa de escarcha, la tierra inmediatamente debajo de la cubierta vegetal estaba todavía suelta y sin compactar, lo cual hacía su extracción relativamente fácil.
Los hermanos Ragg cavaban como dos posesos. Palada a palada, la tierra volaba. La fosa iba agrandándose y la montaña de tierra sobre la lona aumentaba a buen ritmo. De vez en cuando, el extremo de una pala golpeaba una piedra, pero la hoja de madera apenas producía un ruido sordo y apagado. Esa era la razón por la que los ladrones de cadáveres preferían las palas de madera a las de metal. Sawney miró su reloj de bolsillo junto a la luz de la linterna. Llevaban allí diez minutos. Estaban progresando bien.
De repente, se escuchó el sonido de madera contra madera, seguido del jubiloso silbido de Samuel, cuya pala había sido la que había asestado el golpe. Los hermanos se echaron hacia atrás. Sawney levantó la linterna y alumbró la excavación, emitiendo un gruñido de satisfacción al ver que ya asomaba la cabecera del ataúd. Le hizo una seña a Maggett, que aguardaba. Cogiendo los arpilleras y los ganchos, el corpulento hombre saltó al interior de la tumba.
Desde la oscuridad, más allá de donde alcanzaba la luz, les llegó el sonido de una débil tos.
Los hombres se quedaron inmóviles, y después se agacharon. Con la velocidad de un rayo, Sawney apagó la luz de la linterna.
El sonido volvió a repetirse, esta vez más cerca. A Sawney se le erizó el vello de la nuca. Sintió cómo el corazón le latía violentamente, como si le estuvieran dando coces dentro del pecho. Miró a su alrededor, pero la neblina era ahora más densa, convirtiéndose en una sólida capa de un pie de espesor que se propagaba por el terreno como fuego de cañones, impenetrable a ojos indagadores.
Entonces, una figura surgió por un extremo del campo visual de Sawney. Avanzaba casi a ras del suelo y se aproximaba con gran rapidez. Sawney se llevó la mano a la navaja de su cinturón. A su lado, sintió a Lemuel Ragg meterse la mano en la chaqueta, extraer una navaja de carey de casi un palmo, y con destreza bien ensayada, abrir con toda rapidez una cuchilla de la finura de una oblea.
El zorro pasó sigilosamente por delante de ellos, silencioso como un espectro, dirigiéndoles una vulpina mirada de menosprecio.
Sawney soltó la respiración. Volvió a encender la linterna usando algo de yesca y una mecha impregnada de sulfuro.
—Vamos, no te quedes ahí sentado con la boca abierta, Maggsie —exclamó—. Tictac.
Maggett envolvió con las arpilleras sueltas la cabecera del ataúd ya desenterrada. El resto continuaba tapado y encajado bajo el peso de la tierra. Colocándose de pie sobre un extremo, Maggett insertó la punta de cada uno de los ganchos por la parte inferior de las telas y bajo ambos lados de la tapa del ataúd. Después, asiendo los ganchos por el mango en forma de T, tiró hacia arriba. Con la masa de Maggett y el peso de la tierra sobre el resto de la tapa haciendo de contrapeso, sólo cabía esperar un resultado: la tapa del ataúd se resquebrajó. Aunque habían puesto las telas de saco para amortiguar el ruido de la madera al romperse, se produjo un estruendo similar al disparo de una pistola en la lejanía.
Pero la banda de Sawney no se detuvo. Ahora libraban una carrera contra reloj.
Retirando los ganchos, Maggett se agachó, retiró la tapa astillada y tiró del cadáver agarrándolo por debajo de los hombros. Lamentablemente, se negaba a ceder. Los músculos de los hombros de Maggett se hincharon. Lo intentó de nuevo. Notó algo tirante dentro del ataúd. La mortaja se había quedado enganchada. Maggett maldijo con rabia, hizo un esfuerzo y tiró con más fuerza. Esta vez sus esfuerzos se vieron recompensados con el sonido de una tela rasgándose. El cadáver salió del ataúd cual mariposa nocturna surgiendo de un capullo, con los retales de mortaja aferrados a él tal que alas plegadas.
Maggett lo tendió sobre el suelo, y sin detenerse ni un instante, retiró los restos de tela rasgada y los arrojó dentro del ataúd. Los cuatro hombres contemplaron el cuerpo. Era una mujer bien proporcionada, con la cabellera oscura y enmarañada, cuya palidez espectral contrastaba con la tierra y la hierba.
—Bonitas tetas —murmuró Lemuel con admiración, inclinando a un lado la cabeza—. No me hubiera importado nada echarle un buen polvo.
Samuel soltó una risita.
—Todavía hay tiempo, Lemmy. ¿Quieres que esperemos?
Lemuel sonrió abiertamente y agarró a su hermano por el cogote.
—¡Basta! —dijo Sawney con brusquedad. Recogiendo las arpilleras del ataúd, cerró la tapa rota dándole una patada con sus botas y trepó hasta el exterior de la tumba—. Rellenadla.
Los hermanos cogieron sus palas. Sawney recogió los dos ganchos y los envolvió en la tela de saco, dejando que Maggett se ocupara del cuerpo.
Maggett se arrodilló y se sacó del bolsillo tres rollos de vendas sucias, dos cortos y uno largo. Sin dejar traslucir la menor emoción en su rostro, se centró en atar los tobillos del cadáver con uno de los rollos más cortos. El segundo más corto lo usó para las muñecas.
Maggett sacudió al cadáver, para comprobar la consistencia de la carne muerta. Desprendía un olor similar al de hojas húmedas. La muerte —producida por un ataque convulsivo, según el encargado de la funeraria— se había producido sólo un día antes. Maggett sabía que era tiempo suficiente para que cediera el rigor mortis, si bien, podía variar en algunos cadáveres. A veces desaparecía en diez horas, otras veces tardaba hasta dos días.
Maggett gruñó de satisfacción. Esto no iba a ser un problema. No tendría que romperle ninguna articulación. Inmovilizando las muñecas maniatadas entre las rodillas del cadáver, Maggett plegó las piernas hacia el pecho, atrapando los brazos. Cogiendo la última tira de vendas, envolvió con ella las piernas plegadas y el torso, apretándolas fuertemente hasta que el cadáver adquirió la apariencia de un pollo desplumado con las patas amarradas. A continuación, tras una rápida comprobación para asegurarse de que los nudos estaban bien apretados, fue a recuperar el saco. Introducir el cadáver en el mismo fue tarea fácil.
Maggett terminó de atar el saco al mismo tiempo que Lemuel Ragg arrojaba la última palada de tierra sobre la tumba. Sawney se sacó las tres bellotas del bolsillo y las puso sobre la tierra tal y como las había encontrado. Debido a la excavación, ya no quedaba carama sobre la tumba. Dicha ausencia era bien visible en comparación con el resto del terreno, pero Sawney sabía que sobre la zona de tierra removida no tardaría en formarse una nueva capa. Al despuntar el alba, todos tendrían ya el mismo aspecto. Recogió la cubierta de lona, esmerándose en sacudir los últimos gránulos de tierra y arrojarlos sobre la tumba. Luego, colocando dentro de la lona las arpilleras que envolvían los ganchos, lo enrolló todo en un fardo y se lo echó al hombro. Volvió a mirar su reloj. Habían tardado exactamente dieciséis minutos en hacer la extracción. Emitió un gruñido de satisfacción, levantó la vista hacia los otros y haciéndoles una señal con la cabeza dijo:
—Vámonos.
Los cuatro hombres se alejaron del emplazamiento de la tumba en dirección a la iglesia. Sus pisadas producían leves crujidos en la fina costra de escarcha.
Oyeron ronquidos a veinte pies de distancia. Había un pequeño cobertizo de madera abrigado por el muro de la iglesia. Las reverberaciones procedían de su interior.
—Espero no sea Sal que se ha quedado frita a mitad del trabajo —susurró Lemuel Ragg.
A Samuel se le escapó una risotada, rápidamente reprimida por la mirada amenazante que se dibujó en el rostro de Sawney.
—Te he oído —dijo Sal en voz baja. Había asomado por la puerta abierta con un chal sobre los hombros y les estaba sacando la lengua—. Descarado cabronazo.
Sawney no dijo nada, se limitó a mirar por detrás de ella hacia el interior del cobertizo. En cualquier caso, no había gran cosa que ver: una pequeña y tosca mesa de madera y un pequeño tonel puesto boca abajo a modo de silla. Sobre la mesa había una linterna, una jarra de barro y un mugriento cuadrado de muselina, sobre el cual reposaban un pedazo de queso grasiento, una manzana pocha y un mendrugo de pan seco. Sentado sobre el tonel y recostado sobre la pared, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, había un hombre que apestaba a cerveza con el rostro picado de viruela, de patillas pobladas y dientes estropeados. Sawney lanzó una mirada de desprecio al hombre que roncaba. Notó que tenía el calzón desabrochado. Acto seguido, dirigió la vista hacia un lado. Contra la pared había un mosquete oxidado con la culata apoyada en el suelo. Junto a él había un pequeño garrote y un silbato. «Así que este es el maldito vigilante», pensó. Se giró hacia Sal.
—¿Te dio algún problema?
Sal negó con la cabeza.
—Más bueno que el pan. No tardé mucho. Bastó con el grog. Ni siquiera tuve que enseñarle las tetas.
—Pero él sí que te mostró su pistola ¿verdad que sí, Sal? —Por encima del hombro de Sawney, Lemuel Ragg le lanzó una sugestiva mirada lasciva—. Y tenía el cañón largo, ¿a que sí?
—Al menos tiene una pistola, Lemmy —respondió Sal guiñando un ojo.
Lemuel enrojeció y la mandíbula se le puso rígida. Su hermano soltó una risilla.
Sawney miró a Sal y señaló con un movimiento de cabeza hacia el regazo del hombre dormido y la bragueta desabrochada.
—¿Hemos estado haciendo prácticas, no?
—No lo necesito —Sal se pasó la lengua por los dientes—; tú deberías saberlo. Más bien no me gusta perder la práctica —añadió con una sonrisa maliciosa.
Sawney sintió una punzada en la entrepierna.
—¿Me lo cepillo, Rufus?
Lemuel tenía su navaja de afeitar en la mano. Repiqueteo el filo de la hoja abierta con su pulgar.
Sawney sacudió la cabeza.
—Esta vez no. Deja que el cabrón sueñe. Cuando se despierte con los botones desabrochados, se acordará de Sal y creerá que ha tenido una noche estupenda. No sabe que hemos estado aquí. Nadie lo sabe. Mejor dejarlo así.
—Aguafiestas —masculló Ragg guardándose la cuchilla.
—Coge esto —dijo Sawney pasándole el rollo de lona—. Maggsie y yo entregaremos la mercancía. Nos vemos de vuelta en el Perro. Y tú —dijo dirigiéndose a Sal— deja las manos quietecitas.
—Sólo hasta que tú vuelvas —le contestó Sal, sacando pecho y haciendo un mohín seductor.
Lemuel le hizo una señal a su hermano que estaba meando contra la pared exterior del cobertizo para indicarle que se iban. Samuel se sacudió, se secó las manos en el calzón y se apresuró para alcanzar a los demás. Sal le lanzó un beso a Sawney y echó andar junto a los hermanos Ragg en dirección a Church Street y Seven Dials.
Sawney y Maggett los vieron partir. Maggett se colocó bien el saco sobre el hombro, acumuló una bocanada de flema y la escupió en el suelo.
—No sé por qué le permites que te hable así, Rufus. Es una falta de respeto.
Sawney esperó a que Sal y los hermanos hubieran desaparecido en la oscuridad para volverse hacia Maggett sonriente.
—Porque tiene cara de ángel y trasero de melocotón, Maggsie. Y ahora, deja de quejarte como una vieja, todavía nos queda otro mandado que hacer hoy —replicó señalando el saco con la cabeza—, y no se te ocurra dejar caer la mercancía al suelo: nuestro hombre ha pagado un buen dinero por ella, y por lo que sé de él hasta la fecha, es mejor no hacerle esperar.
No tenían que ir lejos. Y menos mal, porque dos hombres caminando en plena noche, con uno de ellos cargado con un saco extrañamente voluminoso sobre el hombro, podían atraer miradas inoportunas. Cierto era que no había mucha gente por la calle, y la poca que había seguramente andaba atareada en sus propios asuntos turbios, pero lo último que Sawney necesitaba era toparse con un miembro entusiasta del Cuerpo de Vigilancia o un guardia con ansias de dejar su impronta en los anales de la detección de crímenes. Así que se mantuvieron en la penumbra, y avanzando por el laberinto de pasajes laterales y callejones que se entrecruzaban en su trayecto, consiguieron llegar a su destino sin incidente alguno.
Los dos hombres aguardaron agazapados bajo un arco. Todo parecía en calma. Un repentino ladrido de perro proveniente de algún lugar no visible les hizo retroceder instintivamente. Pasado el momento de agitación, volvió a reinar la tranquilidad.
Con su lisa puerta de entrada y fachada descascarillada, la casa de cuatro plantas no parecía muy diferente a las que flanqueaban el resto de la sucia calle sembrada de basuras, exceptuando un rasgo inusual. Maggett se descargó el saco del hombro y miró fijamente el sombrío edificio.
—Me sigue sin parecer una escuela, Rufus —murmuró.
Maggett había dicho lo mismo la noche anterior cuando habían entregado los dos primeros cadáveres. Sawney estaba dispuesto a darle la razón, pero no encontró nada sospechoso en que una escuela de anatomía optara por no anunciar sus intenciones.
Aunque se habían probado varias alternativas, desde efigies de cera y animales a muñecos de papel maché, no había nada que pudiera reemplazar la disección de cadáveres reales en la enseñanza de anatomía. Las escuelas de los hospitales podían contar con un suministro casi constante por cortesía de los pacientes que fallecían en sus salas. De hecho, existía una creencia bien arraigada de que la mayoría de los ataúdes enviados a los cementerios de los hospitales de la capital estaban vacíos porque sus ocupantes iban a parar a las mesas de los profesores de anatomía. Sin embargo, las escuelas privadas se veían obligadas a recurrir a resucitadores para conseguir especímenes para sus mesas de disección. Y lo último que querían es que los vecinos se enterasen de que vivían al lado de un establecimiento en el que se recibían, manipulaban y desmembraban cadáveres robados.
Aunque lo del puente levadizo era curioso.
Era el único detalle que la diferenciaba de las demás casas de la calle. Estaba suspendido sobre una rampa situada a la derecha de la puerta de entrada y su anchura era algo mayor que la de un carruaje. Cuando el puente levadizo estaba bajado, se podía acceder por la rampa a las caballerizas subterráneas. Cuando estaba elevado, impedía el acceso, convirtiendo la casa en una pequeña fortaleza. El puente estaba provisto de una puerta de menor tamaño que permitía a los transeúntes acceder a la cochera subterránea.