El restaurador de arte (32 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El restaurador de arte
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—¿Por qué me enseñas esta foto? ¿Quiénes son estos chavales con los que estás? Pero un momento… ¿Eres tú?

—No, no lo soy. Esa es la primera parte de la sorpresa. ¿Qué opinas del parecido?

—¡Es asombroso! ¡Sois casi idénticas! ¿Quién es ella?

—April Evans, la novia de Craig. Estaban prometidos, pero ella murió en un accidente de coche. ¿Recuerdas que te expliqué esa historia?

—Sí, lo recuerdo. ¡Ahora comprendo por qué querías enseñármela!

—Imagínate mi asombro cuando Mary Ann me mostró la fotografía.

—No debió ser menor que el que sintiera Bruckner al conocerte en el museo… Ya entiendo. Para él tuvo que ser como una promesa cumplida, reencontrar a la mujer que amó, como si se tratara de su reencarnación.

—Algo de eso hay, en efecto. Verás, esto que voy a contarte no me lo dijo Mary Ann, pero la averigüé yo por mi cuenta. April también fue nadadora del equipo olímpico estadounidense, como Craig y el tercero de la foto, su mejor amigo de entonces, Chris. Enrique, no pude evitarlo y busqué más datos sobre ella en la Web. Verás, April murió un día muy especial. ¿No te lo imaginas?

—No, ¿cómo voy a saberlo?

—El accidente ocurrió el 26 de noviembre de 1968.

—¡No puede ser!

—Así fue. ¡April murió el mismo día en que yo nací!

—¡Increíble!

Si bien Bety había relatado la historia con tranquilidad, llegados a este punto Enrique pudo ver que se encontraba mucho más afectada de lo que aparentaba. Le tembló la voz en el momento de explicar la coincidencia de fechas, y Enrique comprendió que precisaba de su apoyo. Las manos de Bety estaban sobre la mesa, junto al plato. Enrique le tendió las suyas y se las estrechó; ella se las aferró con fuerza, manteniéndole la mirada. Podía imaginar cómo debió sentirse Bety al averiguar la fecha. Siempre había sido una mujer pragmática, aferrada a la realidad; incluso se declaraba agnóstica. Pero la casualidad resultaba en verdad increíble, de esas que pueden hacer tambalear la razón de la mente más estable. Y había más: Enrique creía comprender los sentimientos de Bety, porque ¿cuánto del aprecio que Craig Bruckner manifestó por ella se debía al parecido y cuánto a ser ella quien era? La misma individualidad de Bety parecía estar en discusión.

—Cuando Mary Ann me enseñó la foto me pareció una casualidad, pero después, cuando supe la coincidencia de fechas, pensé que existía un designio en nuestro encuentro. ¡Nunca he creído en estas cosas, Enrique! Pero ¿cómo puedo negarlo? Es algo folletinesco, más propio de tus novelas que de la vida real; es… ¡no te ofendas, pero es ridículo! Esa sensación me lleva acompañando desde que lo averigüé, y cada vez lo hace con mayor fuerza. Hace un momento juraste que acabarías por saberlo todo sobre la visita de Sert a la ciudad. ¡Pues yo te prometo, Enrique, que acabaré por saberlo todo acerca de la muerte de Craig!

Bety liberó sus manos, y Enrique pudo ver en su rostro una absoluta decisión. Podía ver ahora a esa mujer dura y resuelta que nada tenía que ver con la mujer con la que compartió su vida.

—No olvidemos que fui a Nueva York para intentar conocer a qué colega había visitado Craig. Estuve en su editorial, hablando con Mr. Fredericks. No sabía nada sobre su viaje a Nueva York, y me proporcionó un listado con los, a su juicio, únicos restauradores a los que Craig podría haber pedido opinión. Hablé con la mayoría. No sabían nada. Solo hubo dos con los que no pude hablar: Mr. Robinson y Mr. Lawrence. El primero está en África, y el segundo acababa de salir hacia Europa, sin que sus ayudantes pudieran decirme cuál era su destino. Solo nos queda contactar con Lawrence, y es cuestión de tiempo que podamos localizarlo.

—Podría ocurrir que tampoco fuera Lawrence la persona con la que consultó Bruckner. ¿Por qué no va a haber otro experto que Fredericks no conozca?

—Según él, los únicos que tenían un nivel técnico y conocimientos históricos similares a Craig eran los del listado. No pensemos en eso: tú siempre has dicho que la opción más sencilla es la adecuada.

Teniendo en cuenta la historia que Bety le había relatado unos minutos antes, Enrique reconsideró su idea, pero se guardó muy mucho de expresarla.

—Bueno, estamos llegando al final. Toca pasar a asuntos más ligeros. Aún tienes que explicarme cómo te hiciste ese corte en la mejilla.

¿Qué podía decirle? Ni siquiera un día después tenía claro qué había sucedido en realidad: ¿fue un simple accidente o pudo haber algo más? Una vez en el hotel, después de ducharse con agua fría y curarse el corte, estuvo pensando en ello. Pudo ser un conductor despistado encontrándose con un peatón achispado, como reconocía que estaba. Porque la alternativa era demasiado compleja para aceptarla: ¿podían los Wendel haberle mandado un recado? ¡Absurdo! ¡Tan novelesco como la coincidencia de fechas entre la muerte de April y el nacimiento de Bety, sin duda! Decidió restarle importancia, no quería preocuparla más.

—Anoche salí a dar una vuelta. Me acerqué a la Huchette para escuchar algo de
jazz
y me tomé un par de copas. Al salir crucé el puente de la Cité sin hacerle caso al semáforo y un coche se me vino encima, estuvo a punto de atropellarme. El corte me lo hice con la acera, al caer al suelo.

—¡Ay, Enrique! ¿De verdad estás bien?

—Sí, estoy bien, no fue nada. La verdad es que estaba un poco bebido.

—El alcohol jamás te sentó bien.

—Eso es bien cierto… Pero ¿y tú? Me dijiste que tenías guardada otra sorpresa para el final. ¡Es tu turno!

Bety miró hacia La Concha antes de contestar y después negó con la cabeza. Podía decirle que se había encontrado con Helena, en efecto; estaba claro que ella no se lo había contado o Enrique ya lo habría sacado a colación. ¿Cómo se sentiría si se enterara de su encuentro antes por Helena que por ella? ¿Podía interpretarlo de una forma equivocada? Se sintió en el centro de una situación incontrolable, en la que, hiciera lo que hiciera, nada sería bien recibido. Y la imagen de April seguía instalada en su mente, ocupando sus pensamientos.

Observando la grisácea mar lo supo: no debía decir nada. La vida de Enrique estaba en un camino diferente al suyo, y era Helena la que lo acompañaba.

—Nada, Enrique. Una tontería que no tiene importancia. Ya te la contaré otro día.

59

A
la mañana siguiente Bety se reincorporó a sus obligaciones laborales en el museo San Telmo. Habían acordado que la siguiente parte de la investigación, que debía realizarse en San Sebastián y en sus alrededores, estuviera a cargo de Enrique, que gozaba de mayor libertad. Sus compañeros la recibieron con alegría, pero como el ritmo de trabajo continuaba siendo acelerado no le agasajaron en demasía.

Llegó el mediodía. Como era habitual en San Sebastián, se activó la vieja sirena antiaérea que señalaba las doce y su sonido envolvió la ciudad entera. Ana, su ayudante, se le acercó.

—¿No vas a desayunar, Bety? Se te ha pasado la hora.

—No, hoy no. Tengo demasiado trabajo retrasado.

Lo cierto es que hubiera podido perfectamente parar unos minutos y bajar al claustro, como siempre había hecho desde que comenzara a trabajar en el museo, pero Bety no deseaba hacerlo. El recuerdo de Craig Bruckner, que la acompañaba desde el día de su muerte, se veía ahora sustituido por el de April Evans. Bajar al claustro no haría sino evocar su retrato, aquel que Craig realizara sin apenas observarla, guiándose por su memoria. ¡Con razón no necesitaba mirarla para dibujarlo! Todo ello le resultaba violento y Bety decidió seguir allá arriba, en su despacho. Trabajando en el museo no podría evitar pasar por el claustro más tarde o más temprano, pero prefería retrasarlo en la medida de lo posible.

Por su parte, Enrique seguía inmerso en la investigación. Tenía en sus manos las últimas piezas del rompecabezas, que también siguiera antes Bruckner: los archivos municipales y una copia de las facturas validadas por la junta del museo.

En primer lugar se centró en conocer quién era el firmante de las facturas, el desconocido J.A. Todas estaban validadas por él, por lo que Enrique dedujo que debía tratarse de una persona vinculada al museo y con cierto nivel de responsabilidad. ¿Podría tratarse del mismo que alojó a Sert durante su fugaz paso por la ciudad? La idea resultaba muy razonable, pero tenía que confirmarla.

Cuando caía la tarde le mandó un mensaje a Bety. La notaba extraña desde el día anterior, cuando hablaron en La Perla, y no le sorprendía lo más mínimo. La historia que le contó Mary Ann Bruckner en Filadelfia había socavado sus convicciones, su sentido del orden, los cimientos de su visión del mundo. Enrique era consciente del golpe que había sufrido y no deseaba agravarlo.

Abandonaron el museo y fueron caminando hacia el río Urumea. Lo hicieron conversando con una naturalidad impostada: Bety mantuvo el tipo, pero Enrique se daba cuenta de la incertidumbre que parecía estar sufriendo ella.

La marea estaba alta y el río ofrecía su mejor cara: el hotel María Cristina y el teatro Victoria Eugenia mostraban el esplendor del pasado de la ciudad, cuando a principios del siglo XX San Sebastián se convirtió en la ciudad preferida para el veraneo de la Casa Real, lo que tanto contribuyó a darla a conocer en el mundo. Caminaron junto a él. Los edificios, de dorada piedra arenisca, proporcionaban ese toque de cosmopolita glamur que siempre ha cautivado a sus visitantes, ya fueran estrellas de cine o cantantes de
rock
. En el puente del Kursaal Bety se despidió, casi de repente, como si hubiera comprendido que no podía engañarle: ya habían acordado cómo proceder los siguientes días, así que le dio un rápido beso en la mejilla, casi sin rozarle, y después le dijo que no hacía falta que la acompañara de una manera formal y desapasionada.

A la mañana siguiente Enrique se dirigió a la biblioteca del museo, territorio amigo cuyos recovecos conocía a la perfección. J.A. era su objetivo, y a él dedicó toda su atención. Comenzó por el año 1944, buscando cualquier referencia a las iniciales en la junta de gobierno del museo. No las encontró. Después se centró en la documentación anexa: facturas, proveedores y similares. No halló nada. J.A. parecía haber contribuido únicamente a la historia del museo con su firma en las cinco facturas.

Utilizó uno de los ordenadores de la biblioteca para acceder a la hemeroteca municipal, pensando que, si J.A. estaba capacitado para incluir unas facturas en las cuentas del museo, debería ostentar algún tipo de cargo representativo: que perteneciera al ayuntamiento parecía una opción probable, pero tampoco encontró nada. Y lo verdaderamente curioso era que las iniciales le sonaban sobremanera.

Así transcurrió ese nuevo día de trabajo que finalizó con una cierta sensación de frustración. Se fue del museo sin avisar a Bety; ella había tenido todo el día para pasar a saludarlo por la biblioteca, y si no lo había hecho Enrique pensó que sus buenas razones tendría. Antaño se habría sentido molesto, como si sus actividades fueran el centro del universo y todos los demás debieran girar a su alrededor, pero hoy en día había superado esa actitud egocéntrica. Si estaba cabreado era consigo mismo, por no ser capaz de encontrar la clave que lo llevara hacia J.A.

Enrique conservaba una plaza de garaje en el centro; vendió su coche cuando se mudó a Nueva York, pero Bety le había dejado el suyo; apenas lo utilizaba en la pequeña San Sebastián, pero a Enrique, con su piso en Igueldo, al otro lado de La Concha, podía venirle bien, sobre todo en esos días lluviosos de otoño que comenzaban a ser frecuentes. Así que se subió al utilitario de Bety y condujo hacia Igueldo. Llegaba a su piso, situado a mitad de camino en la sucesión de curvas que ascendían la ladera de la montaña, cuando preso de uno de esos caprichos que solían poseerle continuó montaña arriba, hacia el viejo parque de atracciones.

Atravesó la barrera que permitía el paso al recinto privado del parque tras abonar su precio y siguió carretera arriba, hasta la explanada del aparcamiento. El parque, que guardaba un encanto muy especial precisamente por la antigüedad de sus atracciones, estaba emplazado en un lugar estratégico para los visitantes, a unos trescientos metros de altura sobre La Concha. Enrique podía gozar de la vista en la terraza de su piso, pero si ahora había determinado subir hasta el parque fue para pasar un rato distraído desconectando su pensamiento de las dichosas iniciales de J.A.

Estaba casi desierto: entre semana, ya oscurecido, no había sino un par de jóvenes enamorados despistados, paseando la ternura de su amor transformado en un desenfreno de besos y abrazos. Los contempló con cierta envidia, transportado hacia el pasado por su presencia, cuando eran Bety y él los que paseaban por ese mismo lugar enfrascados el uno en el otro, como si el mundo de alrededor se hubiera desvanecido, perdiendo parte de su realidad.

Decidió telefonear a Bety cuando su móvil se iluminó con una llamada entrante: se trataba precisamente de ella. Años atrás escribió que las casualidades no existían, y a medida que pasaba el tiempo más proclive era a creer las palabras que puso en boca de uno de sus personajes. Ella le saludó, aunque su tono era levemente hosco.

—Hola, Enrique. Te fuiste del museo sin avisarme.

—No quería molestar. Imaginé que estarías muy ocupada.

—¿Dónde estás?

—En Igueldo, pero no en casa, sino arriba, en el parque.

—¿En el parque? ¿Qué haces allí?

—Buscaba distraerme. Oye, Bety, ¿por qué no te acercas y me echas una mano? Estoy un poco bloqueado, no he encontrado nada sobre J.A. y mira que lo siento cercano. Me vendría bien un poco de charla, si te apetece, claro.

—Bien… Cogeré un taxi en el Boulevard, llegaré en un cuarto de hora.

—Te espero al final de la explanada, sobre el funicular.

Enrique colgó, sin darle tiempo a arrepentirse. Bety había dudado, quizá recordando, como él, aquella tarde de invierno en la que ambos pasearon su amor solos por el parque, pero la intención de Enrique, en verdad, no era más que buscar ayuda para ambos: él estaba sumido en su bloqueo y ella en sus ensoñaciones. Quizá les hiciera bien pasar un rato juntos; desde luego no podía perjudicarles. Un cuarto de hora no era nada. Se apoyó en la balaustrada observando la ciudad, dejando que la brisa le acariciara el rostro.

60

E
nrique estaba con ambos codos apoyados en la balaustrada. No solo se veía La Concha a sus pies, sino que además, a lo lejos, se encendían las luces de la civilización en una gran parte de la provincia de Guipúzcoa. La noche ya había caído y el cielo, cargado con una gruesa capa de nubarrones, reflejaba las luces de la ciudad adquiriendo un tono anaranjado. A la isla de Santa Clara, en mitad de la bahía, le seguía el monte Urgull, con las fortificaciones y la estatua del Sagrado Corazón iluminados, y más allá se alzaba la mole sombría del monte Ulía. La ciudad toda estaba enmarcada por los montes, al este, al oeste y al sur, pero su presencia no hacía sino adornar el cemento urbano con el exuberante verdor de los bosques. Al sur, gracias a la altura de Igueldo, se atisbaban otros montes, incluso los lejanos Pirineos. De repente Bety le habló justo a su lado; no la había oído acercarse.

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