—Sí, cierre.
Lo hizo. Girándose para acompañarla de vuelta a la entrada, dijo:
—¿Cómo ha oído hablar de esto? ¿Y qué hace a ese tipo tan importante?
—Oh… La gente llama al periódico, ya sabe. Como los conductores de ambulancias, por ejemplo. Les damos algunos billetes para que nos mantengan al corriente.
Mientras hablaba, ante ella flotaba una visión como un horrible balón colgando de un hilo: el rostro aplastado. Tragó saliva con esfuerzo para evitar la náusea.
—Y él es… quiero decir era uno de los hombres clave de Austin Train.
Stanway giró bruscamente su cabeza.
—¡Entonces no me extraña que esté interesada! ¿Era de aquí el tipo? Oí que los trainitas habían hecho una salida de fuerza hoy.
—No, de Colorado. Se ocupa… se ocupaba… de un
wat
cerca de Denver.
Habían llegado al final del corredor entre los antihornos. Con la formal educación que su sexo merecía, lo cual normalmente odiaba pero que podía aceptar de este hombre en su calidad de anfitrión, Stanway mantuvo la puerta abierta para que ella pasara delante, y la miró francamente por primera vez desde su llegada.
—Dígame, ¿querría usted… esto…? —Era un mal comunicador, ese Stanway, al menos en lo referente a mujeres—. ¿Desea sentarse un rato? Está como verde.
—¡No, gracias! —dijo con demasiada vehemencia— Peg odiaba mostrar cualquier signo de debilidad por miedo a que fuera interpretado como «femenino». Se relajó levemente un poco más tarde. De todos los hombres que conocía, sospechaba que aquél era uno de los últimos de quien podía esperar que explotara un fallo en su guardia—. Entienda —admitió—: lo conocía.
—Ah. —Satisfecho—. ¿Un buen amigo?
Había otro corredor allí, con el suelo recubierto por un revestimiento blando y las paredes empapeladas monótonamente. Una chica salió por una puerta de cristal opaco llevando una bandeja con tazas de café. Peg captó su fragancia.
—Sí… ¿Ha enviado la policía a alguien para identificarlo?
—Todavía no. He oído decir que están sobrecargados de trabajo. La manifestación, supongo.
—¿Han tomado sus pertenencias del coche?
—Supongo que deben haberlo hecho. A nosotros no nos han dado ni siquiera sus documentos de identificación… sólo uno de esos formularios que llenan en el lugar del accidente. —Luchando con Dios sabía cuántos casos parecidos diariamente, Stanway no demostraba un interés particular—. Por lo que he leído, de todos modos, parecen preocupados. Debía estar borracho o drogado para hacer lo que hizo. Y si era uno de los directos colaboradores de Train, van a dejarse notar muy pronto, ¿no cree?
Aún no habían llegado a la puerta que conducía al exterior, pero Peg se puso apresuradamente su mascarilla filtro.
Servía para cubrir suficientemente al traidor de su rostro.
Era una larga caminata hasta el lugar donde había dejado su coche: un Hailey, por supuesto, por principios. Su visión estaba tan enturbiada cuando lo alcanzó —y no sólo por el aire que le picaba en los ojos— que intentó dos veces meter la llave al revés en la cerradura. Cuando finalmente se dio cuenta, estaba tan nerviosa que se rompió una uña abriendo la puerta.
Se llevó el dedo a la boca y, en vez de cortar el trozo roto, lo arrancó. Su dedo empezó a sangrar.
Pero al menos el dolor le ofreció un anclaje a la realidad. Con calma, enrolló en torno a la herida un pañuelo de papel de la guantera y pensó en telefonear su historia. Era una buena historia. Tanto para las noticias de la televisión como para los periódicos. Muerto en la autopista: Decimus Jones, edad treinta años, arrestado dos veces por drogas y una por asalto, cubierto por la cantidad media de mierda que se supone puede acumular un joven negro de nuestros días. Pero reformado de pronto (se dice por ahí) por los preceptos de Austin Train a la edad de veintiséis años, convertido en el cerebro motor de las operaciones trainitas cuando se extendieron por Colorado… y no porque comprendiera el nombre «trainita» más de lo que lo comprendía Austin. Austin decía que el término adecuado para ellos era «commie», no por «comunista», contra lo que pudiera creerse, sino por «comensalista», lo cual significaba que tú y tu perro, y la pulga en el lomo del perro, y la vaca y el caballo y la liebre y la ardilla y el nematodo y el paramecio y la espiroqueta, se sientan todos al final en la misma mesa. Pero se había convertido simplemente en un punto de controversia cuando se cansó de oír a la gente gritarle que era un traidor.
Tenía que asegurarse de que Decimus fuera devuelto lo antes posible a la biosfera. Había olvidado mencionarlo. ¿Debía volver? Infiernos, supongo que lo hizo constar en su testamento. Si hacen algún caso del testamento de un hombre negro…
Alguien debería decírselo a Austin. Sería terrible si se enteraba por los periódicos o la televisión.
¿Yo?
Oh, mierda. Sí, soy la primera que me he enterado. Así que tengo que ser yo.
Su mente se convirtió bruscamente en un caos de imágenes entremezcladas, como si tres personas tomaran simultáneamente posesión de su cabeza. Stanway, sin saberlo, había hecho precisamente la pregunta a la que se había visto obligada a contestar honestamente: «¿Un buen amigo?».
¿Buen amigo? ¡Más bien el único! ¿Por qué? ¿Porque era negro y era feliz en su matrimonio y no se sentía interesado por el exotismo de las chicas blancas? (¿Quién se lo dirá a Zena y los chicos?) En parte, quizá. Pero lo que importaba era que Decimus Jones, saludable, macho y hetero, había tratado a la erótica y tentadora Peg Mankiewicz… como a una amiga.
Será mejor que sea Austin quien se lo diga a Zena. Yo no
podría
. Y felices Navidades a todos.
Después de eso la confusión fue total. Podía prever los acontecimientos que resultarían de su muerte como si los estuviera leyendo en una bola de cristal. Todo el mundo se haría automáticamente eco de Stanway: «Para saltar así de su coche debía estar drogado… ¡o quizá loco!».
Sin embargo ella lo había conocido como un hombre muy cuerdo. Y en cuanto a estar drogado, eso pertenecía a su muy lejano pasado. De modo que no había podido actuar por su propia voluntad. De modo que alguien debía haberle hecho tragar algo muy fuerte. Y sólo había un motivo para pensar que alguien hiciera algo así: desacreditarlo a toda costa.
Repentinamente se dio cuenta de que había estado mirando, sin verla, a una de las pruebas del paso de los trainitas por su aparcamiento, una calavera y dos tibias en la puerta de un coche aparcado a un lado del suyo. El de ella, naturalmente, no estaría marcado.
Sí. Tenía que haberse tratado de un intento de desacreditar a Decimus. Tenía que haber sido eso. Esa gente de plástico estereotipada e intercambiable con el signo del dólar en sus ojos no podía soportar el compartir su semiarruinado planeta con alguien que se saliera de los surcos marcados por ellos. Un ex delincuente negro se suponía que debía morir en una pelea callejera, o mejor aún en la celda de una prisión, cumpliendo una condena de noventa y nueve años. Para ellos, el hecho de ser amado y respetado como un doctor o un sacerdote, tanto por los negros como por los blancos… ¡les revolvía el estómago!
Les revolvía el estómago. Oh, Cristo. Rebuscó en su bolso la píldora que debería haber tomado hacía más de una hora. Y se obligó a tragársela sin agua, pese a su tamaño.
Por regla general, hoy en día, a uno no le quedaba otro remedio.
Al fin decidió que se estaba volviendo demasiado sentimental, y giró la llave en el contacto. Había vapor acumulado aún del viaje de ida y el coche se puso en marcha silenciosa e instantáneamente.
Y limpiamente. Nada de alquilos de plomo, prácticamente nada de CO, nada peor que CO
2
y agua. Alabados sean, si hay Alguien escuchando, aquellos que luchan por preservarnos de las consecuencias de nuestra propia locura destructiva.
A la salida del aparcamiento, si hubiera querido dirigirse a la oficina, hubiera girado a la derecha. Por el contrario, giró a la izquierda. Probablemente no había más de cien personas en el país que pudieran estar seguras de localizar a Austin Train cuando lo desearan. Si su director hubiese sabido que entre ellas se contaba una de sus propias periodistas que nunca había utilizado la información con fines profesionales, probablemente la hubiera perseguido con una pistola.
…veterano de las campañas en Indochina y las Filipinas, convertido hoy en el último de un gran número de ex-oficiales en unirse al plan de adopción Doble-V, aceptando en su familia a una niña huérfana de ocho años con graves cicatrices probablemente debidas a quemaduras de napalm. Comentando su decisión, el general dijo, cito, Jamás he hecho la guerra a los niños, sino solamente a aquellos que buscan la destrucción de nuestro modo de vida. Fin de la cita. Preguntado acerca de sus impresiones sobre el éxito de la operación Doble-V antes de abandonar la Casa Blanca para dirigirse a su principal compromiso del día, una comida organizada por los antiguos miembros de su club de fans oficial, en el que se rumorea va a pronunciar un importante discurso sobre política exterior, Prexy dijo, cito, Imagino que si no pueden abrirse camino por la puerta principal intentarán deslizarse por la trasera. Fin de la cita. La investigación del Congreso sobre los supuestos sobornos en los que se hallarían implicadas personalidades importantes de la Comisión Federal de Utilización de Tierras…
—Te-goosey-goosey-galpa. —La lluvia caía tan densa que los limpiaparabrisas del Land Rover apenas podían con ella, y la carretera estaba en un estado terrible. Pese a las cuatro ruedas motrices, patinaba y se desviaba constantemente, y de tanto en tanto sus ruedas se metían en socavones que hacían sobresaltarse a Leonard Ross.
—Derríbala y arráncale la cabellera…
La canción del doctor Williams apenas era audible por encima del rugir del motor y el golpetear de la lluvia pero, de todos modos, era posible determinar que la melodía pertenecía a una canción infantil: el patito feo.
—¡Venga, arriba! Que agite los brazos, que mueva el trasero…
Otro socavón. Leonard miró preocupado hacia atrás para comprobar que el equipo estaba bien, y deseó no haberlo hecho. El asiento de atrás estaba ocupado también por el policía asignado para escoltarles, que tenía una repulsiva enfermedad cutánea purulenta, y el estómago de Leonard ya estaba lo suficientemente alterado sin aquello.
—¡Y nadie la recoge
ráááááá
! —concluyó Williams triunfalmente, y añadió sin recuperar el aliento—. ¿Cuánto tiempo hace que está con Auxilio Mundial?
—Oh… —por un instante Leonard no se dio cuenta de que la pregunta era una pregunta—. Hará unos cuatro años.
—¿Y nunca había estado antes por esta parte del mundo?
—Me temo que no.
—¡Muy típico! —con una risa burlona—. Al menos espero que le hayan puesto en antecedentes.
Leonard asintió. Lo habían sumergido en masas de datos, y su cabeza aún estaba repiqueteando. ¡Pero aquel país estaba tan lleno de paradojas! Para empezar, cuando supo que el nombre de su contacto en Guanagua era Williams, supuso que se trataba de un americano. No estaba preparado para encontrarse con un británico maníaco que llevaba un tweed Harris en aquella pegajosa humedad subtropical. Y sin embargo, parecía una muestra lógica en una nación cuya primera capital, tras trescientos cincuenta y siete años, había sido descalificada porque sus ciudadanos objetaban que el gobernador mantenía a una amante, y cuya actual capital era tan poco importante que ni siquiera tenía ferrocarril y las líneas aéreas habían renunciado a servirla.
—Cada vez que alguien intenta alzar a este país agarrándolo por las posaderas —dijo Williams— algo va mal. ¡Es un acto de Dios! Si así es como realmente le gusta divertirse a El, ¡entonces no es extraño que los Tupamaros hagan tantos progresos! No por aquí, por supuesto, sino en las ciudades. ¡Mire esta carretera! Según los estándares locales es una suntuosa autopista. Resulta tan malditamente difícil llevar las mercancías a los mercados que la mayoría de la gente no tiene dinero suficiente para comprar los productos manufacturados ni siquiera herramientas decentes. Pero de tanto en tanto alguien coge la locura y se entusiasma cultivando productos rentables en vez de productos de subsistencia: algodón, café, ese tipo de cosas… y el asunto marcha durante algún tiempo, y luego, crash, se derrumba. Todo ese trabajo para nada. Como esta vez. Venga y véalo usted mismo.
Inesperadamente frenó el Land Rover en un lugar donde la carretera estaba bordeada por rocas que llegaban a la altura de la rodilla de un hombre. Mirando a través del parabrisas salpicado por las gruesas gotas de la lluvia, Leonard vio un miserable poblado rodeado en dos lados por hileras de plantaciones de café, y en los otros dos por maíz y judías. Los campos parecían competentemente cuidados, pero las plantas estaban marchitas.
Saltando del coche, Williams añadió:
—¡Traiga sus cosas!
—Mire, esta lluvia no va a parar en muchas semanas, ya sabe, ¡así que será mejor que se acostumbre a ella!
Leonard, contrariado, tomó su equipo de campaña y saltó a la lluvia. Sus gafas se empañaron al instante, pero su vista era lo suficientemente mala como para no quitárselas. El agua empezó a resbalar por su cuello. Siguió las huellas que Williams había marcado en el saturado suelo.
—No importa para dónde mire —dijo Williams, deteniéndose a la altura de la planta de café más próxima—. Encontrará a esos bichos por todas partes.
Para comprobar la indicación, Leonard empezó a hurgar en el barro junto a la planta. Tras una pausa dijo:
—Es usted inglés, ¿verdad, doctor?
—Galés, en realidad —respondió en tono frío.
—¿Le importa si le pregunto cómo vino a parar aquí?
—Una chica, si realmente quiere saberlo.
—Lo siento. No quería…
—¿Ser indiscreto? Por supuesto que no. Pero se lo diré de todos modos. Era la hija de uno de los miembros de la embajada en Londres. Muy hermosa. Yo tenía veinticuatro años, ella diecinueve. Pero su familia era católica de Comayagua, donde son muy estrictos, y naturalmente no deseaban que se casara con un metodista. Así que la metieron en un barco y la enviaron a casa. Yo terminé mis estudios, ahorrando como un loco para pagarme un pasaje hasta aquí y pensando que si podía convencerles de que iba en serio… ¡Infiernos, me hubiera convertido si hubiera sido necesario!