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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (30 page)

BOOK: El restaurador de arte
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—¡439.000 euros! Pero, entonces, trescientos…

—¡Espere! Antes de que se ponga a hacer cálculos, déjeme explicarle su origen. Nuestra familia fue reuniendo una colección de brillantes a lo largo de su historia: cien años incrementándola paulatinamente, creando un fondo de reserva que pudiera mantenerse al margen de los vaivenes del mercado. Una garantía de supervivencia ante la adversidad.

»No olvide que pasamos por una revolución que confiscó nuestras empresas. Ahí fue donde aprendimos que una empresa que se precie debe tener recursos para poder afrontar la situación más difícil que quepa imaginar. Baste decirle que gracias a los brillantes conseguimos mantener nuestro conglomerado empresarial durante los periodos de guerra entre Francia y Alemania, cuando la Lorena y la Alsacia se convirtieron en moneda de cambio entre ambos países.

»Los Trescientos formaron parte de una cantidad aún mayor: originariamente fueron los Quinientos, y constituían el secreto familiar mejor guardado, conocido solo por los cabezas de familia dedicados a la dirección de nuestras empresas. En los avatares históricos antes mencionados tuvimos que emplear parte de la colección, aunque siempre que era posible incorporábamos piezas nuevas. Hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial y Francia tuvo que arrodillarse ante el empuje de los nazis. Algunos miembros de la familia tuvieron tiempo de escapar a la ocupación alemana, trasladándose a Londres o Nueva York, donde teníamos parte de los valores de la familia depositados en entidades bancarias. Pero también hubo quien debió quedarse aquí como un acto de compromiso familiar, responsabilizándose de lo que era nuestro. Estos Wendel afrontaron innumerables riesgos, entre los que estuvo el internamiento de Ségolène en Sarrebruck. Fue entonces cuando se perdió la pista de los Trescientos.

—¡Madre de Dios!

—¿Ha calculado ya el valor de los brillantes, señor Alonso?

—No, estaba siguiendo su historia. Son…

—Richard, ese sí es tu terreno: todo lo que tienes de imprudente lo compensas con tu habilidad matemática. Ahórrale tiempo al señor Alonso.

—Son 134.700.000 euros.

—¡Madre de Dios!

—Una bonita cifra, sí señor. Pero equivocada.

—¿Pero no hemos visto que el valor de un brillante de cuatro quilates era de 439.000 euros?

—Ese es su valor, en efecto, pero entre los Trescientos había piedras muy superiores a los cuatro quilates. Guardamos documentación sobre alguna de ellas que superaba los cien quilates. Y otras eran de menor tamaño, pero de mayor rareza: en la colección hubo brillantes rojos y azules, los más difíciles de encontrar, verdaderas piezas únicas. Richard, explícale al señor Alonso cuáles han sido nuestras especulaciones sobre este particular.

—No sería insensato hablar de trescientos millones de euros. Y puede que tampoco lo fuera pensar en cuatrocientos.

—¡Una verdadera fortuna! Pero ha hablado de especulaciones… ¿quieren decir que es un tema conocido entre los suyos?

—Sí. Una vez se perdieron los Trescientos, el secreto dejó de tener valor como tal. Como puede imaginar, nunca lo hemos hecho del dominio público, y se ha circunscrito a la privacidad de la familia. ¡Una leyenda para comentar una tarde de invierno en la mansión de los Alpes, alrededor de la chimenea, tomando unas pintas de Alphand! Marie podrá contarle una muy buena broma acerca de nuestra tía abuela.

—La tía abuela Ségolène ostentó, durante toda su vida, un título familiar honorífico, aunque siempre a sus espaldas, claro está: ¡fue la mujer más cara del mundo!

—Comprendo… Maurice Wendel compró la libertad de su hija con los brillantes. Desde luego no habrá habido una libertad más cara en toda la historia de la humanidad.

—Así es, señor Alonso. ¿Comprende ahora nuestra reacción al oírle hablar sobre los Trescientos?

—¡Cómo no!

—Que semejante conocimiento hubiera traspasado la frontera de lo familiar se nos hizo de lo más extraño. Pero usted ha hablado de pruebas que, por vez primera, nos ponen sobre la veracidad histórica de este asunto.

—¿Por qué habla de veracidad histórica? Que Maurice Wendel los empleó en liberar a su hija Ségolène es sabido por ustedes, porque de no ser así no le habrían colgado ese título de mujer más cara del mundo.

Marie y Richard se miraron, y después hicieron lo propio con Enrique. Este no captó ningún gesto de complicidad entre ellos, pero era muy posible que existiera entre ellos esa peculiar conexión de la que, según la leyenda, hacen gala los gemelos.

—Marie habla de verdad histórica porque es la primera vez que tenemos una prueba de que esto fuera tal y como en su día dijo el bisabuelo Maurice.

—No comprendo.

—Es sencillo: tenga en cuenta que los brillantes constituían el fondo de reserva de la familia, no eran propiedad exclusiva de Maurice. Dispuso de ellos para algo que no era su verdadero objeto, liberar a Ségolène.

—Ya le sigo. No todos los Wendel estuvieron de acuerdo con lo que hizo.

—Eso es. Y no solo no estuvieron de acuerdo, sino que hubo quien incluso dudó de su honestidad. ¿Acaso no podría haber entregado una parte de los brillantes en lugar del total?

—El caso es que, mientras vivieron Maurice y Ségolène, la familia experimentó una cierta fractura debido a este asunto. Yo, personalmente, no censuro al bisabuelo Maurice: aún no he experimentado la maternidad, pero estoy segura de que hubiera tomado idéntica decisión. Además, en el caso de estar en posesión de los brillantes, ¿habría tenido sentido que se quedara trabajando en la reconstrucción de las empresas familiares una vez acabada la guerra?

—Tiene usted razón, Marie: ¡con esa fortuna en su poder hubiera podido hasta comprarse un país entero!

—¿Consta en las cartas de Sert este extremo?

—No. Maurice Wendel y Sert cruzan la información suficiente para establecer una conclusión: que el
Major
Rilke, secretario del
Generalleutenant
Freiherr von Boineburg, metió baza en el asunto burlando la participación de su superior.

—¿Qué cree usted que pudo ocurrir?

—Imagino que se realizó la entrega de los brillantes y que por eso Ségolène fue liberada.

—¿Tiene copia de esas cartas?

—La familia Sert no me autorizó a realizar copias. Si desean verlas tendrán que viajar a Barcelona.

—Lo haremos, desde luego. ¿Y usted? ¿Qué va hacer ahora?

Enrique meditó la respuesta. Había detectado cierto ánimo inquisitivo en la parte final de la conversación y no le extrañaba en absoluto. Una pista de trescientos millones de euros. Estuvo a punto de contarles lo referido a su investigación sobre Sert, pero un sexto sentido le hizo reservarse esa parte. ¿Podrían los gemelos Wendel imaginar que él estaba tras la pista de los brillantes en lugar de estar sencillamente escribiendo una novela? ¿Qué habría pensado él si su posición hubiese sido la contraria?

Lo tuvo claro al instante: convenía ser prudente. Enrique no era sino un simple escritor frente a toda una potencia económica familiar representada en aquellos dos hermosos gemelos que tenía frente a él.

Y les proporcionó la respuesta más plausible.

—Escribir. Voy a escribir esta historia. Y cuando la haya acabado cumpliré con mi palabra y les traeré el manuscrito. Serán los primeros en leerlo.

55

E
nrique había pasado innumerables horas de su vida investigando mil temas de lo más dispares: si había algo que apreciaba especialmente de la vida de un escritor era poder aprender lo relacionado con todo aquello que cupiera en su fértil imaginación. En la actualidad poseía notabilísimos conocimientos ajenos a la mayoría de los mortales: era capaz de manipular nitrógeno líquido, construir bombas, determinar defectos estructurales en edificios en ruinas, manejar diverso armamento y actuar como un pirata informático. Y sus conocimientos históricos y artísticos variaban desde arte gótico a historia contemporánea pasando por una especial dedicación a la Segunda Guerra Mundial y a la antigua Grecia.

Había dedicado cientos de horas a buscar la mejor información disponible para dotar a sus novelas de estructuras plausibles, convencido de que gracias a la información diseminada a lo largo de la obra el lector creería en su trabajo.

¡Pero nunca había imaginado un archivo como el que tenía ante él!

Los Archives Nationales de Paris no tenían comparación posible con cualquier otro en el que hubiese trabajado antes. Reunían una colección documental con más de doscientos años de historia, y los documentos allí reunidos se almacenaban en más de sesenta y tres kilómetros de estanterías.

No tardó en reconocer que, esta vez, la tarea iba ser excesiva para su capacidad. Solo un bibliotecólogo habría sido capaz de centrar su búsqueda. Además, si su francés hablado era correcto, no podía decir lo mismo de su capacidad lectora. Maldijo a Bety por haberle obligado a realizar un trabajo para el que ella estaba mejor dotada, y se decidió a pedir ayuda a una de las bibliotecarias. Tuvo suerte: aunque asesorar a los investigadores era parte de su trabajo, la buena disposición no era un requisito necesario y compartido por la mayoría de sus colegas.

Una vez establecido el rango de su búsqueda, la amable bibliotecaria lo acompañó a la estantería donde en teoría podría encontrar la pista del
Major
Rilke: veinte metros lineales que contenían documentación sobre la ocupación alemana de París. A partir de ahí, solo quedaba dejarse las pestañas leyendo un documento tras otro.

Tal y como Enrique ya sabía, París estaba destinada a ser arrasada; esa había sido la orden de Hitler. Pero su general en jefe en la ciudad, Von Choltitz, no deseaba verla convertida en ruinas, lo que, añadido a la iniciativa de las fuerzas de liberación y a la rebelión popular de los parisinos, puso contra las cuerdas a los alemanes con tal rapidez que carecieron del tiempo necesario para destruir sus archivos. Toda esa documentación estaba allí acumulada, esperando su momento.

No fue difícil dar con el rastro de Rilke: su cargo como secretario del
Generalleutenant
Freiherr von Boineburg hacía que su visibilidad pública fuese continua entre la documentación. Enrique apenas conocía el alemán, pero utilizaba la tecnología para obtener traducciones razonablemente aproximadas; el traductor incorporado a su tableta le permitía ir avanzando en su cometido. La mayoría de las veces no hacía sino firmar documentos por orden de su superior; como era lógico, estos escritos carecían de interés para Enrique.

Pasó así una mañana entera, y se levantó solo para ir a comer. Regresó con energías renovadas, sabiendo que solo con una paciencia extrema lograría su objetivo.

Acabó la tarde, sin resultados.

Lo mismo ocurrió el día siguiente.

Y el tercero.

Rilke aparecía con frecuencia, pero relacionado con su trabajo. Y esto hizo pensar a Enrique si esta estrategia no le estaría conduciendo a un callejón sin salida.

Decidió detenerse y, tal y como hacía al escribir sus novelas una vez llegaba a un punto de conflicto, pararse a pensar en el problema durante varias horas. Paseó junto al Sena, por ambas orillas, dejando que su mente volase en errática libertad desde el paisaje hasta Rilke. Y, como siempre ocurría, cuantas menos ataduras le imponía mejor funcionaba su pensamiento.

En cuanto la idea surgió en su mente lo tuvo claro: seguir la pista de Rilke a lo largo de su presencia en el París ocupado no iba a llevarle a ninguna parte. ¿No sería más lógico hacerlo después de que abandonara París? Se suponía que tenía en su poder una fortuna: retirarse hacia Alemania con su ejército parecía un absurdo. Esta idea le atrajo: Rilke era un sinvergüenza, y los sinvergüenzas desconocen el significado de la palabra «honor». Lo imaginó atravesando la Francia de Vichy en dirección a Suiza, donde podría vivir con una identidad falsa. ¡Sí, eso es lo que tenía que conseguir!

Regresó al archivo con ideas renovadas, y le planteó a la bibliotecaria si existía documentación sobre los destinos de los soldados del ejército de ocupación alemán. Después de unos minutos de consulta llegó la respuesta: la había, y en abundancia. Lo acompañó a una nueva estantería, esta vez más pequeña, clasificada alfabéticamente. En ella podría encontrar los propios ficheros de la Wehrmacht, la Gestapo y las SS.

Encontró la ficha del
Major
Rilke con facilidad: le llamó la atención que, a diferencia de la mayoría de fichas, faltara la fotografía.

Allí estaba todo: era su hoja de servicios desde su ingreso en la Wehrmacht en 1934, con los diversos destinos, incluyendo menciones y condecoraciones. Pasó las dos primeras páginas siguiendo la carrera de Rilke, contemplando su evolución hacia tareas administrativas: nunca estuvo en el frente. Sin duda fue hábil a la hora de alejarse del peligro. En la tercera hoja constaba su llegada a París junto a su superior, Von Boineburg.

Y en la cuarta encontró una nota escrita a mano donde constaba su fallecimiento el 25 de agosto de 1944.

56

Regreso mañana a San Sebastián en TGV, llego a mediodía. Éxito parcial. Dudas y mil preguntas más. Imposible resumir, te lo contaré en persona.

Esta noche duermo en Madrid, volaré al mediodía. Todo parecido a lo tuyo: hay novedades, pero más preguntas que respuestas. Y una gran sorpresa, ¿ya la conoces? Disfruta de París.

D
isfruta de París: ¿un guiño a su pasado o una simple recomendación? No tenía con quien salir; hubiera podido telefonear a sus editores en Francia, pero no se encontraba de buen humor para compartir la velada. ¿Cómo mostrarse sociable cuando su concentración estaba centrada al cien por cien en el
Major
Rilke y en su enigmática muerte?

Porque había sido enigmática, de eso no cabía duda.

La documentación encontrada explicaba que Rilke había muerto en combates cercanos al hotel Meurice, sede del alto mando alemán. Alcanzado por una granada, quedó irreconocible; solo pudo ser identificado por el grado de su uniforme y la chapa de identificación.

Si Enrique no conociera todos los elementos de la historia jamás habría sospechado que en la muerte de Rilke pudiera haber algo irregular, pero ¿cómo no iba a dudar habiendo en juego trescientos diamantes? Desde luego, si se tratara de una historia que él estuviera escribiendo no hubiera tenido duda alguna: Rilke hubiera aprovechado la muerte de un compañero para ponerle sus ropas y así causar baja en el ejército alemán. De esta forma tendría libertad para poder desaparecer entre la locura que se cernía sobre París: entre partisanos, el alzamiento popular, los huelguistas comunistas, las tropas aliadas entrando en la ciudad y los alemanes resistiendo, la ciudad era un verdadero caos, donde un hombre que, como ponía en su ficha, hablaba perfectamente el francés podría esfumarse con habilidad. Se planteó una serie de interrogantes: ¿Qué podía hacer Rilke? ¿Hacia dónde huir? ¿Faltaba su foto en la ficha por miedo a ser reconocido? ¿Podría haberla eliminado él mismo?

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