El Resucitador (29 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—Agente Hawkwood, hay algo aquí que creo que debería ver.

Hawkwood se giró. Hopkins estaba delante del ataúd abierto, mirándolo fijamente.

—¿Señor? —exclamó el guardia de nuevo.

Su voz denotaba un nuevo tono de exigencia.

Hawkwood se le acercó. Hopkins se había inclinado sobre el ataúd y sostenía la linterna cerca del cuerpo. Estaba escudriñando algo de cerca con los ojos entrecerrados, como si no pudiera asimilar bien lo que estaba viendo. De repente se enderezó y al notar la presencia de Hawkwood a su lado, se dio la vuelta. Su rostro estaba petrificado, tal que una dura máscara amarilla. Entonces entreabrió sus labios que continuaron moviéndose en silencio, y se atragantó, como si estuviera a punto de vomitar algo que acababa de tragarse. No fue capaz de pronunciar ni una palabra. Fue la expresión de horror en los ojos del guardia lo que obligó a Hawkwood a mirar hacia abajo.

—Mírele la cara —susurró Hopkins.

Hawkwood hizo lo que le pedía.

Adherida a la frente del cráneo del cadáver, perfectamente alineada con los ojos, la nariz, las mejillas y la mandíbula, se veía lo que parecía ser una especie de visera. Era el material con el que estaba confeccionado lo que había hecho que al guardia le temblara la voz. La visera no era de metal, ni estaba hecha con tela o cuero, aunque guardaba cierta semejanza con el cuero tratado. También daba la impresión de que la difunta había padecido alguna terrible enfermedad degenerativa en la piel. Se trataba de una máscara de piel humana.

Capítulo 12

—Muy bien, Hawkwood. Me ha convencido.

El magistrado jefe se apartó de su escritorio y se acercó a la ventana con las manos entrelazadas tras la espalda.

—Aunque usted lo vio caer. Usted y otras cien personas más.

—No —dijo Hawkwood—. No lo vimos caer, lo vimos saltar. No tropezó ni perdió el equilibrio. Saltó, maldita sea. Fue un acto deliberado. Sabía lo que estaba haciendo y nos engañó a todos. Por eso oímos la campana sonar. Utilizó la cuerda para deslizarse hasta el suelo. Después descendió hasta la cripta, cerró la trampilla tras de sí, atravesó el túnel, subió hasta el depósito de cadáveres y escapó. Debió contar con un margen muy ajustado y calcularlo al milímetro, pero lo logró. Fue condenadamente inteligente.

—Y no es un hombre joven —observó Read.

—No, no lo es, aunque el boticario Locke me dijo que es un hombre de constitución atlética que hacía ejercicio regularmente para mantenerse en buena forma física.

—En otras palabras —afirmó Read en tono categórico—: se estaba preparando.

Hawkwood asintió.

—Lo planeó todo hasta el más mínimo detalle, incluido el robo del escalpelo y del láudano. El boticario dijo que Tombs visitaba asiduamente la celda del coronel. Hyde aprovechaba aquellas visitas para sonsacarle información a Tombs. Así se habría enterado de la existencia del osario y del túnel, incluso de la maldita llave de repuesto. Tombs probablemente le habría divertido con el relato de algún desgraciado que se habría quedado encerrado dentro, de ahí lo de la otra copia de la llave. El asistente parroquial miró en la casa y faltaba la segunda llave. Apostaría a que el cabrón haría incluso que, en cada visita, el pastor le hablara de los últimos entierros y planeó la fecha de su fuga para hacerla coincidir con el entierro de una persona de edad y constitución similares a la suya. Sabía que si podía simular su propia muerte y hacernos creer a todos que se había quitado la vida, dejaríamos de perseguirle. Así que esperó a que apareciera el cadáver apropiado y entonces pasó a la acción. Desenterró al pobre diablo, a lo mejor incluso lo vistió con ropa del pastor (que habría encontrado en la casa) y depositó el cuerpo en la iglesia, encendiendo después su pira funeraria. No me sorprendería que llevara puestas las prendas mortuorias de Foley cuando se fugó. Probablemente las tenía guardadas en la cripta, listas para usarlas. El brillo que vimos en su vestimenta antes de saltar habría sido de agua. Se habría empapado antes como medida de precaución. Por eso la chaqueta y el calzón que encontré estaban húmedos al tacto. No habían tenido tiempo de secarse.

—Y la esposa del asistente se habría interpuesto en su camino —añadió Read apesadumbrado.

—Probablemente ella lo sorprendió en la casa, o quizá lo vio trasladando el cuerpo. Fuera lo que fuera, tenía que matarla; era un testigo. Dios, hay que reconocer que el hombre fue concienzudo; hasta soltó citas de las sagradas escrituras y del Libro de Tito. Y es un cabrón arrogante. No pudo resistir la burla final de dejar el rostro del pastor en el ataúd de la mujer. Pero su arrogancia le hizo caer en el descuido: no cerró bien la puñetera tapa.

Read parecía pensativo.

—A propósito ¿cómo está el guardia?

—Puede que pase unas cuantas noches en vela, pero lo superará. Aunque se merece una mención de honor. Su actuación fue buena.

—Me encargaré de ello —dijo Read. El magistrado jefe se acercó a su escritorio—. ¿Sigue creyendo que Hyde es el autor de las mutilaciones?

Hawkwood asintió.

Read se quedó mirándolo fijamente durante lo que pareció un largo rato. Finalmente, el magistrado jefe suspiró.

—¿Qué piensa hacer?

—Coger al cabrón. Pero para ello necesito conocer mejor su historial.

—¿Tiene intención de volver a Bethlem?

—Es el punto de partida más lógico —convino Hawkwood.

Read parecía pensativo.

—¿Qué pasa?

—Según mis fuentes, los miembros de la junta directiva del hospital ansían ante todo evitar la difusión de información que pueda alarmar a la opinión pública.

—¿Qué demonios significa eso?

—Piensan que sería mejor para todos los concernientes que se mantengan en secreto los detalles de la fuga del coronel.

Hawkwood se puso rígido.

—¿Quiere decir que desean encubrirlo?

—Admitir que un asesino pueda fugarse premeditadamente del principal manicomio del país y formar un auténtico caos no es lo que se diría lo más propicio para conservar la confianza del público. Bethlem no es ninguna hacienda rural; está en una ciudad rodeada de un millón de habitantes que se ocupan de sus asuntos, mayoritariamente de forma legítima. Es preferible que puedan conciliar el sueño a que no puedan dormir por culpa de asesinos fugitivos que andan sueltos por ahí.

—Ese maldito lugar está plagado de asesinos sueltos —replicó Hawkwood, sin poder evitar el tono de exasperación en su voz—. Por eso contrata usted a personas como yo.

Read suspiró.

—Sabe perfectamente a lo que me refiero.

—Entonces, ¿qué van a hacer?: ¿Obligar a todo el mundo a hacer un voto de silencio? ¿Cómo van a explicar que la iglesia se incendiara? Eso ya ha salido en los periódicos.

—Se quemó una iglesia y murió un pastor. Ocurrió una tragedia.

Hawkwood miró fijamente al magistrado jefe.

—El pastor no se murió así como así, lo asesinaron. Y también a la esposa del asistente parroquial. Y el puto asesino sigue ahí,
¡suelto, en la calle!

—En lo que al público respecta, no. El asesino murió en el incendio —replicó Read.

El significado de las palabras del magistrado le golpeó de lleno.

—O sea, que el desgraciado del pastor va a cargar con la culpa.

—Un centenar de testigos oyeron su confesión y lo vieron suicidarse. Nos viene bien que continúen creyendo eso.

—Pero demasiada gente sabe lo que pasó en realidad.

—No tanta. Sólo dos miembros del personal del hospital saben la verdad: el boticario y el guardián, Leech. Se les ha persuadido para que cambien su declaración en interés del hospital. Si alguien hiciera preguntas, es al coronel a quien mataron, no a su visitante; y si circularan rumores sobre una versión distinta de los hechos, serían simplemente eso: rumores. Las otras dos personas que conocen la versión correcta se encuentran en esta habitación.

—También está Hopkins.

—¿Hopkins lo sabe?

—Lo sabe. Pensé que era justo contárselo. Aunque le advertí que si se le escapaba aunque fuera una sola palabra lo colgaría por las orejas del puente de Blackfriars. Y vaya si tiene unas orejas
bien
prominentes.

—Esperemos que le estuvieran funcionando correctamente cuando le comunicó su amenaza.

—Mantener entre nosotros que Hyde está vivo podría jugar a nuestro favor —accedió Hawkwood—. Probablemente él piensa que somos un atajo de patanes y que nos ha burlado. Y eso podría hacerle caer incluso en mayores descuidos… —Hawkwood hizo una pausa—. Si voy a seguirle la pista hasta atraparlo, puede que tenga que levantar más de una ampolla.

El magistrado jefe asintió. Un tic le recorrió la comisura de los labios.

—Me sorprendería mucho si no lo hiciera —respondió con sequedad—. Sea discreto, y por supuesto, manténgame informado.

—¿No es lo que siempre hago, señor? —añadió Hawkwood.

* * *

El hedor era igual de intenso que antes, pero al menos ya no chorreaba agua de lluvia por las paredes, lo que ya era en sí una especie de avance, supuso Hawkwood mientras subía tras el celador Leech por las escaleras principales. En contraste con la frenética actividad que había encontrado durante su última visita, el ambiente del edificio parecía extrañamente apagado. Pero la calma era transitoria. Cuando llegaron al rellano, el hechizo quedó roto por un prolongado grito, al que, como si de una señal se tratara, le contestó otra docena más. A Hawkwood le recordaron a las manadas de lobos que andaban sueltos por las montañas de España. La primera vez que había oído sus aullidos, se le había erizado el vello de la nuca. Sintió aquel familiar cosquilleo bajo el nacimiento del pelo, al tiempo que acudía a su mente un aluvión de recuerdos. Leech notó su reacción e hizo una mueca.

—El coro del diablo, lo llamamos. Bonito ¿no?

La habitación seguía tal y como la recordaba. El olor a cerrado y moho no se había disipado y todavía quedaban restos de humedad a lo largo de las cornisas y bajo los alféizares. La única diferencia es que habían encendido la chimenea, aparte de para contener el avance de la humedad, para proporcionar algo de calor y comodidad, supuso Hawkwood. El boticario Locke estaba sentado a su escritorio. Parecía igual de aprensivo que la primera vez.

—Gracias, señor Leech. Haré sonar la campanilla si le necesito.

El celador vaciló un instante y después salió de la habitación.

Locke estiró las manos.

—¡Cuánto papeleo! A veces estoy convencido de que acabaré aplastado bajo su peso.

El boticario lanzó una mirada taciturna a través de sus lentes al mar de formularios que tenía delante y se puso en pie.

—Un asunto terrible. El
Chronicle
informó que la mayor parte de la iglesia quedó destruida. ¿Es verdad eso? No he tenido ocasión de comprobarlo por mí mismo, y es que uno nunca está seguro de si las noticias de los periódicos exageran. La junta directiva solicitó un informe completo, naturalmente. Ni que decir tiene que incluiré detalles sobre mis propios… lapsus de juicio. Sólo espero que sean magnánimos en sus deliberaciones.

Locke se quitó las lentes y se sacó el pañuelo de la manga.

—Bueno, agente Hawkwood, ¿en qué puedo ayudarle?

El boticario sonrió nervioso.

Hawkwood se preguntó hasta qué punto esos nervios podían deberse al malestar del boticario con la nueva directiva de confidencialidad decretada por la susodicha junta. La actitud de Leech no parecía haber cambiado en absoluto, si bien, en su calidad de subalterno de un manicomio, probablemente estaba acostumbrado a hacer lo que se le ordenaba, aunque no le gustara. Claro que Leech no parecía ser del tipo de hombre con demasiados escrúpulos, sobre todo cuando su trabajo estaba en juego. Por el contrario, el boticario era diferente. Hawkwood intuía que Locke tenía un fuerte sentido de la integridad, y si esa observación era del todo cierta, el descontento del boticario por tener que acatar el deseo de secretismo de los miembros de la junta directiva era comprensible.

—Su suposición es correcta, doctor. Quiero ver los partes de ingreso relativos al internamiento del coronel Hyde en el hospital.

Locke asintió.

—Su visita no podía ser más oportuna, pues hace poco que los rescaté del archivo del doctor Monro. Pensé que serían útiles para mi informe. Aunque no los he leído todavía, le diré que no han salido indemnes de su hibernación. Como habrá observado, no somos inmunes a las vicisitudes de la madre naturaleza. A lo largo de los años las inundaciones han sido un enemigo persistente y el daño acumulado es considerable. Por fortuna, en lo que respecta al historial del coronel, no se ha perdido todo. Si me permite un momento; veré si puedo localizarlos. Los puse aquí, por alguna parte.

Sin esperar una respuesta, el boticario empezó a rebuscar entre sus papeles.

Finalmente, levantó un fino fajo de papeles amarillentos atados con una cinta negra.

—Sí, aquí están. Como verá, las inclemencias han dejado su huella. Aunque puede que el deterioro no sea demasiado grave —el boticario le lanzó una mirada a los delatadores manchurrones que descendían por las paredes—. Me alegraré cuando nos traslademos a nuestro nuevo edificio. Las condiciones se están volviendo bastante insufribles.

Haciendo espacio en el escritorio, Locke desató la cinta.

Hawkwood se acercó y miró por encima del hombro del boticario. Notó que el cuello de la camisa de Locke estaba bastante deshilachado, y que, sobre el mismo, y sobre la espalda de la chaqueta había pelos sueltos y blancos copos de caspa.

El boticario apartó cuidadosamente la cinta y empezó a alisar los papeles.

Los documentos parecían en efecto gravemente afectados por la lluvia y la humedad. Oscuras manchas de agua enmarcaban los extremos superiores y se extendían formando feos manchones marrones de dos o tres pulgadas por la mitad superior de cada página. Separando la primera hoja, el boticario chasqueó la lengua en señal de desaprobación mientras pasaba la yema de los dedos sobre las antiestéticas marcas.

—Este es el parte de ingreso. Están los datos personales: nombre del paciente, edad, duración de la enajenación, etcétera. Como puede ver, y si recuerda los detalles de nuestra última conversación, el coronel Hyde fue ingresado en el hospital por sufrir melancolía.

Ignorando los daños y los borrones de tinta corrida, Hawkwood recorrió la página con la vista. En la parte superior de la misma, en letra borrosa apenas legible bajo las manchas de humedad, pudo leer las palabras: «se han de hacer constar los siguientes datos para el ingreso de pacientes en el hospital Bethlem».

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