El restaurador de arte (33 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El restaurador de arte
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—¿Qué tal?

—Cansado. Atascado. ¡Cabreado!

—¿No te ha despejado la brisa? ¡Hace más bien fresco!

—No, no lo ha hecho. Me siento embotado, Bety; por eso me vine aquí, a que me diera el aire, a pasar el rato. Pensaba haber subido a alguna de las atracciones pero ya las habían cerrado, es demasiado tarde.

—¿Atascado tú? Eso es casi imposible. Tienes ese don, ¡nunca te atascas! Como mucho te repliegas lo justo para coger más impulso, pero esa extraña mente tuya jamás deja de trabajar.

—Me tienes en demasiado buen concepto.

—Eres como un perro de presa, Enrique: cuando has mordido la pieza no hay quien te haga abrir la boca. La solución te llegará por sí sola, seguro. ¡Cuántas veces te he visto en circunstancias parecidas, cuando escribías en casa y te ponías a dar vueltas por la sala hasta acabar encontrando la solución a tus problemas de argumento!

—No te lo discuto, pero esto es algo diferente. Una cosa es imaginar, y otra muy distinta, indagar. Y en todo esto hay algo que se escapa, una de esas típicas idioteces que te detienen en seco impidiéndote avanzar. Te haré caso, no le voy a dar más vueltas. Ya llegará.

—¡Seguro! Oye, ¿de verdad ya han cerrado todas las atracciones?

—Sí.

—Qué lástima…

Bety no había vivido en San Sebastián hasta pasados los veinte, pero siempre había disfrutado con el aire retro del parque de atracciones del monte Igueldo. San Sebastián poseía un aire antiguo, la herencia de un pasado de gloria mezclado con un presente de progreso, y en ella convivían con acierto las tradiciones de una sociedad que miraba hacia atrás con cariño y hacia el futuro con esperanza. Las atracciones de Igueldo permanecían ancladas en ese pasado, y sus visitantes, grandes y pequeños, se dejaban arrastrar a ese juego de espejos que los transportaba repentinamente en el tiempo hasta cien años atrás. Tampoco Bety se había resistido a su embrujo, dejándose envolver gustosa por el juego de regresar a la infancia.

Años atrás habían estado allí juntos, en una tarde similar, y habían subido a todas las atracciones. Eran más jóvenes, su amor pujaba con fuerza, y pasaron una tarde repleta de encanto. Enrique disfrutó especialmente del momento porque llevaba grabado a fuego entre sus recuerdos infantiles el parque del Tibidabo, en Barcelona. La casa de Artur, en Vallvidrera, estaba tan cerca del parque que los días de primavera, cuando era un niño pequeño y ya habían muerto sus padres, iban de paseo para pasar la mañana. Artur consentía estos pequeños caprichos destinados a paliar la siempre patente ausencia de los que fueron sus mejores amigos y padres de Enrique. El recuerdo de aquellas mañanas, en aquel parque enorme y aún sin renovar, quedó grabado para siempre en su corazón. Cuando el Tibidabo renovó sus atracciones ganó en capacidad de negocio y presencia turística, pero perdió ese peculiar encanto de lo añejo que formaba parte del pasado de Enrique.

—¿Recuerdas aquella vez…?

—Claro. Fue un día muy parecido a este.

—Parece mentira que haya pasado tanto tiempo.

—Oye, Enrique, ¿para qué me has hecho venir?

—Para charlar un poco, pero no quería molestarte. Perdóname.

—No, no, no lo has hecho. No hay nada que perdonar. Pero prefiero no hablar de aquellos tiempos. Ya pasaron.

—Claro, tienes razón. ¿Sabes, Bety? Cuándo llamaste te juro que no estaba pensando en aquella vez, sino en el puñetero J.A. Pero cuando te apoyaste junto a mí en la balaustrada no pude evitarlo. Nuestro pasado nos acompaña, y no es fácil desprenderse de él… Y a veces uno tampoco sabe si realmente desea hacerlo.

—No sigas por ese camino…

—¿Por qué no?

Estaban el uno junto al otro, bajo la apagada luz de una farola. Enrique sentía la melancolía creciendo en su interior y, aunque sabía que dejarse llevar constituía un error, que circunstancias semejantes nunca le habían llevado a nada bueno, se dejó atrapar por ella. Rodeó el cuello de Bety con ambas manos y la atrajo hacia sí. La besó, con delicadeza; ella no respondió, sus brazos colgaban inertes a ambos lados, pero Enrique hizo caso omiso y siguió acariciándola con sus labios. Sintió un escalofrío de angustia cuando los brazos de ella se posaron en su cintura: si iba a ser rechazado, ese era el momento exacto. Fue un contacto nervioso, exploratorio y dubitativo, que se prolongó en el tiempo mucho más allá de su fugacidad.

Por fin, los labios de Bety se abrieron para él, posando las manos en sus mejillas.

El beso creció paulatinamente en intensidad, tan poco a poco que era difícil poder apreciarlo. Pero, al final, los dos estaban entregados, haciéndose uno solo. El mundo pareció esfumarse y Enrique se sintió como un viajero en el tiempo, regresando a un momento perdido quince años atrás. No pensó en nada, no razonó; no había lugar para ello, solo para abandonarse, para huir del presente hacia el pasado, o, mejor aún, para convertir el pasado en presente.

—Enrique.

¿Ya había acabado? ¿Tan pronto? Bety se había separado de él y Enrique detectó en su mirada un sentimiento indescifrable.

—No puede ser.

—¿Por qué?

Su pregunta fue tan sincera como si la hubiera formulado un niño. No había razón en ella, solo sentimiento, el del niño que fue y que en su vida estuvo destinado a perder a todos los suyos. Pero nunca hubiera podido imaginar la respuesta que le dio Bety.

—Por Helena.

Y aún menos pudo imaginar ella la respuesta que le dio él, con lágrimas en los ojos.

—Tienes razón.

61


N
o debí hacerlo…

—Tampoco yo.

Bety extrajo un pañuelo y enjugó las lágrimas del rostro de Enrique. Sentía en su interior una enorme pena, por él, por ella misma, por una situación que les desbordaba y ante la que no supieron cómo reaccionar. No estaba enfadada, solo se sentía triste. Y también culpable: Enrique había iniciado el beso, era cierto, pero ella había acabado respondiendo.

—Tendría que haberte explicado lo de Helena.

—¿Cuándo…? ¿Cómo…?

—En Nueva York. Apareció en tu apartamento. Nos dimos un susto de muerte: ni yo esperaba que alguien abriera la puerta ni ella que yo estuviera en el interior.

—¿Hablasteis?

—Algo. Poco. Ella me reconoció. Fue una situación incómoda para las dos y no tardó en marcharse. Evidentemente, no te lo contó.

—No. ¿Esa era la sorpresa de la que hablaste ayer?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Pensaba hacerlo, pero en aquel momento, al charlar contigo en La Perla, supe que ella no lo había hecho. Y, al fin y al cabo, ¿no es ella tu pareja? ¿Por qué debía hacerlo yo primero?

—Ahora lo entiendo todo.

—¿El qué?

—Helena lleva días sin contestar mis llamadas.

—Ya.

—Bety.

—¿Qué?

—No me di cuenta de cuánto te echaba de menos hasta que comenzamos a estar juntos de nuevo. No es algo que sea sencillo controlar. Tú y yo…

—¿Y Helena, Enrique?

—Te lo dije antes, tienes razón. No es justo para ella. Así, no.

—¿Te has fijado en que todo lo que nos sucede parece planeado para separarnos? Pero no te culpes por lo que ha pasado: tampoco yo tengo las ideas muy claras.

—Me siento muy triste, Bety.

—No más que yo. Además, tú… tú no sabes nada de lo que me ha ocurrido últimamente. No te lo expliqué. Ni siquiera se lo expliqué a Craig, cuando dijo que veía en mi rostro la tristeza.

—¿Por qué no me lo cuentas ahora? No habrá mejor momento.

—Sí, ¿por qué no? Ya he callado bastante, ya he llevado esa carga en mi corazón desde hace demasiado tiempo, dejando que me amargue la vida. Puede que sea este el momento. Puede que me ayude explicárselo a alguien. Puede que solo tú seas la persona destinada a saberlo, y que toda esta historia de la que formamos parte no carezca de sentido.

»Recordarás cuando me preguntaste por qué había dejado la universidad. Te expliqué que no veía futuro en ella. No te mentí, eso era cierto: ha sido una etapa en mi vida que había quedado cerrada, pero no solo por las razones que te di.

»Tuve una relación con un compañero. Comenzó casi por azar, pero se fue prolongando en el tiempo. Solo en una medida se asemejó a la nuestra: era intelectualmente rica, pero tampoco fue sencilla. Sin embargo, sucedió una variante con la que ninguno de los dos contábamos: me quedé embarazada. Casualidad, accidente, deseo inconsciente, llámalo como quieras. Ocurrió. Jamás podrás imaginarte mi sorpresa cuando el análisis lo confirmó.

»Yo sabía que él no quería tener hijos, era algo de lo que habíamos hablado. Mi embarazo no fue motivo de alegría: creó una disensión entre nosotros, que fue creciendo hasta convertirse en un abismo insalvable. Rompimos. Y decidí tener el niño. No le pedí nada: ni que compartiera la paternidad ni que contribuyera económicamente. Le eximí de toda responsabilidad. Aceptó, y al hacerlo se esfumó cualquier atisbo del amor que hubiera podido sentir por él. Podría hablarte durante horas de las cosas que pensé en mi piso, sola, sintiendo que crecía vida en mi interior, pero no lo haré. Fue algo tan privado, tan íntimo, que dudo que me entendieras. Solo te daré una idea sobre ello: la soledad, que parecía acompañarme toda mi vida, podía dejar paso a una compañía diferente con la que jamás había soñado. Me había reconciliado con mi estado, incluso alcanzado cierta paz interior con mi situación. Por primera vez en mucho tiempo me sentía completa. Y entonces, al principio del tercer mes perdí al niño. No fue un accidente de automóvil, no me caí por las escaleras, no hubo hecho dramático alguno que desencadenase el aborto. Fue algo espontáneo: de repente, comencé a sangrar. Me trasladaron a urgencias, pero no hubo nada que hacer. Tuvieron que ingresarme un par de días en el hospital: no se le expliqué a nadie. Estuve sola, en mi habitación, pensando en todo lo ocurrido, y así fue como decidí que debía cambiar de vida, alejarme de la universidad y de todo lo que representaba.

»Esta es la historia. El resumen de un resumen, pero es ella, en su esencia. Por eso, cuando Mary Ann me explicó la historia de Chris, April y Craig, después de haber visto las fotos, adiviné que ella estaba embarazada. Y desde entonces no logro quitarme de la cabeza que existe una conexión entre ella y yo que va más allá de la coincidencia de las fechas. ¿Comprendes bien lo que te estoy explicando?

Si bien Bety se había explicado con un tono de voz neutro, como quien relata acontecimientos lejanos y que ya no le incomodan, sus ojos no mentían; estaban cargados de lágrimas. Solo sus repetidos pestañeos evitaban que se deslizasen por sus mejillas mientras se esforzaba en detenerlas. Enrique unió una terrible desazón a su propia tristeza y sintió que debía consolarla, pero comprendió que no habría palabras suficientes para ello. En ocasiones la calidez de otro cuerpo es capaz de proporcionarnos consuelo, como si volviéramos a ser niños pequeños abrazando a nuestra madre, buscando en ella esa incondicional entrega que pertenece a ese mundo privado e intransferible. Enrique asintió, y después la abrazó: no había ni el deseo apagado que antes sintiera, ni la evocación de su antiguo amor, solo un cariño infinito que ella no rechazó.

Bety lloró.

Lo hizo largo rato; no fue un
crescendo
furioso que la llevase al desgarro interior, sino un lamento contenido que brotó poco a poco, como una marea incontenible que todo lo anegara, con lentitud, pero irrefrenable. Permaneció entre sus brazos largo rato. Maldijo la situación, su incapacidad, su destino; se culpó de todo aquello que era su responsabilidad y también de aquello que no lo era. No hubo nada racional en el hilo de sus pensamientos, estaba demasiado comprometido emocionalmente con ella para disociar con claridad sentimientos y razón.

Por fin, ella se detuvo.

Enrique la vio hermosa, más que nunca, y más que nunca se sintió cercano a ella. Bety exudaba su dolor y Enrique lo percibía como si se tratase de un aura que la rodeara. Si de algo andaba sobrado él era de empatía hacia el dolor ajeno, máxime cuando se trataba de alguien a quien tanto quería.

—Gracias, Enrique. Gracias, de verdad.

—Cómo lo siento, Bety. Qué podría decirte…

—No digas nada. Estabas aquí. Para esto volviste a la ciudad.

—Ahora lo comprendo.

—No quiero hablar más sobre ello, Enrique. Vámonos de aquí. Quiero ir a casa, hace frío y estoy helada.

—Está bien.

Caminaron hasta el aparcamiento. Enrique le ofreció las llaves a Bety, pero esta las rechazó. Montaron, y Enrique encendió el utilitario, conduciendo despacio hacia el camino del faro. El parque de atracciones ofrece dos accesos, uno por la carretera que lleva al barrio de Igueldo y otro, más directo, que serpentea por el paseo del faro, pasando justo por delante del piso de Enrique. Fueron hacia este último; la barrera del punto de acceso estaba alzada, por lo que Enrique no tuvo que detenerse.

La carretera discurría entre la tupida vegetación de la montaña y la escarpada ladera; abajo, a más de doscientos metros de distancia, las olas golpeaban el acantilado. La primera parte de la carretera avanzaba pegada a la ladera, sin todavía descender hacia la ciudad. No estaba iluminada, y el automóvil se desplazaba iluminando el asfalto con el haz de luz de los faros. A un lado, proyectándose hacia la oscuridad del mar, el faro largaba los destellos destinados a situar la costa a los marineros.

Llegaron a la zona de curvas, cerca del faro, donde abruptamente se iniciaba el descenso en una desenfrenada sucesión de curvas. En la primera de ellas el chirrido de los neumáticos agarrándose al asfalto se dejó oír, y Bety, aún destemplada, pidió moderación a Enrique.

—No vayas tan rápido, por favor.

Enrique no respondió.

Llegaron a la segunda curva, con un giro de ciento ochenta grados. El coche iba cada vez más rápido, y Enrique dio un volantazo centrándolo en la mitad de la carretera.

—¡Enrique! ¿¡Se puede saber qué estás haciendo!?

La tercera curva se les venía encima cuando Enrique, por fin, atinó a contestarle:

—¡No hay frenos! ¡No funcionan!

Y en ese preciso instante, a toda velocidad, se precipitaron sobre ella.

62

—¡
E
nrique!

—¡Sujétate!

Un pequeño pretil separaba la carretera del barranco. El coche impactó lateralmente sobre él, desplazándolo hacia el asfalto e impidiendo que cayera al vacío, pero no detuvo su marcha. Con un angustioso chirrido de los neumáticos continuó avanzando hacia la siguiente curva; el choque le hizo perder parte de su velocidad, pero la inclinación de la carretera hizo que la recuperase casi de inmediato.

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