Por debajo, sólo negrura. Por arriba, el muy estrecho jirón de cielo brillaba ahora. David decidió aguardar. Su reloj terrestre marcaba ya las once y esto casi valía también para Marte, ya que el período de la rotación se extendía apenas media hora más que el terrestre. Pronto el sol estaría sobre su cabeza.
Pensó con serenidad que los mapas de las cuevas marcianas, en el mejor de los casos, eran una mera aproximación, a causa de la acción de las ondas vibratorias que se expandían bajo la superficie del planeta. Aun cuando los errores fuesen mínimos, bien podría hallarse a muchos kilómetros de la real entrada a las cavernas.
Y, por otra parte, bien podría no haber ninguna entrada. Las cavernas tal vez fueran fenómenos naturales, como las de Carlsbad, en la Tierra. Sólo que estas cavernas marcianas se extendían a lo largo de cientos de kilómetros.
Amodorrado, aguardó suspendido libremente sobre la nada, entre la oscuridad y el silencio. Flexionó los dedos entumecidos; bajo los guantes, a pesar de ellos, el frío mordía sin contemplaciones. Durante el descenso, la actividad lo había mantenido a buena temperatura; ahora la quietud le hacía sentir el frío.
Casi decidido a reiniciar la marcha para caldearse un tanto, advirtió el primer rayo pálido de luz; desde muy arriba la luz amarillenta del sol se hundía, remisa, en las profundidades. Por sobre el borde de la fisura, en el Centro del diminuto jirón de cielo que seguía aún al alcance de su vista, apareció el sol. Diez minutos transcurrieron hasta que la luz llegó a su máxima intensidad, en el instante en que el globo solar fue visible por entero. Pequeño como se veía a los ojos de un terrestre, su diámetro abarcaba un cuarto del total de la fisura. David sabía que la luz tendría media hora o menos de duración y que la oscuridad volvería por veinticuatro horas a partir de entonces.
Se balanceó ampliamente, con una mirada a su alrededor. La pared del abismo no era lisa, sino aserrada, pero, de todos modos, vertical. Parecía un corte en el suelo marciano, hecho con un cuchillo de mal filo, aunque recto hacia abajo. El muro opuesto estaba mucho más cercano aquí que en la superficie, pero David estimó que aún debía descender unos tres o cuatro kilómetros para llegar a tocarlo.
Pero esto no significaba nada. ¡Nada!
Y luego vio las manchas de negrura. El aliento de David se quebró en un silbido. La negrura imperaba a su alrededor. Donde un diminuto saliente de la roca proyectaba su sombra, el resultado era una mancha negrísima. Sólo que una de esas manchas era perfectamente rectangular. Sus ángulos eran perfectos, o casi perfectos, ángulos rectos. Tenía que ser artificial; era alguna clase de entrada abierta en la misma roca.
Rápidamente cogió la esfera inferior de la escala y la arrojó en dirección a la mancha, tan lejos como le fue posible; fijó luego la otra esfera y fue alternándolas con la ansiedad aguda de que el sol iluminara toda su vía hasta esa mancha, de que la mancha no fuese una sombra ilusoria.
Ya traspuesta la anchura de la grieta, el sol rozaba ahora el borde de la pared en la que estaba suspendido. Frente a sus ojos, las rocas que habían sido amarillorrojizas se tornaban grises una vez más. Pero aún se proyectaba luz suficiente sobre la otra pared, aún podía distinguir su camino. Le restaban menos de treinta metros para llegar, cada peldaño lo acercaba más a su objetivo.
Trémula, la luz del sol se deslizaba por la pared opuesta; la oscuridad comenzaba a adensarse cuando arribó al límite de la mancha. Su mano enguantada palpó el borde de una cavidad tallada en la roca. Era un borde liso. No podía ser una cavidad más ni una falla natural. Tenía que haber sido hecho por un ser inteligente.
La luz del sol ya no le era imprescindible. El débil rayo de su linterna le bastaría. Jaló de la escala, y cuando arrojó una de las esferas se produjo un golpe seco bajo sus pies. ¡Una superficie!
Descendió de prisa y en pocos instantes se halló de pie sobre la roca. Por primera vez en más de seis horas se ponía de pie sobre algo sólido. Buscó la esfera desactivada, la fijó a nivel de su cintura, recuperó la escala, ajustó el cierre de seguridad y soltó la esfera. También por primera vez en más de seis horas ambos extremos de la escala quedaban libres.
David arrolló sobre su hombro y en torno a la cintura la cuerda de la escala y observó el lugar. En la superficie del muro rocoso la cavidad tenía unos tres metros de altura por un metro ochenta de ancho. Iluminó con su linterna el camino mientras avanzaba por el amplio pasaje; a poco de andar había arribado frente a una plancha de piedra pulida y sólida que le cerraba el paso.
También esto era obra de seres inteligentes. Tenía que serlo. Pero aun así resultaba una barrera que le impediría avanzar en su iniciada exploración.
De pronto un violentísimo dolor en los oídos le hizo girar sobre sí mismo. La explicación sólo podía ser una: de alguna manera la presión del aire se iba haciendo mayor en torno de él. Giró para retornar al muro de la grieta y no fue grande su sorpresa al hallarse con que la entrada que antes franqueara ahora se veía bloqueada por una roca inexistente un par de minutos atrás. Sin duda se había deslizado sin que se oyera el menor sonido.
Su corazón latía de prisa. Era evidente que estaba en algún tipo de cámara de aire. Con gran precaución se quitó la mascarilla e inhaló el aire nuevo: era tibio y sus pulmones lo recibieron con toda facilidad.
Regresó hacia la barrera interna. Ahora su confianza era total: aguardaba a que la roca se deslizara franqueándole el paso.
Y así, exactamente, ocurrió, pero un minuto antes David había sentido que una súbita presión le comprimía los brazos contra el cuerpo, como si le hubieran arrojado un potente lazo de acero que se estrechaba con fuerza en torno a su tronco. Tuvo apenas el tiempo de emitir un grito ahogado: casi inmediatamente una presión similar se abatió sobre sus piernas, juntándolas una con otra.
Así fue como, cuando la entrada interna se abrió y la vía de acceso estuvo libre ante él, David Starr no pudo mover manos ni pies.
David aguardó. Era una insensatez hablar al vacío. Sin duda, los entes que habían construido las cavernas y que así podían inmovilizarlo, con un método tan inmaterial, serían por entero capaces de jugar todas las cartas.
Sintió que lo alzaban del suelo, lentamente, hasta que su espalda alcanzó la posición horizontal. Hizo un intento de extender el cuello, pero se encontró con que su cabeza estaba casi inmovilizada. Las ataduras no eran tan rígidas como las que rodeaban sus miembros, sino que le parecía llevar unos arreos aterciopelados que, simplemente, limitaban sus movimientos.
Con suavidad, una fuerza invisible lo impulsaba hacia adelante. Le pareció que penetraba en una masa de agua tibia, fragante, respirable. En cuanto su cabeza, que fue la última porción de su cuerpo en hacerlo, abandonó la cámara de aire, un sueño profundo se cerró a su alrededor.
David Starr abrió los ojos con la sensación de que no había transcurrido el tiempo, pero experimentó la cercanía de una presencia viva. No estaba en condiciones de precisar la forma que adoptaba esa sensación. En primer lugar, cobró conciencia del calor. Era la temperatura de un día de verano en la Tierra. En segundo lugar, una débil luz rojiza lo rodeaba sin permitirle una visión completa; con todo, girando la cabeza distinguió las paredes de una pequeña habitación. Ni movimiento ni vida.
Sin embargo, en algún lugar cercano, debía estar en acción una poderosa inteligencia. David lo sentía con claridad, aunque no pudiese explicarlo.
Con cautela intentó mover una mano y no tuvo obstáculos para alzarla. Con infinitos interrogantes rebulléndole en la mente se sentó: estaba sobre una superficie flexible, pero cuya naturaleza no podía determinar por la carencia de luz.
Una voz se oyó de pronto:
—La criatura está en condiciones de reconocer su entorno...
La parte final de la frase se resolvió en un sonido sin significación. David no logró determinar de dónde provenía la voz. Surgía de todos y de ningún lado.
Una segunda voz resonó. Era distinta, aun cuando la diferencia era muy sutil: más gentil, más delicada, tal vez femenina.
—¿Te encuentras bien, criatura?
—No puedo veros —respondió David.
La primera voz (David estimó que se trataba de un hombre) se dejó oír una vez más:
—Como he dicho, es un... —nuevamente un sonido sin significación—. No estás en condiciones de ver la mente.
La frase final fue confusa, pero a David le pareció entender la expresión «ver la mente».
—Puedo ver la materia —dijo—, pero hay poca luz para ello.
Hubo un silencio, como si los dos seres estuviesen conferenciando, y luego apareció un objeto, depositado con delicadeza sobre la mano de David: era su linterna.
—¿Tiene esto —inquirió la voz masculina— algún significado para ti en lo que a luz respecta?
—Vaya, por supuesto. ¿No lo veis? —Encendió la linterna y con su haz luminoso recorrió el cuarto. Estaba vacío de vida, las paredes desnudas. La superficie sobre la que descansaba era transparente a la luz y se hallaba a algo más de un metro por encima del piso
—Es como te he dicho —resonó excitada la voz femenina—. El sentido de la visión de la criatura es activado por una radiación de onda corta.
—Pero en su mayor parte la radiación del instrumento es infrarroja y por eso he sacado mis conclusiones —protestó su interlocutor. La luz fue ganando brillo mientras la voz hablaba; viró hacia el anaranjado, luego hacia el amarillo y, por último, hacia el blanco.
David preguntó:
—¿Podéis bajar la temperatura de la habitación también?
—La hemos igualado a la de tu cuerpo.
—Sin embargo tendría que ser menor.
Al menos estaban bien dispuestos. Bienvenida y refrescante, una brisa fría sopló sobre David, que dejó que la temperatura descendiera hasta los veinte grados antes de detenerlos.
David pensó: «Creo que os estáis comunicando con mi mente en forma directa; tal vez por eso creo oíros hablar lengua internacional.»
La voz masculina respondió:
—La parte final de la frase es un sonido sin significación, pero es evidente que nos estamos comunicando.
David asintió para sí mismo; ahora comprendía por qué los sonidos sin significado. Cuando utilizaba un nombre propio que no era acompañado por ninguna imagen en su mente, sólo estaba emitiendo un elemento sin significación. Estática mental.
La voz femenina explicó:
—En la antigua historia de nuestra raza hay leyendas que relatan que nuestras mentes estaban cerradas unas a otras y que nos comunicábamos mediante símbolos visuales y auditivos. Por lo que dices, no puedo menos que preguntarme si tu propio pueblo no estará en esa situación, criatura.
—Así es —dijo David—. ¿Cuánto tiempo hace que me habéis traído a esta caverna?
La voz masculina repuso:
—No ha transcurrido aún una rotación planetaria. Te pedimos disculpas por las molestias que te hayamos ocasionado, pero ésta ha sido nuestra primera oportunidad de estudiar una de las nuevas criaturas de la superficie, viva. Hemos recogido a muchos antes de ahora; al último hace muy poco tiempo; pero ninguno estaba funcionando y la cantidad de información así obtenida ha sido, lógicamente, muy limitada.
David se preguntó si el cadáver recogido poco tiempo atrás habría sido el de Griswold. Con ciertas reservas, preguntó:
—¿Habéis finalizado el examen de mi persona?
La voz femenina. denotó una veloz reacción.
—Temes ser dañado. En tu mente hay la clara impresión de que tal vez seamos tan brutales como para interferir en tus funciones vitales con el objetivo de adquirir más conocimiento. ¡Qué terrible!
—Os pido perdón si os he ofendido. Sólo ocurre que desconozco vuestros métodos.
La voz masculina aseguró:
—Sabemos todo lo que nos es preciso saber. Podemos muy bien investigar tu cuerpo molécula por molécula sin necesidad de contacto físico. La evidencia de nuestros psicomecanismos es suficiente.
—¿Qué son esos psicomecanismos que has mencionado?
—¿Tienes conocimiento de las transformaciones mentales de la materia?
—Me temo que no.
Hubo una pausa y luego, tajante, la voz masculina dijo:
—Acabo de investigar tu mente. A juzgar por su textura, estimo que el alcance de tus principios científicos no te bastará para comprender mis explicaciones.
David se sintió llamado a la realidad.
—Perdón —dijo.
La voz masculina continuó:
—Querría hacerte algunas preguntas.
—Dime, señor.
—¿Qué significa la parte final de tu frase?
—Es una simple forma de apelación cortés.
Se produjo una pausa.
—Oh, ya comprendo. Complicas tus símbolos de comunicación según la persona a la que te dirijas. Una costumbre curiosa. Pero me estoy demorando. Dime, criatura, tú irradias un enorme calor. ¿Estás enfermo o eso puede ser normal?
—Es normal. Los cuerpos muertos que habéis examinado estaban, sin duda, a la temperatura del ambiente, cualquiera que fuese. Pero mientras funcionan, nuestros cuerpos mantienen la temperatura que más les conviene.
—¿Es decir que no sois nativos de este planeta?
—Antes de responder a tu pregunta —dijo David—, querría saber cuál sería vuestra actitud hacia criaturas semejantes a mí, nativas de otro planeta.
—Te aseguro que tú y tus semejantes nos resultáis indiferentes y que sólo despertáis nuestra curiosidad. Veo en tu mente que te inquietan nuestras motivaciones; veo que temes nuestra hostilidad. Rechaza tales pensamientos.
—¿O sea que puedes leer en mi mente la respuesta a tus preguntas? ¿Por qué, entonces, me interrogas tan específicamente?
—Sólo puedo leer emociones y actitudes generales, ya que no existe comunicación estricta. Pero tú eres una criatura y no lo comprenderás. Para una información exacta, la comunicación debe implicar un esfuerzo de voluntad. Por si esto fuera de utilidad para tu mente, te informaré que tenemos muchos motivos para creerte miembro de una raza no perteneciente a este planeta. Por una parte, la composición de vuestros tejidos es bien distinta de la de cualquier cosa viviente que haya existido alguna vez en el mundo. La temperatura de vuestros cuerpos indica también que provenís de otro planeta, más cálido.