El redentor (25 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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Recurrió a la ayuda de un profesional para enfrentarse a la pérdida. Al cabo de unos meses consiguió volver a hablar con otras personas. Llegado el verano, se fueron a la cabaña que los Gilstrup tenían en la costa oeste de Suecia, donde intentó quedarse embarazada de nuevo. Pero una noche Mads Gilstrup encontró a su mujer llorando delante del espejo del dormitorio. Ragnhild le dijo que era un castigo por haber deseado abortar. Él la consoló, pero cuando sus dulces caricias se volvieron más insistentes, ella lo apartó de un empujón y le anunció que sería la última vez en bastante tiempo. Mads creyó que se refería a los partos y accedió enseguida. De modo que cuando se enteró de que se refería al acto en sí, se sintió defraudado y desesperado. Mads Gilstrup se había aficionado a la copulación y, sobre todo, a la dosis de autoestima que le proporcionaba provocar lo que él percibía como orgasmos pequeños pero numerosos. Aun así, aceptó su explicación sobre el dolor por la pérdida y los cambios hormonales posteriores al parto. Ragnhild consideraba que no podía contarle que los dos últimos años había sido para ella una obligación, y que el poco deseo que Mads lograba despertar en ella se esfumó en la sala de partos cuando reparó en la estúpida expresión bobalicona y horrorizada de su cara. Y que cuando, llorando de felicidad, se le cayeron las tijeras a la hora de cortar el cordón que era el triunfo de todo padre, le entraron ganas de abofetearlo. Y tampoco le parecía bien revelarle que, el último año, ella y el mediocre de su jefe habían ido satisfaciendo juntos las exigencias de sus necesidades sexuales.

Ragnhild era la única corredora de bolsa de Oslo a la que le habían ofrecido convertirse en socia de pleno derecho al inicio de su permiso de maternidad. Pero, para sorpresa de todos, renunció a su puesto. Le habían propuesto otro trabajo. Administrar la fortuna familiar de Mads Gilstrup.

Durante su cena de despedida, le explicó al jefe que, en su opinión, ya era hora de que los corredores de bolsa la adulasen a ella, y no al contrario. Y no dijo ni una palabra sobre la verdadera razón: que, por desgracia, Mads Gilstrup había fallado a la hora de encontrar buenos asesores, su único cometido, y que la fortuna familiar había menguado a una velocidad tan alarmante que ella y su suegro, Albert Gilstrup, tuvieron que intervenir. Aquella fue la última vez que Ragnhild vio al jefe corredor de bolsa. Unos meses más tarde se enteró de que estaba de baja por enfermedad, tras mucho tiempo de padecimientos relacionados con el asma que sufría.

A Ragnhild no le gustaba el círculo de amistades de Mads y, por lo que tenía entendido, tampoco a él le gustaba. Sin embargo, asistían a sus fiestas cuando los invitaban, ya que, al fin y al cabo, era peor la posibilidad de quedar fuera del círculo de personas que pintaban o poseían algo. Una cosa eran los hombres pomposos y engreídos, convencidos de que su dinero les proporcionaba razones para serlo. Pero lo de sus mujeres («esos vejestorios», como las llamaba Ragnhild para sí misma) era peor. Amas de casa cotorras, derrochadoras y obsesionadas con el aspecto físico, con unas tetas que parecían de verdad y aquel bronceado auténtico porque ellas y los niños acababan de pasar dos semanas en Saint-Tropez para «descansar» de niñeras y obreros ruidosos que nunca terminaban las piscinas y las cocinas nuevas. Hablaban con verdadera preocupación de lo mal que se compraba últimamente en Europa, pero, por lo demás, sus miras no alcanzaban más que de Slemdal a Bogstad y, en última instancia, a Kragerø, en verano. Ropa, retoques de cara y aparatos de gimnasia eran los temas habituales entre las amigas, puesto que esos recursos constituían las herramientas necesarias para retener a sus pomposos maridos; y esa era, en realidad, su única misión en la tierra.

A veces, cuando le venían estos pensamientos a la cabeza, Ragnhild se sorprendía. ¿Tan distintas eran a ella? Tal vez las diferenciase el hecho de que ella trabajaba. ¿Explicaba eso que le resultase insoportable ver sus caras engreídas en el restaurante Vinderen, cuando se quejaban de la fraudulenta distribución de las pensiones y de cómo se escaqueaba lo que, con cierto desdén, llamaban «la sociedad»? ¿O era otra cosa? Porque algo había pasado. Una revolución. Había empezado a preocuparse por otra persona. No se había sentido así desde Amalie. Y Johannes.

Todo empezó con un plan. Los valores seguían bajando debido a las desafortunadas inversiones de Mads, había que tomar medidas drásticas. No se trataba solamente de reinvertir el dinero en activos de menor riesgo; se habían acumulado deudas que había que saldar. En pocas palabras, necesitaban un golpe financiero. El suegro propuso la idea. Y más que a golpe, aquello olía a asalto. Y no a un asalto a bancos bien protegidos, sino a un asalto menor a señoras mayores. Una señora del Ejército de Salvación. Ragnhild había repasado la cartera inmobiliaria del ejército, que era impresionante. Bueno, los edificios estaban más o menos en buen estado, pero tanto el potencial como la ubicación eran excelentes. Sobre todo los edificios situados en el centro de Oslo, en especial los de Majorstua. La contabilidad del Ejército de Salvación le había revelado dos datos: que el ejército necesitaba dinero, y que las propiedades estaban muy infravaloradas en el balance. Lo más probable era que no estuviesen al tanto del valor de los bienes que poseían, porque dudaba de que quienes tomaban las decisiones fueran los cuchillos más afilados del cajón. Además, quizá fuese el momento perfecto para comprar, ya que el mercado inmobiliario había bajado igual que las acciones, y otros indicadores importantes empezaban a apuntar hacia arriba.

Solo tuvo que hacer una llamada para concertar una cita.

Y un precioso día de primavera, se dirigió en coche al Cuartel General del Ejército de Salvación.

La recibió David Eckhoff, el comisionado, y ella lo conquistó con su jovialidad en tres segundos. Reconoció en él a un macho alfa de esos que ella sabía manejar tan bien y pensó que aquello podría actuar en su favor. La condujo hasta una sala de reuniones donde había gofres, un café asombrosamente malo, un colega más mayor y dos jóvenes. El mayor era el jefe de administración, un teniente coronel que pronto se jubilaría. Los jóvenes eran Rikard Nilsen, un joven tímido que, a primera vista, se parecía a Mads Gilstrup. Nada comparado con la impresión que le causó conocer al otro joven que, con una sonrisa prudente, le estrechó la mano y se presentó como Jon Karlsen. No fue su figura alta y encorvada, la cara despejada de muchacho ni la calidez de la voz… Fue la mirada. El joven la miró directamente a los ojos. A su interior. Como ya lo hiciera una vez otra persona. Era la mirada de Johannes.

Durante la primera parte de la reunión, mientras el jefe de administración explicaba que el volumen de facturación del Ejército de Salvación ascendía a casi mil millones de coronas, una parte importante de las cuales procedía de los ingresos generados por los alquileres de las doscientas treinta propiedades que tenían repartidas por todo el país, ella permaneció en un estado que rozaba el trance e intentó no mirar al joven. Ni su pelo ni las manos, que descansaban tranquilamente sobre la mesa. Ni los hombros, que no llenaban del todo el uniforme negro, un uniforme que, desde la infancia, Ragnhild había relacionado con señores y señoras mayores que cantaban la segunda voz de canciones de tres acordes y sonreían a pesar de que no creían en la vida antes de la muerte. Llegó a la conclusión, sin darle demasiadas vueltas, de que el Ejército de Salvación era para aquellos que no encajaban en ningún otro sitio, para los simples, para los que no eran alegres ni listos, para aquellos con los que nadie quería jugar, los que veían en el ejército una hermandad en la que hasta ellos cumplían los requisitos: el de cantar la segunda voz.

Cuando el jefe de administración hubo acabado, Ragnhild dio las gracias, abrió la carpeta que traía y pasó una hoja A4 por encima de la mesa hasta el comisionado.

—Esta es nuestra oferta —dijo—. Deducirá fácilmente cuáles son las propiedades que nos interesan.

—Gracias —respondió el comisionado mirando la hoja.

Ragnhild intentó leer su expresión. Pero se dio cuenta de que no significaría gran cosa. Sobre la mesa, delante de él, había unas gafas de leer.

—Nuestro especialista repasará las cuentas y nos hará las recomendaciones oportunas —anunció el comisionado sonriente antes de pasarle la hoja… a Jon Karlsen. Ragnhild advirtió el tic en el rostro de Rikard Nilsen.

Ella deslizó por la mesa la tarjeta de visita hasta dejarla delante de Jon Karlsen.

—Si tenéis alguna duda, no dudéis en llamarme —añadió Ragnhild, sintiendo la mirada del joven como un contacto físico.

—Gracias por la visita, señora Gilstrup —dijo el comisionado Eckhoff juntando las manos—. Prometemos dar una respuesta dentro de… ¿Jon?

—Un breve plazo.

El comisionado sonrió jovialmente.

—Dentro de poco.

Los cuatro la acompañaron hasta el ascensor. Nadie dijo nada mientras esperaban. Cuando se abrieron las puertas, ella se inclinó hacia Jon Karlsen y dijo bajito:

—Cuando quieras. Usa el número del móvil.

Intentó captar su mirada para sentirla una vez más, pero no le dio tiempo. Cuando bajaba, ya sola en el ascensor, Ragnhild Gilstrup sintió la oleada violenta y dolorosa de la sangre al bombearle en las venas y empezó a temblar.

Al cabo de tres días, él llamó para rechazar la oferta. La habían considerado y habían llegado a la conclusión de que no querían vender. Ragnhild rebatió frenéticamente sus objeciones haciendo hincapié en el precio, en la débil posición del Ejército de Salvación en el mercado inmobiliario, en la falta de profesionalidad en el modo que tenían de administrar sus propiedades, en que las bajas amortizaciones anotadas en la contabilidad ocultaban las pérdidas derivadas de los bajos alquileres que aplicaban, y que el Ejército de Salvación debía diversificar sus inversiones. Jon Karlsen la escuchó sin interrumpirla.

—Gracias —repuso cuando ella hubo terminado—. Gracias por estudiar a fondo este asunto, señora Gilstrup. Y como economista, no estoy en desacuerdo con lo que dices. Pero…

—¿Pero qué? El cálculo no deja lugar a dudas… —se oyó decir Ragnhild con la respiración silbante y entrecortada al teléfono.

—Pero está el aspecto humano.

—¿Humano?

—Los inquilinos. Las personas. Personas mayores que llevan viviendo allí toda la vida, soldados del Ejército de Salvación jubilados, refugiados, personas que necesitan seguridad. Ellos son el aspecto humano. Vosotros los echaréis para rehabilitar esos apartamentos y alquilarlos o venderlos con beneficios. El cálculo es, como bien dices, inequívoco. Tu aspecto económico es incontestable, y yo lo acepto. ¿Aceptas tú el mío?

Ella se quedó sin respiración.

—Yo… —empezó.

—Me encantará acompañarte a saludar a esas personas —sugirió él—. Así lo entenderás mejor.

Negó con la cabeza sin decir nada.

—Me gustaría aclarar el malentendido en lo que a nuestras intenciones se refiere —dijo ella—. ¿Estás ocupado el jueves por la noche?

—No. Pero…

—¿Por qué no nos vemos en Feinschmäcker a las ocho?

—¿Qué es Feinschmäcker?

Ella no pudo evitar sonreír.

—Un restaurante de Frogner. El taxista sabrá llevarte.

—Si está en Frogner, iré en bici.

—Bien. Nos vemos.

Citó a Mads y al suegro para explicarles lo sucedido.

—Parece que la clave está en ese joven asesor —dijo el suegro, Albert Gilstrup—. Si captamos su atención, los inmuebles serán nuestros.

—Pero ya te digo que no le interesa el precio que pagamos.

—Claro que sí —insistió el suegro.

—¡Que no!

—No, al Ejército de Salvación, no, claro. Ahí puede agitar la bandera. Tenemos que apelar a su codicia personal.

Ragnhild negó con la cabeza.

—Ese hombre no. Él… él jamás se prestaría a eso.

—Todo el mundo tiene un precio —sentenció Albert Gilstrup con una sonrisa tristona y moviendo el índice ante la cara de Ragnhild de un lado para otro, como un metrónomo—. El Ejército de Salvación ha abandonado el pietismo, y el pietismo es la forma en que las personas prácticas se acercan a la religión. Por eso el pietismo fue tan popular aquí en el norte, cuando era una zona económicamente deprimida. Primero pan y luego oraciones. Propongo dos millones.

—¿Dos millones? —repitió Mads dando un respingo—. ¿Por… hacer una recomendación de venta?

—Solamente si se efectúa la venta, por supuesto.
No cure, no pay
.

—Aun así, es una cantidad de locos —protestó el hijo.

El padre contestó sin mirarlo.

—Aquí la única locura es que haya sido posible mermar una fortuna familiar como la nuestra en una época en la que todo lo demás ha subido.

Mads Gilstrup abrió la boca como un pez, pero de ella no salió sonido alguno…

—Ese asesor suyo no tendrá valor para negociar el precio si opina que la primera oferta es demasiado baja —dijo el suegro—. Tenemos que hacer un
knock-out
en el primer intento. Dos millones. ¿Tú qué dices, Ragnhild?

Ragnhild asintió despacio con la cabeza mientras se concentraba en algún punto fuera de la ventana, porque no podía soportar mirar al marido que estaba sentado en la sombra, con la cabeza inclinada junto al flexo. Jon Karlsen aguardaba ya sentado a la mesa cuando ella se presentó. Parecía más pequeño de lo que recordaba, pero probablemente se debiera a que había cambiado el uniforme por un traje que parecía un saco, que ella supuso que habría comprado en Fretex. O quizá porque se sintiera fuera de lugar en un restaurante tan elegante. Volcó el florero cuando se levantó para saludarla. Lograron coger las flores con una acción conjunta y se echaron a reír. Después hablaron de todo un poco. Cuando él le preguntó si tenía hijos, ella se limitó a negar con la cabeza.

¿Tendría él niños? No. Ya, pero a lo mejor tenía… Ajá, tampoco.

La conversación derivó hacia las propiedades del Ejército de Salvación, pero Ragnhild se dio cuenta de que argumentaba sin la chispa de siempre. Él sonrió educadamente y tomó un sorbo de vino. Ella subió la oferta un diez por cien. Él negó con la cabeza sin dejar de sonreír e hizo un comentario sobre lo bien que le sentaba el collar, que ella sabía que iba muy bien con el color de su piel.

—Un regalo de mi madre —mintió sin el menor esfuerzo. Pensó que tal vez así la miraría a los ojos. A esos ojos de iris azul claro y esclerótica limpia.

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