El rebaño ciego (2 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El rebaño ciego
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—Ajá —dijo el guardia, tomando el billete y enrollándolo expertamente con una sola mano, como un cigarrillo—. Vaya. Deben estarle esperando.

Señaló al otro lado del aparcamiento, donde una señal luminosa sobre una puerta giratoria deseaba al mundo una feliz Navidad de parte de la Angel City Interstate Mutual.

¿
Estarle
esperando? ¡Confío en que eso no signifique que no han querido empezar sin mí!

Los pies plantados sobre los signos de Libra, Escorpio, Sagitario, mientras la puerta giratoria emitía un ruido a fieltro. Giró duramente; las juntas estancas debían haber sido renovadas recientemente. Al otro lado, un vestíbulo adornado con frías paredes de mármol, decorado también con emblemas zodiacales. La publicidad de la Angel City estaba centrada en la idea de escapar al destino para el que uno había nacido, y tanto aquellos que creían seriamente en la astrología como aquellos que eran escépticos apreciaban la semipoética cualidad del estilo publicitario resultante.

Allí el aire no sólo estaba purificado sino delicadamente perfumado. Aguardando en un banco y con aspecto aburrido, había una muy decorativa chica mulata clara, con un ajustado vestido verde, con modosas mangas, y una falda cuyo borde inferior tocaba casi los talones cubanos —corrección: Miranda— de sus zapatos negros.

Pero el vestido estaba abierto por delante hasta la cintura. Y además llevaba unos panties púbicos, con un mechón de pieles en la entrepierna sugiriendo pelo.

La última noche en las Vegas: Cristo, debí perder la cabeza, sabiendo que tenía que dormir bien, estar en plena forma para hoy. Pero no me siento en absoluto así. Me siento… Oh, Dios, me gustaría saberlo. ¿Jactancioso? ¿Deseoso de un cambio? Dennie, te juro que te quiero, no tengo intención de tirar mi trabajo por la ventana. ¡Ni siquiera voy a mirar a esta chica! Chalmers creo que está en la tercera planta, ¿no? ¿Dónde está el directorio? Oh, detrás de esos distribuidores de mascarillas filtro.

(Sin embargo, entremezclado, el orgullo de trabajar para una firma cuya progresista imagen llegaba hasta el punto de asegurarse de que sus secretarias fueran siempre a la última moda. Aquel traje no era de orlon o de nylon; era de lana.)

Sin embargo, era imposible no mirar. Ella se levantó y le dio la bienvenida con una amplia sonrisa.

—¡Usted es Philip Mason! —Su voz era un poco ronca. Era reconfortante saber que había gente en Los Angeles a quien le afectaba el aire. Si aquella ronquera no le diera esa cualidad erótica…—. Nos conocimos la última vez que estuvo usted aquí, aunque probablemente no debe recordarlo. Soy la ayudante de Bill Chalmers, Felice.

—Sí, la recuerdo. —Había vencido a la tos, pero aún le quedaba una ligera sensación de escozor en los párpados. Su afirmación no era simple cortesía: la recordaba realmente, pero su última visita había sido en verano y ella llevaba un traje corto y un peinado distinto.

—¿Hay algún lugar donde pueda lavarme las manos? —añadió, mostrando sus palmas para probar que quería decir
lavar
. Estaban casi viscosas debido a las partículas en suspensión en el aire que habían escapado al precipitador de su coche. No había sido diseñado para el aire de California.

—Desde luego. Al final del corredor, a la derecha. Le esperaré.

El lavabo de caballeros tenía en su puerta el signo de Acuario y el de damas el signo de Virgo. En una ocasión, cuando llevaba poco tiempo en la compañía, provocó las risas generales de un grupo de colegas sugiriendo que, en interés de una auténtica igualdad, debería haber tan sólo una puerta, señalada Géminis. Hoy no estaba de humor.

Bajo la puerta cerrada de uno de los cubículos: unos pies.

Suspicaz ante la incidencia de ataques en los lavabos de caballeros en aquellos días, hizo sus necesidades con un ojo clavado en aquella puerta. Un débil sonido de succión llegó a sus oídos, luego un tintineo. ¡Cristo, una jeringuilla llenándose! ¿Un adicto con un vicio costoso, que se había encerrado allí buscando intimidad? ¿Debía sacar su pistola a gas?

Así se llega a la paranoia. Los zapatos elegantemente lustrados, no podían ser los de un adicto que descuida su apariencia. Además, habían pasado más de dos años desde que lo asaltaron por última vez en un lugar semejante. Las cosas estaban mejorando. Se dirigió a la hilera de lavabos, cuidando de elegir uno cuyo espejo reflejara el cubículo ocupado.

No deseando dejar manchas de grasa en la clara tela de sus pantalones, buscó cuidadosamente en el bolsillo una moneda para echar en el distribuidor de agua. Maldita sea. El asqueroso aparato había sido alterado desde su última visita. Tenía monedas de cinco y veinticinco centavos, pero el cartel indicaba solo monedas de diez centavos. ¿No habría alguno gratuito? No.

Estaba a punto de volver sobre sus pasos para pedirle a Felice que le diera cambio cuando la puerta del cubículo se abrió. Un hombre vestido de oscuro, acabando de ajustarse una chaqueta cuyo bolsillo lateral derecho parecía abultado, salió de allí. Su rostro le recordó a alguien. Philip se relajó. Ni un adicto ni un extraño. Sólo un diabético, quizá, o un hepático. Al que no le iba tan mal, después de todo, a juzgar por sus rubicundas mejillas y su sana complexión. ¿Pero quién…?

—¡Ah! Usted debe estar aquí por esta conferencia con Chalmers. —Avanzando varios pasos, el no-extraño hizo el gesto de tender la mano, luego lo canceló con una risita.

—Perdone, será mejor que me lave las manos antes de estrecharle la suya. Soy Halkin, de San Diego.

También prudente.

—Yo soy Mason, de Denver. Ah… ¿tiene alguna moneda suelta de diez centavos?

—Sí. Le invito.

—Gracias —murmuró Philjp, y tapó cuidadosamente el desagüe antes de abrir el agua. No tenía idea de cuánta iba a proporcionarle una moneda de diez centavos, pero si era la misma cantidad que año y medio antes proporcionaba una de cinco sólo tendría la suficiente para enjabonarse y aclarar. Aunque tenía treinta y dos años, hoy se sentía como un quinceañero tímido, inseguro, acomplejado. La piel le picaba como si estuviera llena de polvo. El espejo le dijo que no se notaba y que su pelo oscuro, peinado hacia atrás, seguía en su sitio. No había de qué preocuparse. Pero Halkin llevaba ropas prácticas, casi negras, mientras que él se había puesto su traje más nuevo y elegante…, según los estándares de Colorado, ciertamente determinados por la afluencia anual de la jet set de los deportes de invierno, y era de un color azul pálido porque Denise decía que hacía juego con sus ojos y, aunque inarrugable, mostraba ya manchas de mugre en el cuello y los extremos de las mangas. Memorándum para sí mismo: la próxima vez que viniera a Los Angeles…

El agua era terrible, no valía los diez centavos. El jabón —al menos la compañía tenía pastillas en los lavabos, en lugar de pedir otros diez centavos para una servilleta de papel impregnada— apenas hacía espuma entre sus palmas. Cuando se frotó la cara le entró un poco por la comisura de la boca, y sabía a sal marina y a cloro.

—Ha llegado con retraso como yo, supongo —dijo Halkin, girándose para secar sus manos en el secador de aire caliente, que también era gratis—. ¿Qué fue… esos sucios trainitas ocupando Wilshire?

Lavarse la cara había sido un error. No había toallas, ni papel, ni nada parecido. Y no se le había ocurrido comprobarlo antes. Entonces recordó lo de las fibras de celulosa en las aguas del Pacífico. Eso debía ser la causa de la falta de papel. La sensación de ser un quinceañero torpe le acosó como nunca cuando tuvo que contorsionar la cabeza para meterla en el chorro de aire caliente, sin dejar de pensar: ¿qué es lo que utilizan como papel higiénico… cantos rodados, al estilo musulmán?

No obstante, había que mantener las apariencias a toda costa.

—No, me retrasé en la autopista de Santa Mónica.

—Ah, ya. Oí decir que el tráfico era muy denso hoy. ¿Sabe algo del rumor acerca de que había aparecido el sol?

—No fue eso. Un… —dominó el ridículo impulso de asegurarse de que ningún negro estaba escuchando, como Felice o los guardias del aparcamiento— …negro loco saltó de su coche en medio del embotellamiento e intentó correr al otro lado de la calzada.

—No me diga. Iba cargado, ¿eh?

—Supongo que debía estarlo. Oh, gracias —Halkin le mantenía educadamente abierta la puerta—. Naturalmente, los coches que aún avanzaban en el carril de la izquierda tuvieron que frenar y desviarse y
¡bang!,
debieron ser al menos cuarenta los que chocaron. No lo alcanzaron por milagro. Claro que eso no le sirvió de nada. El tráfico que venía de la ciudad debía ir a ochenta o cien en aquel lugar, y cuando saltó la línea divisoria se dio de frente contra un coche deportivo.

—Dios mío. —Se habían acercado a Felice, que les aguardaba junto a un ascensor con la puerta abierta; entraron con ella, y Halkin alzó su mano hacia los mandos—. Es el tercero, ¿no?

—No, no estamos en la oficina de Bill. Estamos en la sala de conferencias, en el séptimo.

—¿Sufrió algún daño su coche? —preguntó Halkin.

—No, afortunadamente el mío no se vio metido en el lío. Pero tuvimos que quedarnos sentados allí durante más de media hora hasta que despejaron la autopista… ¿Dijo usted que fue retenido por los trainitas?

—Sí, en Wilshire. —La sonrisa profesional de Halkin dejó paso a un gesto de desdén—. La mayoría de ellos sucios objetores tan solo. ¡Apostaría a que sí! Cuando pienso el tiempo que estuve sudando por su culpa… Usted hizo su servicio militar, supongo.

—Sí, por supuesto; en Manila.

—Yo lo pasé en Vietnam y Laos.

El ascensor estaba frenando, y todos miraron a los números iluminados. Pero no era el séptimo, era el quinto. Las puertas se abrieron mostrando a una mujer con un rostro pecoso que dijo entre dientes:

—¡Oh, mierda! —pero entró de todos modos en el ascensor.

—Subiré con ustedes y luego volveré a bajar —añadió en voz más alta—. Una puede quedarse esperando hasta el día del juicio final en este asqueroso edificio.

Las ventanas de la sala de conferencias eran de un brillante color gris amarillento. La sesión había empezado sin aguardar a los dos últimos y Philip dio las gracias por no tener que entrar solo. Había ocho o nueve hombres presentes, sentados en confortables sillas provistas de mesillas plegables en el brazo de la derecha con libros, blocs de notas y grabadoras personales. Frente a ellos, al otro lado de una mesa en forma de boomerang desnutrido: William Chalmers, vicepresidente a cargo de las operaciones interestatales, un hombre de pelo negro, rozando los cincuenta, que había desarrollado demasiada barriga para los ceñidos trajes que llevaba. De pie, interrumpido por la intrusión: Thomas Grey, el actuario más antiguo, un hombre calvo y delgado, de unos cincuenta años, con unas gafas de cristales tan gruesos que uno llegaba a imaginar que su peso era el causante de que sus hombros estuviesen habitualmente caídos. Parecía irritado; se rascó de forma ausente el sobaco izquierdo a la vez que inclinaba levemente la cabeza como saludo a los recién llegados.

Chalmers, en cambio, les dio la bienvenida cordialmente, barrió sus disculpas con un gesto de su mano, les señaló los asientos vacíos… en primera fila, por supuesto. El reloj de la pared señalaba las once y dos minutos en vez de las diez y media previstas. Intentando ignorar aquel detalle, Philip tomó el fajo de papeles que le había sido asignado y distribuyó sonrisas mecánicas a sus colegas que ya conocía de otras veces.

De otras veces…

No pensar en Laura. ¡Dennie, te quiero! ¡Quiero a Josie quiero a Harold, quiero a mi familia! Si tan solo no hubieras insistido en que yo…

Oh, cállate. ¡No hagas una montaña de un grano de arena! Pero su situación era precaria. Era sabido por todos que durante casi siete años había sido el más joven de los directores de zona de la Angel City: Los Angeles, San Francisco, California del Sur, Oregón, Utah, Arizona, Nuevo México, Texas, Colorado. Estaba prevista la subdivisión de Texas para el año próximo, decían los rumores, pero por el momento no se había producido. Aquello significaba que sus pasos estaban siendo seguidos por hordas de talentudos y diplomados subempleados. Él tenía seis vendedores con título universitario. Correr para permanecer en el mismo sitio…

—¿Y si continuáramos? —dijo Grey. Philip se acomodó en su sillón. La primera vez que vio al actuario lo había considerado como una desecada extensión de sus computadoras, perdido en un mundo en el que sólo los números poseían realidad. Después supo que había sido idea de Grey el adoptar el simbolismo astrológico como material de promoción de la firma, confiriéndole así a la Angel City el status de ser la única compañía de seguros de importancia cuyos clientes menores de treinta años aumentaban con tanta rapidez como la proporción de la población que representaban. Alguien con esta visión era digno de ser escuchado.

—Gracias. Estaba explicando por qué están ustedes aquí.

Sus ojos giraron hasta el límite de sus órbitas, tenía la boca entreabierta, la respiración jadeante.

—Es inútil que lo niegues —dijo—. ¡Ninguna mujer te ha hecho sentir más hombre!

Philip se tocó la parte interna de la mejilla con la punta de la lengua. Ella le había dado una sonora bofetada con el revés de su mano y había salido de la habitación del motel con ojos llameantes porque él le había ofrecido dinero. Era un corte. Sangró durante cinco minutos. Estaba cerca de su canino superior derecho, durante toda su vida el más puntiagudo de sus dientes.

—Es debido —continuó Grey— al aumento de las primas de los seguros de vida que vamos a vernos obligados a implantar a partir de primero de enero próximo. Naturalmente, siempre hemos calculado nuestras cifras bajo la presunción de que las expectativas de vida en los Estados Unidos seguirían aumentando. Pero durante los últimos tres años, de hecho, han empezado a descender.

UNA PERCHA PARA GALLINAS

A las nueve los trainitas habían esparcido tachuelas por la calzada y creado un atasco monumental que se extendía a lo largo de doce manzanas. Los polis, como siempre, estaban en otro lado…, y como siempre también, había montones de simpatizantes dispuestos a aumentar la diversión. Era imposible calcular cuántos aliados tenía el movimiento; así por encima, sin embargo, se podría decir que en las ciudades de Nueva York, Chicago, Detroit, Los Angeles o San Francisco la gente estaba dispuesta a aplaudirles, mientras que en los suburbios que las rodeaban o en el Medio Oeste la gente estaba más dispuesta a ir en busca de sus armas. En otras palabras, tenían menos apoyo en las zonas que habían votado por Prexy.

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