—¡Bety, voy a usar el freno de mano, la sacudida será muy violenta, agárrate! ¿Preparada?
—¡Sí!
—¡Ahora!
Enrique levantó la palanca del freno de mano; debió haber frenado con violencia cuando las cuatro ruedas quedaran simultáneamente bloqueadas, pero nada de eso ocurrió. La palanca se alzó sin encontrar esa típica resistencia de las ruedas, completamente suelta.
—¡No funciona!
—¡Cuidado!
Tenían ante ellos una nueva curva de ciento ochenta grados; su velocidad era excesiva, y en el caso de entrar en ella tal y como corrían sería imposible mantener el coche en la carretera. Enrique giró el volante invadiendo el carril contrario, rozando el coche contra la ladera, intentando disminuir la velocidad. Los repetidos impactos obraron en parte su efecto, ralentizando el avance del coche, pero a cambio destrozaron el parabrisas y la ventanilla, que cayeron hacia el exterior.
—¡Voy a girar!
Lo hizo, después de un último rebote contra la pared, cuando la velocidad había disminuido al máximo, justo en el punto en el que se iniciaba la curva. La fuerza centrífuga levantó las ruedas del lado derecho mientras Enrique intentaba desesperadamente mantener el coche clavado al asfalto. Fue al límite: de haberlo hecho un instante más tarde o a más velocidad se habría precipitado hacia el vacío. Las ruedas regresaron a la carretera con un brutal impacto, y a punto estuvo Enrique de perder el control en las sacudidas subsiguientes.
A menos de cien metros les esperaba una nueva curva, todavía más cerrada que la anterior, y la velocidad del coche aumentaba exponencialmente. Enrique supo que, esta vez, no podría mantener el coche sobre la carretera. Mil veces se había detenido a observar la costa guipuzcoana, que en este lugar se abría hacia el oeste: Zarauz, Getaria; cuando la visibilidad era óptima podía llegar a verse incluso el cabo Matxitxako, a cien kilómetros de distancia. Pero no pensó en las espléndidas vistas del atardecer, sino en el abismo que les esperaba abajo, en las inaccesibles rompientes batidas incansablemente por el duro oleaje del Cantábrico.
Actuó con rapidez.
Él, como era su costumbre cuando conducía por la ciudad, no llevaba puesto el cinturón, así que solo tuvo que preocuparse del de Bety. Lo soltó con un rápido movimiento y la agarró por el brazo. Le pareció que la curva se les venía encima a una enorme velocidad que no se correspondía con la real, como si fuese propulsada hacia ellos.
—¡Tenemos que saltar! ¡O saltamos o morimos!
—¡Vamos demasiado rápido!
—¡Bety! ¡Salta conmigo!
—¡Enrique!
—¡¡Salta!!
Abrió la portezuela, agarró a Bety por los hombros con toda su fuerza y saltaron al exterior. Enrique estaba abrazado a Bety, intentando protegerla, rodeando el cuerpo de ella con el suyo, resguardando su cabeza con el pecho y rodeándola con ambas manos. Sintió el primer impacto, en un costado; fue como si lo hubieran aplastado con una fuerza irresistible durante una fracción de segundo. Hubo un segundo impacto —menos violento que el primero, pero el dolor que le produjo fue infinitamente mayor— y un tercero. No llegó a sentir el cuarto.
Enrique abrió los ojos. Estaba mareado, sintió arcadas y vomitó hacia un costado. Después sintió el dolor, creciendo a medida que recuperaba la conciencia; llegaba en oleadas, cada vez con mayor intensidad. Lo ignoró. No veía nada, y pensó que se había quedado ciego hasta comprender que era de noche y que en la carretera del faro no había iluminación pública. Quiso moverse, pero el dolor del costado izquierdo fue tan acusado que no pudo hacerlo: dolía a rabiar, y cada respiración incrementaba el dolor. A su alrededor todo parecía mojado; había caído sobre unos matorrales y el rocío de la noche los había empapado. Entonces comprendió que no estaba en la carretera y, lo más importante, que estaba solo.
—¡¡Bety!!
—¿Dónde estás?
—¡¡Bety!!
—¡Ya voy, Enrique! ¡Sigue hablándome!
—¿Estás bien? ¡Dime que estás bien!
—¡Estoy bien, pero sigue hablando; no se ve nada, no sé dónde estás!
Una explosión cortó en seco su conversación. La llamarada tiñó de naranja la oscuridad y Bety, que caminaba junto a la carretera, pudo localizar a Enrique abajo, caído en la ladera. La luz de la primera explosión perdió intensidad, pero Bety descendió hacia él dejándose caer sobre la hierba silvestre.
—¡Enrique, ya estoy aquí!
—¡Bety! ¿Estás bien? ¡Bety!
—Solo tengo unos pocos golpes, me protegiste con tu cuerpo. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—Me duele todo…
Enrique no recordó mucho más. Bety llevaba el teléfono en el bolsillo del pantalón y milagrosamente aún funcionaba. Desde el suelo, bajo la pálida luz de las distantes llamas, la oyó hablar sin entender lo que decía, y también vio recortarse las figuras de algunas personas arriba, junto a la carretera. Después cerró los ojos y perdió la conciencia.
L
a habitación del hospital estaba orientada hacia el sur, por lo que el sol la iluminaba durante todo el día. La vista, además, era estupenda: montes y bosques se sucedían en la distancia. El primer día de su ingreso no había tenido tiempo de apreciar los detalles, pero el segundo, ya recuperado del neumotórax que le habían hecho tras la rotura de dos costillas, se distrajo contemplando el paisaje. Leer le resultaba incómodo porque suponía sostener los libros o las revistas con las manos, y tenía el lado izquierdo inmovilizado por la rotura y el derecho lleno de erosiones. No le apetecía ver la televisión, porque sabía que el accidente había sido objeto de atención mediática, en parte por lo espectacular del mismo y en parte por su condición pública de escritor, así que se dejó llevar por la modorra de los calmantes y la relajante belleza del paisaje.
Enrique sentía todo el cuerpo dolorido, como si un gigante lo hubiera zarandeado por los hombros durante largo rato. Más que por el dolor se sentía molesto por dentro, como si sus órganos internos se hubieran desplazado en su interior. Sin embargo, se sentía satisfecho. Había logrado su propósito abrazando a Bety, y gracias a ello las heridas de esta fueron mínimas. Bety permaneció junto a él todo el tiempo posible, una vez le hubieron dado el alta, pero la tarde del segundo día se presentó la visita que estaba esperando, circunstancia que Bety aprovechó para marcharse a su casa.
—¿Qué tal te encuentras, Enrique?
—Bien, Germán. ¿O es mejor que en esta ocasión concreta te llame inspector Cea?
—Sigue haciéndolo por el nombre.
—¿No es una visita oficial?
—¿Debiera serlo?
El inspector Germán Cea sonreía mientras hablaba, pero su rápida respuesta le indicó a Enrique que estaba trabajando. Colgó su gabardina en el perchero y tomó asiento junto a la cama. No esperó a que Enrique respondiera para seguir hablando con su característica calma.
—Esta mañana he recibido el informe de tráfico. Enrique, tuvisteis muchísima suerte. Si no hubierais llegado a saltar del coche no lo habríais contado: una caída de ochenta metros os hubiera matado, independientemente de la posterior explosión. ¿Qué es lo que ocurrió?
—Ya te lo habrá contado Bety: los frenos fallaron.
—Sí, me lo ha contado. Pero el conductor eras tú, y es a ti a quien tengo que preguntarle por los detalles. Explícame cómo reaccionó el pedal cuando lo pisaste.
—Se hundió sin que tuviera que hacer fuerza con el pie.
—¿Qué hiciste entonces?
—Insistí, pensando que podía haberse bloqueado, pero por más que lo hice no funcionó.
—¿Al insistir quieres decir que levantaste el pie por completo y luego volviste a empujarlo?
—Sí, eso creo; lo hice varias veces hasta que comprobé que era inútil.
—Eso crees. ¿No es seguro?
—Supongo que sí lo es.
—Lo supones. Bien. Y ¿no notaste la más mínima resistencia al pisar el freno?
—En efecto.
—¿Y el freno de mano tampoco funcionó?
—No. Levanté la palanca sin esfuerzo y el coche no frenó un ápice.
—Ya… ¿Entiendes de mecánica, Enrique?
—Un poco.
—¿Lo suficiente para saber que una avería semejante es de lo más extraña? Puede fallar el freno de pie, o el de mano, pero ambos a la vez es casi imposible.
—Sí, lo imaginaba. ¿Podríais averiguar qué les ocurrió a los frenos?
—En condiciones normales, sin duda. Pero vuestro coche se despeñó cayendo por un acantilado de casi cien metros y a continuación explotó. Además, el acceso a la zona sería de por sí muy complejo si no tuviéramos que añadir una fuerte mare-jada con olas de cuatro metros que nos impide aproximarnos por mar o por tierra. Mucho me temo que cuando la fuerza del mar amaine no quedará nada que analizar.
—Vaya por Dios.
—Eso mismo pienso yo. ¿Sabes, Enrique?
—¿Qué?
—Estaba recordando el día en que cenamos en la sociedad con Floren y Mikel. Allí te explicamos que la muerte de Craig Bruckner fue un desgraciado accidente, poco probable pero posible. Algo muy parecido es lo que podríamos decir de vuestro accidente. Si no hubierais saltado no tendríamos datos para valorar lo ocurrido, pero al salvaros tenemos una razonable aproximación sobre la que especular.
—¿Solo razonable?
—El conductor profesional más experto y con los nervios más templados también sufriría una situación de máximo estrés en semejante circunstancia. Aunque te manejaste bien y lograste salvar vuestras vidas, tú mismo reconoces al hablar que «crees»; no puedes afirmarlo con total seguridad. Pero no nos perdamos con las palabras, Enrique. Lo que me preocupa son los peculiares accidentes que parecen rodearte con una desacostumbrada frecuencia estadística. Eso sí es importante. ¿No tienes nada que decirme al respecto?
Esta era la pregunta clave. Si en algo había estado pensando Enrique en los dos últimos días era en lo que podría haber sucedido para que los frenos del coche de Bety dejaran de funcionar, en las sospechas que le rondaban, y en qué medida podía trasladarlas a la policía. Que Germán Cea era un tipo espabilado lo sabía desde que lo conoció, tras la muerte de Bruckner, y que no se conformaría con vaguedades, también. Pero se sentía remiso a explicárselo todo. Por un lado, aún le faltaban cabos que atar, y esto influía en su voluntad de esperar; pero, por otro, pensar en que Bety hubiera podido morir en el accidente lo tenía preocupado.
¿Accidente?
No, no lo había sido.
El posible atropello de París, en el puente de la Cité, y la rotura de los frenos en Igueldo eran sucesos relacionados. ¿Los Wendel? ¿Qué otros sabían lo que él sabía? Le pareció un sinsentido, pero trescientos millones de euros podían ser suficiente motivación para cualquiera, máxime si estaba acostumbrado a ejercer el poder. Ahora bien, ¿por qué querrían eliminarlo? En el caso de que los brillantes estuviesen ocultos en algún lugar y Rilke jamás los hubiera encontrado, había pruebas más que suficientes para determinar la legítima propiedad de los mismos. Y, por otra parte, ¿cómo podría demostrar su implicación?
—Mañana o pasado me darán el alta. Prometo ir a verte a la comisaría. Allí te lo explicaré todo.
—Está bien. Te estaré esperando.
El inspector Cea se detuvo en el umbral, volviéndose hacia Enrique, y antes de abandonar la habitación le dijo:
—Dicen que no hay dos sin tres, Enrique. ¡Ojalá no tengamos que lamentar un tercer accidente, porque también suelen decir que a la tercera va la vencida!
Después se marchó y Enrique meditó largo rato sobre sus palabras.
E
nrique pasó la noche solo. Bety le telefoneó para saber qué tal había transcurrido la entrevista con el inspector Cea, pero cuando le dijo que iba a regresar al hospital Enrique se negó en redondo. Lo hizo con habilidad, arguyendo que debía pensar en todo lo sucedido y su presencia le distraería. Bety insistió en ir, pero Enrique se mantuvo firme hasta que ella accedió a quedarse en casa e ir la mañana siguiente. Tenía sus razones: en parte le había dicho la verdad, pero, además, quería que ella descansase en su propia cama. Bety había sufrido golpes y erosiones en mucha menor medida que él, pero pasar las noches a su lado durmiendo mal en un sofá reclinable no era lo mejor para ella.
Durmió a ratos: el trajín habitual de la planta sumado a su propia voluntad hizo que tuviera tiempo de sobra para pensar en todo lo sucedido, llegando a tomar una importante decisión: tuvo una intuición acerca de J.A. que debía comprobar de inmediato. Además, estaba convencido acerca de la importancia de la factura emitida por Suministros Arregui. Era, de todas ellas, la única diferente dentro del lote, y pensó que podía tener su importancia.
Cuando llegó la mañana fue visitado por su traumatólogo y charlaron acerca de su previsible evolución. Todo parecía ir bien y, aunque el doctor era partidario de dejarlo ingresado un par de días más, Enrique solicitó el alta voluntaria. Tenía trabajo que hacer y estaba decidido a que nada lo detuviera.
—Señor Alonso, su decisión es precipitada. No puedo detener un alta voluntaria, aunque esté evolucionando bien. Que pueda actuar de una forma autónoma no quiere decir que no puedan existir complicaciones. ¡Un neumotórax traumático no es una broma!
—Tengo trabajo que hacer, pero no requiere esfuerzo físico.
—Mejor que así sea. Debe saber que la lesión pulmonar requiere descanso y no realizar esfuerzos. Camine lo indispensable, no cargue pesos y restrinja todo ejercicio físico. Al menor síntoma de dificultad respiratoria no lo dude y acuda a urgencias.
—Seguiré sus consejos, doctor.
—Eso espero, pero incluso así existe cierto riesgo. Mantenga ese brazo inmóvil y no haga locuras.
Telefoneó a Bety empleando el teléfono de la habitación porque su móvil estaba destrozado. Le comunicó la noticia de su alta y le dijo que la llamaría por la tarde. A las doce abandonó el hospital en un taxi, con el brazo izquierdo en cabestrillo.
Ya en su piso se aseó, no sin dificultad, utilizando solo el brazo derecho. No le faltaba razón al doctor: cada movimiento, incluso el más leve, le hacía ver las estrellas, pero Enrique estaba impelido por la imperiosa necesidad de saber y minimizó todas las molestias.
Además de haber destrozado el móvil había perdido la tableta; pero lo que no había perdido era el lápiz de memoria que siempre llevaba consigo en la cartera. Toda la información referida a la investigación en marcha estaba allí reunida. Introdujo el lápiz en el puerto USB del portátil y se dedicó a repasar los datos, desde un principio. Durante última noche en el hospital tuvo una intuición acerca de la identidad del misterioso J.A. que lo vinculaba con alguna documentación de las que ya obraban en su poder, y en ello volcó toda su atención. Fue abriendo los diferentes archivos, leyéndolos detenidamente.