—¿De qué cantidades estamos hablando?
—No eran sumas demasiado altas. Aparte de la de este otoño.
—¿Cuánto?
—Eh… treinta mil.
—¿Para qué?
Jon se rascó la cabeza.
—Un proyecto, pero no quería contarme de qué se trataba. Solo me comentó que tendría que viajar al extranjero. Que ya me enteraría, dijo. Y sí, me pareció mucho dinero, pero no pago demasiado de alquiler y no tengo coche. Y por una vez, lo veía entusiasmado. Tenía curiosidad por averiguar de qué se trataba, pero entonces… Bueno, pasó esto.
Harry iba tomando nota.
—Ya. ¿Qué hay del lado oscuro de Robert como persona?
Harry aguardó. Concentró la mirada en la mesa y dejó que Jon reflexionara mientras surtía su efecto el vacío del silencio, ese vacío que, tarde o temprano, siempre acaba sacando a la luz algo, una mentira, una digresión desesperada o, en el mejor de los casos, la verdad.
—De joven, Robert era… —empezó Jon, pero enmudeció.
Harry no dijo nada, no parpadeó.
—Le faltaban… escrúpulos.
Harry asintió con la cabeza, sin levantar la vista, animándolo a continuar sin llegar a romper ese vacío.
—Me asustaba lo que pudiera hacer. Era muy violento. Como si albergara en su interior a dos personas distintas. Una de esas personas, de naturaleza calculadora, fría y controlada, sentía curiosidad por… ¿Cómo decirlo? Reacciones. Sentimientos. Quizá también sufrimiento… Cosas así.
—¿Podrías ponerme un ejemplo?
Jon tragó saliva.
—Un día, al volver a casa, me dijo que quería enseñarme algo en el lavadero del sótano. Había metido al gato en un pequeño acuario vacío donde mi padre tenía sus guppies, y había introducido la manguera por debajo de una tabla de madera que tapaba el acuario. Abrió el grifo a tope. Fue tan rápido que el agua casi llegó a llenar el recipiente antes de que lograse quitar la tabla de madera y sacar al gato. Robert dijo que solo quería comprobar la reacción del animal, pero a veces me pregunto si lo que pretendía era ver mi reacción.
—Ya. Si era así, es extraño que nadie lo haya mencionado.
—No había muchas personas que conocieran esa faceta de Robert. Supongo que yo tengo parte de culpa. De pequeño mi padre me obligó a prometerle que vigilaría a Robert para que no se le ocurriera cometer ninguna acción realmente mala. Lo hice lo mejor que pude. Y, como decía, no es que no supiera controlar sus acciones. Era frío y cálido al mismo tiempo, si puedo expresarlo así. De modo que, en esencia, solo los más allegados conocieron… la otra cara de Robert. Bueno, y alguna que otra rana —sonrió Jon—. Las soltaba en el aire atadas a un globo de helio. Cuando mi padre lo pilló, le dijo que, en su opinión, era muy triste ser rana y no ver nada con los ojos de un pájaro. Y yo… —se le quedó la mirada perdida en el vacío y Harry pudo comprobar que los ojos le brillaban con la amenaza del llanto—. Me eché a reír. Mi padre estaba furioso, pero no pude evitarlo. Solo Robert podía hacerme reír de esa manera.
—Ya. ¿Y esas cosas fueron desapareciendo con la edad?
Jon se encogió de hombros.
—Si te soy sincero, no estoy al tanto de a qué se ha dedicado Robert estos últimos años. Cuando mi padre y mi madre se mudaron a Tailandia, Robert y yo perdimos el contacto.
—¿Por qué?
—Esas cosas suelen pasar entre hermanos. No tiene por qué existir una razón.
Harry no contestó, solo esperó. Un portazo resonó en la entrada del bloque.
—También hubo asuntos de faldas —dijo Jon.
El sonido lejano de sirenas de ambulancia. Un ascensor emitía un tarareo metálico. Jon tomó aire y dejó escapar un suspiro.
—Con muchachas jóvenes.
—¿Cómo de jóvenes?
—No lo sé. Pero si Robert no mentía, bastante jóvenes.
—¿Por qué iba a mentir sobre eso?
—Creo que, como te decía, le gustaba ver mi reacción.
Harry se levantó y se acercó a la ventana. Un hombre cruzaba el Sofienbergparken por un sendero que parecía una línea marrón e irregular que un niño hubiese trazado en una hoja blanca. En el lado norte de la iglesia se extendía un pequeño cementerio cercado perteneciente a la Comunidad de Moisés. Ståle Aune, el psicólogo, le había contado que, cien años atrás, el Sofienbergparken había sido un cementerio.
—¿Era violento con algunas de esas chicas? —preguntó Harry.
—¡No! —El grito de Jon resonó en las paredes desnudas.
Harry no dijo nada. El hombre ya había cruzado el parque y ahora atravesaba la calle Helgesen en dirección al edificio.
—No, según él —dijo Jon—. Y si me hubiese confesado lo contrario, no lo habría creído.
—¿Conociste a alguna de las chicas con las que salía?
—No. No las conservaba mucho tiempo. En realidad, solo había una chica que realmente le interesara.
—Ah, ¿sí?
—Thea Nilsen. Estaba obsesionado con ella desde jóvenes.
—¿Tu novia?
Jon miró pensativo el interior de la taza de café.
—Podría pensarse que debería haber sido capaz de mantenerme alejado de la única chica a la que mi hermano había decidido querer, ¿verdad? Y sabe Dios que me he preguntado por qué me ha sido imposible.
—¿Y?
—Solo sé que Thea es la persona más fantástica que he conocido.
El tarareo del ascensor cesó de repente.
—¿Sabía tu hermano lo que había entre Thea y tú?
—Descubrió que nos habíamos visto algunas veces. Albergaba sus sospechas, Thea y yo hemos intentado mantenerlo un poco en secreto.
Llamaron a la puerta.
—Es Beate, mi colega —anunció Harry—. Ya abro yo.
Dio la vuelta al bloc de notas, dejó el bolígrafo al lado, en paralelo, y recorrió los pocos pasos que lo separaban de la puerta. Forcejeó un poco hasta que comprendió que debía tirar hacia dentro y logró abrirla. La cara que aguardaba al otro lado estaba tan sorprendida como la suya. Se quedaron mirándose un momento. Harry percibió un olor dulzón y perfumado, como si la otra persona acabara de utilizar un desodorante muy fuerte.
—¿Jon? —preguntó el hombre con tono interrogante y prudente.
—Por supuesto —dijo Harry—. Lo siento, es que esperábamos a otra persona. Un momento.
Harry volvió al sofá.
—Preguntan por ti.
Tan pronto como se hundió en el mullido sillón, se dio cuenta de que había ocurrido algo en ese mismo instante, en los últimos segundos. Comprobó que el bolígrafo seguía paralelo al bloc. Intacto. Pero había algo, que el cerebro había registrado, que no había tenido tiempo de contextualizar correctamente.
—Buenas noches —oyó decir a Jon, a su espalda. Un tratamiento educado y reservado. Con entonación interrogante. Como se saluda a una persona que uno no conoce, ni sabe qué quiere. Allí estaba otra vez aquella sensación. Algo pasaba, algo olía mal. Esa persona. Había utilizado el nombre de pila de Jon al preguntar por él, pero obviamente, Jon no lo conocía.
—
What message
? —preguntó Jon.
En ese momento, lo vio claro. El cuello. El hombre llevaba algo en el cuello. Un pañuelo. El nudo de croata. Harry dio con ambas rodillas en la mesa de salón al levantarse y las tazas de café se volcaron mientras gritaba:
—¡Cierra la puerta!
Pero Jon estaba hipnotizado mirando al frente. Encorvado, como si quisiera prestarle ayuda a alguien.
Harry tomó impulso, saltó por encima del sofá y corrió hacia delante.
—
Don't
… —dijo Jon.
Harry apuntó bien y se abalanzó. Tuvo la sensación de que la escena se congelaba. Era algo que ya había experimentado con anterioridad, esa sensación que se tiene cuando la adrenalina sube y altera el sentido del tiempo. Era como moverse en el agua. Y sabía que era demasiado tarde. Notó la puerta contra el hombro derecho, la cadera de Jon contra el izquierdo, y en el tímpano la oleada del ruido a pólvora que explota y de la bala que acaba de salir de una pistola.
Y llegó el estallido. De la bala. De la puerta que dio con el marco y se cerró otra vez. Y de Jon, que se desplomó y chocó con el armario ropero y el canto de la encimera de la cocina. Harry se volvió de lado y miró hacia arriba. Y vio que el picaporte bajaba.
—Mierda —susurró poniéndose de rodillas.
Por dos veces tiraron con fuerza de la puerta.
Logró agarrar a Jon del cinturón, ya muerto, y arrastrarlo por el suelo de parqué hacia el dormitorio.
Alguien trajinaba al otro lado de la puerta. Se oyó otro disparo. Saltaron astillas en medio de la puerta y se movió uno de los cojines del sofá; una solitaria y grisácea pluma empezó a elevarse hacia el techo y se oyó un burbujeo procedente del cartón de leche semidesnatada que estaba en la mesa. El chorro de leche trazó una parábola débil y blanca sobre la mesa.
La gente subestima lo que puede hacer un proyectil de nueve milímetros, pensó Harry, colocando a Jon de espaldas. Una única gota de sangre manaba del agujero que tenía en la frente.
Volvió a oírse el ruido. Y un tintineo de cristal roto.
Harry sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de marcación rápida de Beate.
—Sí, pesado, ya voy —dijo Beate después del primer tono—. Estoy fue…
—Escúchame —la interrumpió Harry—. Comunica por radio que queremos que acudan todos los coches patrulla, ahora. Con las sirenas en marcha. Hay alguien fuera del apartamento que pretende cubrirnos de plomo. Y no te acerques. ¿Recibido?
—Recibido. No cuelgues.
Harry dejó el móvil en el suelo a sus pies. Ahora arañaban la pared. ¿Lo habría oído hablar? Se quedó sentado sin moverse. El ruido rasposo se oía más cerca. ¿Qué clase de paredes tenían en aquel edificio? Un proyectil capaz de atravesar un portón insonorizado no tendría el menor problema a la hora de perforar unas planchas de yeso y el aislante térmico de un tabique. Aún más cerca. Dejó de sonar. Harry aguantó la respiración. Y entonces lo oyó. Jon respiraba.
Por encima de los ruidos habituales de la ciudad se elevaba uno que sonó a música en los oídos de Harry. Una sirena de policía. Dos sirenas de policía.
Aguzó el oído por si seguían los arañazos. Nada. Huye, rezó. Lárgate. Y se atendió su ruego. Un ruido de pasos que se precipitaban por el pasillo y luego escaleras abajo.
Harry apoyó la nuca en el frío suelo de parqué y miró al techo. Entraba aire por debajo de la puerta. Cerró los ojos. Diecinueve años. Dios mío. Aún le faltaban diecinueve años para la jubilación.
J
UEVES, 17 DE DICIEMBRE
H
OSPITAL Y CENIZA
En el escaparate de una tienda vio el reflejo de un coche de policía que llegaba deslizándose por la calle detrás de él. Continuó andando, pero tuvo que controlarse para no echar a correr, tal y como había hecho unos minutos antes al bajar volando la escalera desde el apartamento de Jon Karlsen y salir precipitadamente a la calle, donde casi se lleva por delante a una joven que hablaba por el móvil, y cruzar el parque a toda velocidad en dirección oeste, hasta las calles llenas de gente donde se encontraba ahora.
El coche de policía iba a la misma velocidad que él. Vio una puerta, la abrió y tuvo la sensación de haber entrado en una película. Una película americana con Cadillacs, corbatas de cordón y jóvenes Elvis. La música que salía de los altavoces se parecía a la de viejos discos de
hillbilly
al triple de velocidad, y el traje del barman parecía robado de la cubierta del disco.
Estaba mirando a su alrededor en el minúsculo bar, sorprendentemente lleno, cuando se dio cuenta de que el barman le estaba hablando.
—
Sorry
?
—
A drink, sir
?
—¿Por qué no? ¿Qué me propones?
—Tal vez un
«Slow Comfortable Screw-Up
». O mejor un whisky de las islas Orcadas. Parece que lo necesitas.
—Gracias.
El sonido de una sirena de policía sonaba ondulante. En el bar hacía tanto calor que empezó a sudar. Se quitó el pañuelo y lo guardó en el bolsillo del abrigo. Recibió con alegría el humo del tabaco que inundaba la sala y camuflaba el olor de la pistola que llevaba en el bolsillo del abrigo.
Le dieron la copa y buscó un sitio cerca de la pared, hacia la ventana.
¿Quién sería la otra persona del apartamento? ¿Un amigo de Jon Karlsen? ¿Un familiar? ¿O solo alguien con quien Jon compartía piso? Tomó un trago de whisky. Le supo a hospital y a ceniza. ¿Y por qué se hacía esas preguntas tan estúpidas? Solo un policía podía haber reaccionado como lo hizo ese tío. Solo un policía conseguiría ayuda tan rápidamente. Y ahora sabían cuál era su objetivo. Eso dificultaría el trabajo. Tenía que contemplar la posibilidad de retirarse. Dio otro trago.
El agente había visto el abrigo de pelo de camello.
Se fue a los servicios, guardó la pistola, el pañuelo y el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta y metió el abrigo dentro del cubo de basura que había bajo el lavabo. Una vez fuera, se quedó de pie en la acera oteando la calle arriba y abajo, tiritando y frotándose las manos.
El último trabajo. El más importante. Aquel del que dependía todo.
Tranquilo, se dijo. Ellos no saben quién eres. Vuelve al punto de partida. Piensa de forma positiva.
Pero aquel pensamiento le martilleaba sin cesar: ¿quién era el hombre del apartamento?
—No tenemos ni idea —confesó Harry—. Solo sabemos que podría ser el asesino de Robert.
Apartó las piernas para dejar paso al enfermero que arrastraba la cama vacía por el estrecho pasillo.
—¿Podría… podría ser él? —preguntó Thea Nilsen vacilante—. ¿Es que hay varios?
Estaba sentada de lado y se aferraba a la silla de madera como si tuviese miedo de caerse.
Beate Lønn se inclinó y le puso la mano en la rodilla a Thea, como queriendo reconfortarla.
—No lo sabemos. Lo más importante es que todo ha salido bien. El médico dice que solo sufre una conmoción cerebral.
—Que le causé yo —dijo Harry—. Y con el canto de la encimera de la cocina se hizo el hermoso agujero de la frente. La primera bala falló, la encontramos en la pared. La otra acabó dentro del cartón de leche. ¿Te lo imaginas? Dentro del cartón de leche. Y la tercera, en la despensa, entre las pasas y…
Beate lanzó a Harry una mirada que venía a decir que, en aquel momento, Thea no debía estar interesada por curiosidades balísticas.
—En fin. Jon se encuentra bien, pero estaba inconsciente, así que los médicos lo van a dejar en observación, de momento.