Disminuyendo de nuevo la velocidad, señaló con el brazo a un grupo de diez o doce personas, incluidas un par de mujeres, que habían encendido una hoguera al aire libre ante lo que había sido anteriormente una hermosa casa y estaban bailando en círculo, palmeando rítmicamente como acompañamiento musical. Todos iban descalzos. Lucy pensó que una de las mujeres debía estar ebria; sus ropas de colores chillones habían caído de la parte superior de su cuerpo, y sus pesados pechos saltaban al ritmo de sus tambaleantes movimientos.
—Oh, son buena gente —dijo el mayor Obou—. Simples quizá, pero buenos por naturaleza. Me siento tan feliz de que esta maldita guerra haya terminado. Y… —con un rastro de atrevimiento— …feliz de que nos haya traído de fuera amigos como usted…
Detuvo el jeep. Habían llegado a la casa de ella, una de un grupo de casas edificadas originalmente por una de las compañías con sede en París que operaban allí para contratar mano de obra barata. Cuando habían sido construidas habían gozado de la intimidad de una densa vegetación. Ahora los árboles y matorrales habían desaparecido, víctimas de los defoliantes, y el suelo estaba removido por los impactos de los obuses. Cuando Lucy había llegado el lugar hedía horriblemente a carroña, sobre todo humana. Seguía oliendo mal, pero ahora el hedor dominante era el de los tubos de escape de los camiones y aviones.
El mayor le ayudó a bajar del jeep con una formalidad pasada de moda. Estuvo a punto de echarse a reír ante el espectáculo que ella debía ofrecer, sucia y con las ropas rotas. El coñac se le había subido un poco a la cabeza.
—¿Recordará lo que le he propuesto, lo hará? —murmuró él, estrechando su mano. Luego la dejó marchar, saludó, y subió de nuevo al coche.
La sirviente Maua había preparado una comida pasable: judías en lata, huevos reconstituidos, fruta en lata. Mientras tanto Lucy cambió sus manchadas ropas por una bata de tejido de toalla y se frotó el cuerpo con servilletas de papel impregnadas. El agua para lavarse era casi tan escasa como la potable. Empezaron a llegarle ruidos cuando los otros ocupantes de su hilera de casas fueron regresando: dos doctores, uno sueco y uno checo, un agrónomo mejicano, y funcionarios de las Naciones Unidas agregados a la Comisión de Refugiados eran sus más próximos vecinos. Más allá había algunas monjas italianas. Nunca se había habituado a verlas con blusa y pantalón pero llevando sus ridículos tocados sobre la cabeza. ¿Para qué? ¿Para desanimar la atención de los hombres?
Lo cual le recordó, mientras picoteaba su comida, la invitación de Obou. No se sentía inclinada a aceptar. ¿Por qué no… porque era negro? Creía que no. Esperaba que no. ¿Porque en este momento no podía pensar en nada como aquello con la debida atención? Muy probablemente. El mayor, después de todo, era una persona agradable, bien educada, obviamente inteligente puesto que hablaba francés e inglés casi tan bien como su lengua materna…
¡Materna!
Su estómago se revolvió de pronto. Era la peor cosa en que podía pensar mientras comía. Echó a correr ciegamente hacia la letrina en la parte de atrás de la casa, y allí desperdició la comida que se había obligado a engullir. Quizá, pensó mientras vomitaba de rodillas, no han sido los recuerdos los que me han dado náuseas, sino el coñac. Pero aquello no representaba ninguna diferencia.
Había demasiados de esos niños: muertos al nacer, afortunadamente, puesto que eran deformes. Una pensaba que después de Vietnam… Pero la gente no piensa, la mayor parte del tiempo. Gases contra las manifestaciones, gases lacrimógenos, gases de sueño, defoliantes, gases neurotóxicos, todo el arsenal de armas químicas utilizadas en la guerra moderna, habían saturado los tejidos de esa gente del mismo modo que el suelo. Una vez había ayudado a nacer a tres bebés malformados uno detrás de otro, en un grupo de refugiados que creían haber hallado al fin la seguridad. Pero durante todo el camino se habían alimentado de hojas y raíces.
Regresó finalmente, tambaleándose, no a la habitación donde había estado comiendo sino al dormitorio, y se hundió en un torpor que nada tenía que ver con el sueño.
Pensando, en mitad de la noche, que el ruido que estaba oyendo pertenecía a su pesadilla —sus sueños se veían acosados regularmente por el temor de que la lucha empezara de nuevo—, se obligó a sí misma a despertarse. Descubrió que ya estaba despierta. El sueño era real. Disparos.
Horrorizada, se sentó en la cama y tendió el oído. La habitación estaba completamente a oscuras, las cortinas de las ventanas corridas. Su instante de pánico pasó. Eran disparos lo que oía, sin lugar a dudas, pero tenían una cualidad dispersa, casi alegre, como ristras de petardos. Y al mismo tiempo, casi inaudibles, podía captar redobles de tambores… posiblemente incluso cantos.
Fue a dirigirse a la ventana, y casi inmediatamente descubrió que sus muslos estaban húmedos. Cristo. Había empezado su regla. Curiosamente, desde que había llegado a Noshri, había dejado de sufrir los dolores que la advertían por anticipado de su llegada y a los que ya se había acostumbrado, como si su mente estuviera tan absorta en los problemas de la vida y de la muerte que no tuviera tiempo de distraerse en las quejas de su propio cuerpo.
Encontró servilletas de papel para secarse y llamó a Maua. Aguardando a que viniera la criada, se dirigió a la ventana que daba a la ciudad y miró por entre las cortinas. Oh, sí. Fogatas. Un derroche, pero excusable. Licor escondido en algún lugar, sin duda… había visto a aquella mujer ebria bailando… o posiblemente fabricado a partir de desechos. Y con la Navidad tan cerca…
¿Fogatas?
Los juegos de luz adquirieron repentinamente su perspectiva. Las amarillentas llamas no eran pequeñas y cercanas, sino grandes y lejanas. En dirección a la pista de aterrizaje.
¡Un avión ardiendo!
—¡Maua! —gritó, y echó a correr en busca de la linterna que tenía siempre junto a su cama. La encontró, se apresuró hacia el cobertizo donde dormía la chica. El camastro estaba vacío.
—¡Oh, Dios! —murmuró Lucy.
Regresó corriendo a su habitación, con la intención de tomar sus ropas, unos tampax, la pequeña pistola del .22 que su padre le había dado pero que ella nunca había utilizado. Pero un momento más tarde oyó el ruido de una puerta en la sala de estar cuando alguien entró procedente del exterior, y tomó solamente la pistola. Seguía llevando la bata de toalla con la que se había echado en la cama.
Con la boca seca, las manos temblorosas, apagó la linterna y avanzó en silencio, descalza, hacia la sala de estar.
—¡Las manos arriba! —gritó, encendiendo de nuevo la linterna, y se sintió inmediatamente asustada por la forma en que su dedo se apretaba contra el gatillo. En el umbral yacía una forma en la que se mezclaban el caqui, el marrón oscuro y el rojo brillante. El rojo era sangre. Era el mayor Obou, tendido boca abajo, su mano derecha inerte junto a su automática, su hombro izquierdo acuchillado hasta el hueso.
—¿Mayor? —intentó decir, y descubrió que había perdido la voz. Vio su mano útil, como una colosal araña, reptar en busca de la perdida pistola—. ¡Mayor Obou!
Él la oyó y consiguió girar la cabeza sobre la alfombra de paja que cubría el suelo.
—
Vaut rien
—dijo confusamente, y se corrigió—: Nada dentro. Ninguna bala.
—¿Pero qué está ocurriendo? —Dejó caer su pistola y se inclinó con su linterna iluminando la herida, su mente girando sobre treinta cosas tan urgentes las unas como las otras: llamar a su vecino el doctor sueco, limpiar la herida, cerrar la puerta exterior, asegurarse de que él no había sido seguido por su atacante.
Realizando un supremo esfuerzo, él la sujetó por la muñeca cuando ella intentó alzarlo y cerrar la puerta.
—¡No salga, señorita! ¡No vaya allí! ¡Están todos locos, todos locos! ¡Mire mi brazo! Uno de mis hombres lo hizo, ¡uno de mis propios hombres! Lo sorprendí tomando un bol de comida de una pobre viuda con un bebé, y el cabo dijo es la tercera vez esta noche, así que ordené con mi revólver deja esto, ve a buscar más comida al avión para esa pobre gente a la que robaste. Es lo que debía decir un oficial, ¿no? Esa comida no es para los soldados, es para los pobres diablos muriéndose de hambre en la ciudad, ¿no? Entonces él tomó esa hacha y me golpeó, ¿ves? ¡Oh, cómo duele!
—¡Déjeme ir a buscar vendas! —gritó Lucy, pero él parecía no oírla. Muy abiertos, casi vidriosos, sus ojos estaban fijos en un punto indeterminado. Apretó sus dedos y las palabras brotaron frenéticamente, su cuidadosa sintaxis europea dejando paso a la gramática de su propia lengua.
—¡No, no ir! ¡Todos locos, digo! Gritan la ciudad está llena de fantasmas, fantasmas en todas partes, disparar a ellos, disparar a las sombras, ¡a todo! Dicen matar fantasmas, matar fantasmas
¡matar matar fantasmas!
Afuera se oyeron pasos, Lucy intentó soltarse de nuevo para poder ir a cerrar la puerta, no lo consiguió, y finalmente tuvo la idea de apagar la linterna para no atraer al merodeador loco. Lo que había dicho Obou no tenía sentido, pero los disparos eran más intensos y sonaban más cerca, y a través de la puerta abierta pudo ver que las llamas eran mayores y más intensas, como si toda la ciudad se estuviera convirtiendo en un volcán.
Pasos de nuevo. Más cercanos. Y su .22 estaba fuera de su alcance, y la pistola de Obou estaba vacía. Primero suavemente, luego con creciente pánico, luchó por soltarse. Una nueva luz, muy brillante, apareció en la puerta. Un instante antes de ser cegada por la luz vio a un hombre blanco con una camisa blanca sujetando una pistola; un instante después, comprendió lo que el haz de la linterna debía mostrar: una mujer blanca sujeta por un hombre negro, sus piernas abiertas y los muslos manchados de sangre, un caso de violación.
—¡No…! —empezó a gritar.
Pero era demasiado tarde. La pistola rugió. La bala la salpicó con fragmentos del mayor Obou.
Más tarde, alguien intentó explicárselo… era el doctor sueco, Bertil:
—¡Pero nosotros no sabíamos que estaba usted aquí! Cuando empezaron los desórdenes vimos a Maua y ella nos juró que usted no estaba en la casa. ¡Fuimos a la ciudad, y todos esos locos vinieron sobre nosotros con armas de fuego y hachas, gritando que éramos espíritus diabólicos, que había que matar a los fantasmas!
Ya había oído aquello antes. Apática, Lucy se mecía hacia adelante y hacia atrás en su silla, los ojos cerrados, su mano derecha frotando mecánicamente el punto de su brazo izquierdo donde le habían aplicado una inyección, los dos ritmos entrecruzándose con la cadencia del acento de Bertil.
—Alégrese de no haber visto lo que vimos nosotros: ¡toda la ciudad se ha vuelto loca, saqueando y quemando y matando!
—La persona a la que vi matando era usted. Usted disparó contra un hombre amable. Iba a irme con él. Me gustaba su sonrisa. Tenía una cara redonda con divertidas cicatrices en sus mejillas. Y ahora está muerto. Usted lo mató.
Gimió y se derrumbó al suelo.
Id a traer la Luz
A las salvajes orillas lejanas.
Proclamad la Ley del Justo
Allá donde están los más humildes.
*Paganos y obstinados Judíos,
Adoradores del Juggernaut,
Dadles la posibilidad de elegir
Lo que el Salvador enseñó.
Id donde el gentil Señor
Es aún desconocido,
Allá donde las tribus ignoradas
Viven en la solitaria oscuridad.
Armaos para enfrentaros al enemigo,
Caribes y caníbales,
Hombres que deben vivir tan bajos
Como cualquier animal.
*Cubrid los miembros desnudos,
Calzad los pies descalzos,
Silenciad los himnos paganos,
Conquistad al bruto impío.
Anunciadles la nueva del Amor,
Predicadles el Príncipe de la Paz,
Destruid sus bosques paganos,
Dadles la libertad divina.
—«El Sembrador Sagrado: recopilación de Himnos y Canciones Devotas adaptadas para el uso de Sociedades de Misiones», 1887; los versos señalados * pueden ser omitidos si se desea.
El RM-1808, en vuelo de Phoenix a Seattle, había informado de malas condiciones —fuertes turbulencias del aire— en las proximidades de Salt Lake City. Oyendo aquello, el navegante del TW-6036, el supersónico directo de Montreal a Los Angeles, pulsó las teclas de su ordenador y pasó una corrección de rumbo al piloto. Luego se recostó en su asiento y reanudó su cabezada.
Estarían en velocidad supersónica durante más de mil quinientos kilómetros todavía.
Sin nadie que le prestara atención, el gran televisor en color de veintinueve pulgadas mostraba imágenes de la violencia de hoy. La cámara barría indiferente las calles de la lejana Noshri, deteniéndose ocasionalmente en los cadáveres. Un perro, superviviente milagroso del período del último verano, cuando la gente pagaba cien francos locales por una rata, cincuenta por un puñado de maíz, apareció olisqueando el cuerpo de un niño, y un alto soldado negro le partió el lomo con la culata de su fusil.
—¡Mierda! ¿Has visto lo que le ha hecho ese hijo de negra a este pobre perro?
—¿Qué?
Pero la cámara había girado hacia los restos de un avión.
Aquello era Towerhill, último de los prósperos complejos deportivos de invierno de Colorado, y se hallaban en el Apendine Lodge, el mejor y más caro de sus alojamientos. Completamente nuevo, el lugar hacía todo lo posible por parecer antiguo. Había esquíes colgando de vigas de plástico, un fuego de leña simulado ardía en una chimenea de piedra. Al otro lado de una ventana de doble cristal que ocupaba casi toda una pared, potentes luces de arco iluminaban una magnífica ladera de cebrada nieve que se extendía hasta la cima del monte Hawes. Hasta el año pasado, pese a que aquella ciudad estaba apenas a ochenta kilómetros de Denver, la carretera era horrible, y tan sólo un puñado de visitantes se atrevían a ir hasta allí. La creciente tendencia de la gente a pasar sus vacaciones en la montaña, de todos modos, desde que el mar se había vuelto demasiado inmundo como para ser tolerable, no podía ser ignorada. Ahora la carretera era excelente y la zona había subido como la espuma. Había tres remontes ultramodernos y una sucursal de los Supermercados Biológicos Puritan. Había pistas para esquí mecánico tras vehículo de nieve, y el Colorado Chemical Bank planeaba doblar allí el volumen de sus operaciones. Uno podía practicar el patinaje y el curling, y la American Express había pedido una opción sobre un bloque de oficinas. Para el año próximo había proyectado un trampolín de características olímpicas.